martes, 31 de julio de 2018

Creación y destrucción en el arte





Cuenta la leyenda que el gran pintor griego Apeles, considerado en su tiempo como el mejor de la historia, irritado por no haber logrado retratar de manera convincente, pese a todos sus esfuerzos,  a un caballo encabritado, tiró con furia una esponja embebida de pigmentos contra el cuadro. La esponja vino a dar contra la boca del caballo y, como por arte de magia, dejó una mancha que reproducía a la perfección la espuma que el caballo escupía y que había tratado en vano de reproducir. La imagen mancillada se convertía de pronto en un retrato fiel de la realidad. El gesto destructor y el azar habían remendado los errores del pintor. La imagen era perfecta.

Dos mil quinientos años más tarde, en 1953, el pintor Robert Rauschenberg pidió al también artista, que admiraba, Wilhem de Kooning, si le entregaba un dibujo a lápiz que pudiera borrar. La obra iba a consistir en un dibujo ajeno, de un artista reconocido, borrado cuidadosamente, hasta evocar los palimpsestos, esto es, los pergaminos escritos antiguos que los monjes medievales adquirían y rascaban hasta hacer desaparecer la escritura previa y poder reutilizarlos como soportes, en una época en que el pergamino era muy costoso y difícil de obtener. El rascado, sin embargo, era imperfecto o incompleto, por lo que, debajo del texto medieval, aun se trasluce apenas rastros de escrituras precedentes, que convierten a los palimpsestos en remedos de yacimientos arqueológicos en los que las trazas de construcciones sucesivas se superponen en un mismo terreno. La obra de Rauschenberg, que él mismo encuadró en un marco de oro y titulo Dibujo Borrado de De Kooning, y que, de algún modo, seguía la senda de Duchamp, a princupios del siglo XX, pintando bigotes a una postal de la Mona Lisa de Leonardo de Vinci, fue percibida tanto como un gesto de iconoclastia -que significa destrucción intencionada de iconos o imágenes- cuanto de admiración y devoción hacia la obra de De Kooning -según sostenía Rauschenberg-, convertida en una imagen invisible, inalcanzable, ideal. La destrucción de la obra le evitaba caer en las contingencias del tiempo. Solo se destruye lo que se ama.

¿Qué se destruye cuando se destruye intencionadamente una obra de arte? Incluso cuando el mármol se pulveriza para convertirlo en cal (usado como material de construcción, de una nueva construcción), y un metal -oro, plata, bronce- se funde para obtener material para una nueva forma, la materia no se destruye. Tan solo entra a formar parte de una nueva obra -salvo si los fragmentos son abandonados y la erosión del tiempo los disuelve y los vuelve indistinguibles (aunque no nos aniquila). Lo que se destruye es la forma (shape, en inglés). Pero los fragmentos materiales, incluso informes, tienen una forma (form); una forma (shape) no deseada o pensada por un artista, ciertamente, aunque, en cualquier momento, un artista puede escoger dichos fragmentos y presentarlos como una nueva obra de arte (dotada de shape y de form, diríamos que de forma trabajada o pensada). Si nos fijamos bien, la mayoría de las obras antiguas están fragmentadas, lo que no impide que sean apreciadas como creaciones humanas. Del mismo modo, un gran número de pinturas clásicas han sido recortadas o ampliadas a lo largo de los siglos, sin que estas mutilaciones y alteraciones invaliden su condición de obra de arte ni disminuyan su atractivo.

Crear es destruir. El escultor trabaja con un martillo. Ataca un bloque de mármol. Lo desbasta. Lo va reduciendo. El suelo queda cubierto de cascotes, parecidos a los que rodean a una escultura cuando es atacaba con un objeto punzante. El pintor utiliza espátula, esponja, el dibujante una goma de borrar. El propio lápiz deja una huella a veces indeleble. El grabador, un punzón que hiere el metal o el linóleo. Una plancha utilizada para grabar es una plancha rasgada. El acto creador que requiere un trabajo manual desgaja, rompe, discrimina, segrega. Lo que se obtiene es a costa de una forma material fuertemente alterada -incluso en el caso de una obra consistente en un elemento material sobre el que no se ha incidido: este elemento ha sido separado del medio en el que se insertaba. Ha perdido sus referencias.

La destrucción no se opone a la creación. Da lugar a una nueva creación. Los fragmentos, de pronto, adquieren una presencia de la que carecían cuando formaban parte de un conjunto. Se individualizan. Se convierten en seres preciados y preciosos. Su unidad, su "lógica" se manifiesta. No aparecen como entes mutilados, sino "reducidos" a lo esencial. El todo, todo lo que son, está  en este diminuto fragmento recuperado. La destrucción multiplica la creación. Da lugar a nuevos entes, fruto de la pasión, la pulsión -la creación y la destrucción son actos pasionales- que devuelve a la vida a obras que quizá la hubieran perdido, no la hubieran tenido nunca o hubieran pasado indiferentes. El fragmento hace soñar. Un fragmento, una obra rota, exuda una vitalidad, una fuerza, y ejerce una fascinación, infunde un respeto que una obra "completa" quizá nunca hubiera despertado. Un fragmento es un recordatorio de la fragilidad de la vida. Un fragmento es humano. Evoca una vida que resiste, una vida tenaz y admirable. La destrucción despierta la obra -y manifiesta que es mortal. La destrucción es el fruto, quizá desesperado, de volver a dotar de sentido obras que lo habían perdido.       

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