miércoles, 22 de agosto de 2018

La maté porque era mía (Iconoclastia)





¿Por qué destruimos imágenes?
La destrucción a la que las sometemos, desde la antigüedad, se asemeja mucho al daño que infligimos a seres humanos: mutilaciones (desmembraciones, rotura de dedos), decapitaciones (muy a menudo), lanzamiento de líquidos corrosivos, de aceite ardiendo (como ocurrió hace unos pocos años con una escultura al aire libre, cerca de Lérida, de Antonio Boleda), ceguera (con pintura echada a los ojos), etc. Es decir, tratamos las estatuas como si fueran seres vivos. Las apedreamos, las atacamos con objetos punzantes y líquidos dañinos.
Las estatuas son seres vivos: nos parecen vivos. Su presencia, ante nosotros, y su indiferencia ante nuestra presencia, nos causa el mismo efecto que el menosprecio, la indiferencia o la condescendencia de un enemigo -de un antiguo amigo, una pareja del pasado, que vuelve a presentarse.
La destrucción busca dañar, neutralizar a esta figura. Nuestro gesto es un gesto de venganza, sin duda. Venganza a veces no meditada. Aunque la venganza es un plato que se sirve frío, en muchos de los casos de atentados a figuras, la reacción, violenta, desmedida y ciega, no responde a ningún plan premeditado.
El daño no se dirige solo a la figura; no pretende tanto dañarla, cuanto satisfacernos. Es un gesto que busca beneficiarnos. Y la venganza no es lo que se busca colmar. No buscamos solo tomarnos la justicia por la mano. Buscamos liberarnos.
La destrucción se dirige hacia lo que nos subleva. La figura evoca imágenes (personas, situaciones) del pasado que no querríamos recordar. Éstas nos intranquilizan, nos motivan, nos alteran. Necesitamos reaccionar. Esta excitación que suscita en nosotros la figura nos desajusta, nos desequilibra. Perdemos las formas. Ya solo existimos para la figura. ocupa todos nuestros desvelos. No podemos pensar o soñar en otra cosa. Ocupa y llena toda nuestra "mente". Solo estamos para ella. Mientras esté "aquí o allí" no podremos dormir tranquilos.
Tenemos que volver a la calma inicial, desactivar la pulsión que la figura genera en nosotros. Su destrucción es una manera de apaciguarnos. La violencia del gesto tiene como paradójica finalidad retomar a un estado de "displacer", de falta de motivos para movernos y actuar en una dirección determinada. Al desaparecer la figura, podemos retornar a un estado de contemplación. Ya nada nos irrita, azora, despierta.
Pero la falta de motivaciones, la paz "espiritual", la tranquilidad de ánimos obtenida se asemeja a la paz de los cementerios. Cuando nada sentimos -porque nada nos llama la atención y nos obliga a reaccionar -, cuando nada nos "calienta la sangre", volvemos a un estado próximo al sueño, es decir a la muerte. El impulso destructivo es un impulso de muerte: no porque destruya o "mate" lo que nos afecta, sino porque nos "mata". Ya no tenemos motivos" para estar alerta, para estar a la que salte, para estar vivos.
La destrucción de las imágenes busca nuestro apaciguamiento, es decir, niega el impulso vital, que implica estar siempre atento a lo que nos rodea (con lo que dialogamos y batallamos, en lo que nos miramos y reconocemos), y nos evita desinteresarnos del mundo, es decir, de nosotros mismos.
El rechazo,  la pasión, la pulsión (de atracción o destrucción) son síntomas de nuestro estar en el mundo, afectado, preocupado por lo que nos rodea, lo que da sentido a nuestra vida.
Destruir lo que nos afecta acaba por negar el sentido de nuestra vida. Pero no podemos reaccionar de otra "forma" -mas que deformando lo que nos eleva (lo que nos lleva a alzar las cejas y tomar las armas). 

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