jueves, 2 de agosto de 2018

Creación y destrucción en el arte, II

¿Somos conscientes que la obra emblemática del arte clásico, la segunda obra más contemplada del Museo del Louvre en París -el museo más visitado del mundo-, la admirada Venus de Milo, es una gran escultura severamente mutilada o es la imagen de una diosa manca? Hasta se han escrito canciones acerca de los brazos perdidos de Venus.
Del mismo modo, ¿alguien ha echado en falta la mayor parte del cuerpo del busto del Belvedere (en los Museos Vaticanos), una obra maestra helenística que hasta inspiró a Miguel Ángel, a poco de ser descubierta: las piernas, la cabeza y los brazos?
Cuando el ejército persa conquistó la ciudad estado de Atenas, a principios del siglo V, saqueó el acrópolis hasta tal punto que, tras la retirada de los vencedores, Pericles, en nuevo gobernante ateniense, tuvo que lanzar una costosísima operación urbanística y constructiva de restauración y reconstrucción del recinto sagrado ateniense. Los templos habían quedado devastados y las estatuas sagradas, ofrendas de ciudades e individuos depositadas tanto en el tesoro del templo (el Partenón precedente del actual) cuanto al exterior, destrozadas. Los griegos no pudieron más que recoger con cuidado los fragmentos y enterrarlos: se trataba de estatuas sagradas, esto es, vivas, que habían muerto por la furia saqueadora persa, y debían ser enterradas como cualquier ser que hubiera perdido la vida.
La acción destructiva de los Persas no se desmarcaba de lo que cualquier ejército llevaba a cabo cuando tomaba una ciudad: el incendio de los templos y el derribo, la mutilación y el robo de estatuas, de manera que los dioses invisibles, que hasta entonces habían velado sobre la ciudad tomada, perdieran cualquier contacto con el mundo terrenal y ya no pudieran manifestarse sensible, visiblemente, a través del cuerpo de las estatuas a las que animaban. Éstas eran vehículos para que los espíritus divinos moraran en la tierra -en los templos o en los recintos sagrados- y pudieran dialogar con los humanos, recibiendo sus ofrendas y sus plegarias.
Todas las estatuas griegas de los inicios de la época clásica, todas las figuras jóvenes masculinas y femeninas (las Kore y los Kuroi), expuestas en el Museo del Acrópolis en Atenas, son estatuas destruidas y rescatadas. Todas están incompletas. Amén de los perdidos colores, la que no ha perdido un brazo -o ambos-, está falto de una pierna. Son estatuas fragmentadas, mutiladas. Mas, ¿quien lamenta la grave pérdida de miembros superiores e inferiores del Efebo de Kritios, o la aún más grave pérdida del Jinete Rampin? Son estatuas admirables, que admiramos, sin pensar en lo que han perdido, en que han quedado muy dañadas. Se diría que siempre han estado así, que este su estado ha sido el que han gozado desde su creación, y que las faltas que no percibimos son intencionadas y ayudan a expresar lo que la estatua sugiere (o lo que el escultor quiso comunicar -quizá acerca de la fragilidad de la vida, o de la evanescencia de la juventud o de la belleza).
La destrucción, en estos casos, ha dado lugar, casualmente, a la creación de una obra que nos parece perfecta, incluso cuando la mirada no estaba familiarizada con el fragmento percibido como una obra completa, que no hubiera perdido su unicidad. El magnetismo del célebre busto egipcio de Nefertiti, su turbadora mirada, ¿no reside en la pérdida de un globo ocular, posiblemente debido a una mutilación intencionada?

Es cierto que, tras el creciente descubrimiento de estatuas clásicas (romanas, casi siempre) en Italia, a partir del siglo XVI, escultores de la talla de Bernini completaron las obras sustituyendo las partes que suponían se habían perdido, hasta dar con la efigie de un dios o un héroes que pensaban había sido representado. A menudo, las estatuas cambiaron de modelo. Apolos se convirtieron en Mercurios, y Hércules jóvenes, en Apolos. Hoy, en la mayoría de los casos, dichos añadidos han sido retirados, salvo cuando la restitución fue obra de algún escultor reputado.
También es cierto que se han perdido para siempre un ingente número de obras, por incendios, naufragios, o manipulaciones imprudentes. Las desmesuradas estatuas griegas criselefantinas (de madera y márfil) de Fidias, desaparecieron en incendios debido a la frágil naturaleza de los materiales, muy sensibles al fuego.
Pero, en muchos casos, las obras, rotas, devastadas, dañadas, han podido recuperarse. Nunca sabremos qué aspecto tuvieron una vez concluidas. Las aceptamos tal como están. Y nos parecen hermosas, quizá más hermosas de cómo e mostraban cuando los hombres no hubieran atentado voluntariamente contra ellas.

La destrucción daña, sin duda. Pero puede dar lugar a una nueva obra, posiblemente superior, más enigmática o sugerente que la obra completa.
La decapitada estatua de Franco, del escultor Josep Viladomat, una obra mediocre o indiferente, ha adquirido un extraña, turbadora, hipnótica presencia tras su decapitación.
Si crear es destruir (desbastar un bloque de mármol, tallar un árbol, recortar y manchar na tela, por ejemplo), la destrucción también es creadora. Quizá la destrucción no atenta contra el arte, quizá no se pueda atentar contra él, sino acelerar, intencionadamente o no, su constante cambio. Las obras no son eternas. Algunos artistas modernos o contemporáneos han hecho bien en recordarnos esta evidencia. Las obras, como todos los seres vivos, mutan, se transforman, antes de su lenta, siempre postergada, pero inevitable, desaparición.











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