martes, 16 de junio de 2009

Estatuaria en Sumer (Mesopotamia)


Los reyes sumerios tenían que hacer todo lo posible para atender a los dioses: construirles templos y estatuas en los que pudieran morar y a través de los cuales pudieran manifestarse ante los humanos.


Es cierto que el término "rey", durante las dinástías arcáicas (2900-2200 aC), posiblemente no significase lo que para nosotros, herederos del mundo cristiano medieval y, sobre todo, renacentista y barroco, "rey" evoca. Rey se decía lugal: literalmente, hombre (lu) grande (gal). No se sabe de qué poder disponían, cuales eran sus funciones, cómo eran percibidos, qué relación mantenían con el estamento sacerdotal. Pero, a través de los textos (ciertamente de la segunda mitad del tercer milenio aC), está claro que atender a los poderes celestiales era una prerrogativa real, una obligación para con los dioses que los reyes debían cumplir.


Una vez el templo construido y ornamentado -como se precisa en tablillas- tenían que "amueblarlo": construían estatuas divinas; es decir, construían estatuas para los dioses, para que éstos pudieran manifestarse.

Para esto, importaban piedras duras como la diorita, a menudo de Omán. Con éstas labraban -mandaban que artesanos esculpieran- las estatuas. Y, finalmente, emprendían una última y decisiva acción.


El verbo que describe el trabajo del artesano, por orden del rey, es tu: tu se suele traducir por obrar, hacer (en concreto, estatuas). Se trata de un verbo comúnmente utilizado para designar tareas "artesanas". Pero tu tenía otro significado, más común y más preciso: dar vida.


Cuando el rey afirmaba que realizaba una estatua -los textos siempre están escritos en primera persona y es el rey el que asume el noble trabajo de atender a la divinidad-, estaba diciendo que estaba transfigurando el material, animándolo. Estaba creando a un ser vivo.

¿Cómo ocurría este proceso? ¿Por qué procedimiento la piedra cobraba vida?

En las culturas antiguas, los nombres eran el sustituto de las cosas. Las cosas existían -cobrabanvida, se manifestaban, eran efectivas- si eran nombradas. Los nombres eran entonces una de las manifestaciones de los seres vivos. Durante mucho tiempo, se creyó que el alma o el espíritu hacía parte de un ser vivo y, de algún modo, lo representaba. En Sumer (también ocurría en Egipto, por ejemplo), el nombre ya era la persona. Por eso, una palabra que designaba a un alimento alimentaba a la divinidad. No era necesario ofrecerle viandas "reales", ni pintarle bodegones en las paredes de la capilla: con solo nombrar las ofrendas los dioses se saciaban.

Para animar las estatuas, entonces, los reyes les daban un nombre: las bautizaban. El nombre, que consistía en una frase compleja en la que se detallaban algunos de los atributos o características de la divinidad así como la especial relación que el rey mantenía con la divinidad que le protegía, tenía el poder de invocarla y de asociarla a su imagen. Ésta, entonces, dejaba de ser un objeto inerte.

El parecido no era importante, como tampoco lo era la perfecta ejecución: lo que lograba que la estatua se conviertiera en una manifestacion divina era el nombre que le imponía el rey, el nombre con el que llamaba a la divinidad. La creación, la engendración se hacía por el verbo. La palabra era poderosa. Daba vida.

El poder creador del rey era infinito. Por gracia de la divinidad.

Así, una inscripción del rey neo-sumerio Gudea afirma:

"hur-sag-pisag-gan-ki-ta

na4-gurus-im-ta-su-du

alam-na-úb

mu-tu

lugal-á-dugud-da-ni

gìn-e-nu-gùr-e

dnin-gír-sú-ke4

gudea

lú-ke4-dù-a-ra

nam-babbar-mu-ni-ku5

mu-úb-mu-na-sa4

é-ninnu-a

mu-na-ni"


y la traducción dice, más o menos:


"Desde la montaña de Magan

La diorita fue traída

Y en su (del dios Ningirsu) estatua

la (Gudea) transformó ("tu").

"Al rey del brazo poderoso

los países no soportan (se doblegan ante el brazo del rey)

(El dios) Ningirsu

A(l rey) Gudea

El constructor del templo

otorgó un destino favorable" -todo este párrafo es el nombre de la estatua-

nombre que le (Gudea) otorgó

En el templo Eninnu

la hizo entrar (a la estatua)"


(Tablilla dibujada por Konrad Volk: A Sumerian Reader. Transliteración y traducción: Tocho)

lunes, 15 de junio de 2009

Barcelona

"Te escribo en una pausa de lluvia, entre gotitas
luminosas y polvo alborozado,
desde una balaustrada de cemento
crujiente,
de este parque que escala el promontorio
sobre el mar rechazado por los vientos de la tierra.

He visto muchas tablas y algunos Grecos falsos.
¡Qué lugar tan extraño!

Al frente se ven ruinas, lavadas carreteras
y una ciudad muy amplia que se pliega en colinas
y luego por el llano se derrama
en la orilla brumosa, y altas torres
oscenas, como guantes calados, cuatro juntas,
y agujas como en Rotterdam y esbeltos
campanarios rurales, y, junto, chimeneas
de penachos escuálidos,
y un verde seno tierno de tierra cultivada
que un faro chato guarda de la mar
muy lejos.
Y aquí, más inmediato, casas como cuarteles
y edificios rosados de vítricas escamas
y techos retorcidos y brillantes
y raras cresterías,
hecho todo con trozos de vajilla
y fragmentos de vidrios y desperdicios
de loza decorada.

Estuve en la ciudad, vi sus recodos
cristianos de piedra polvorienta,
sus avenidas de Rubén, sintaxis
preciosa de sus barrios mercantiles.

Gente afanosa, dicen con aire muy urbano,
en general no feos. Muchachas recelosas
que esconden las rodillas en el metro,
itálicas, al gusto de Giorgione
-como el Maillol del Louvre, más bien graves.
Gente que mira poco.
No hay viejos en los parques.

(...)

Una ciudad discreta, noble, hospitalaria.
Rectilínea y sin plazas. Tal vez interesante.
Una ciudad, querida, en que tú y yo
no viviríamos a gusto, Y, sin embargo,
por la que no me importa haber pasado."

(Carlos Barral: "Parque de Montjuich", Carmen Riera (ed.): Carlos Barral. Poesía, Cátedra, Madrid, 1991, ps. 145-147)

domingo, 14 de junio de 2009

¿Mal café? (What else?)






Hubo un tiempo, no muy lejano, en que las dos maneras de tomar café simbolizaban dos maneras de ver la vida o de situarse en la vida.

El café, a veces, se tomaba en casa. De la cafetera ascendía un líquido negro, más negro que fuerte, pese a las cantidades ingentes de café molido utilizadas, sin una mácula, como una piedra negra pulida. La cara de sueño, o de malhumor, se reflejaba en las aguas sin fondo. El café se compartía; se tomaba en familia o con amigos. Las cafeteras individuales no existían; las más pequeñas daban un café para dos. El café se tomaba en taza, o en tazón. Había que dejarlo enfriar; invariablemente quemaba. El café sobrante se quedaba en la cafetera y, a menudo, se mantenía caliente. Si una visita se dejaba caer, si un familiar llegaba a destiempo, siempre cabía la posibilidad de ofrecerle un café caliente -o recalentado. "¿Hace un café?": una frase para romper el hielo.

Pero no siempre se aceptaba este rito: la ingesta de una infusión en grupo; o no convenía. Un brebaje más fuerte era necesario. En este caso, se bajaba, o se escapaba, al bar. El café de bar era más fuerte. Y, a menudo, amargo. Despertaba un muerto. Un círculo de espuma, sucia o dorada, según los casos, pespunteaba la superficie de la taza llena. Este café se tomaba solo. Casi siempre al vuelo. Adosado a la barra, nunca sentado -para qué, estando solo y con los minutos contados-, se ingería de golpe. Sin cruzar palabra, sin mirar a nadie, quizá distraídamente la portada de un periódico arrugado y doblado sobre el mármol o el formica. Era el café de las once, en un momento de respiro, de los solitarios, de los que se escapaban de casa un momento para respirar. Una autoafirmación antes de enfrentarse de nuevo al mundo.

Y llegó Nespresso: diminutas cápsulas, brillantes y coloreadas como joyas de pacotilla, herméticas, levemente futuristas, con nombres evocadores: Arpeggio, Volutto, Capriccio... Se venden en tiendas especializadas, exclusivas, situadas en barrios caros. Parece que no vendan café sino aire, perfumes, -u objetos de lujo. Atiende un personal atildado, sacado de un manual de moda, levemente condescendiente. Uno no puede no ser socio del club Nespresso, con aires de exclusividad. Se lanzan novedades, cafés cada vez más exóticos, y caros, de producción limitada, en cajitas como de bombones, que invitan, obligan a una compra desaforada. Se agotan ya.
El café nunca se ve. La cápsula es un envoltorio que no se puede rasgar. El polvo negruzco interno desentonaría. Tiene un aire futurista, o espacial. No se llama cápsula por nada. Se venden con cuenta gotas. No se pueden reutilizar. Y siempre se corre el peligro de quedar sin ellas.

Las cápsulas son individuales. No se comparten. Son porciones ínfimas, íntimas. El usuario escoge un color, o un sabor. Al igual que las máquinas de café. Imitan las cafeteras de los bares, aunque solo puedan servir uno o dos cafés a la vez.

Pero el café Nespresso no se toma en un bar, sino en casa. Está "pensado" para el hogar. Los bares no lo sirven: es demasiado caro. Y se tiene que tomar en solitario. Cuatro personas juntas no pueden hacerlo al mismo tiempo: unas lo tomarían ya frío, las últimas se quemarían. Se sirven y se toman a medida que llegan. Fortalece, reafirma la individualidad. Se convierte en un bien que se tiene que poseer. Para degustar aisladamente, viendo como los demás contemplan la escena con envidia.

La hábil publicidad ya lo prueba. La morena estupenda prefiere la diminuta cápsula coloreada al canoso Clooney de buen ver. Es un golpe bajo. Si ni siquiera Clooney puede con el frío artilugio, ¿qué será de nosotros?
Por otra parte, Clooney se venga y ya no se fía más que de la capsula, pese a Camille Belle. Absurdo, sin duda. Mas, ¿qué haríamos nosotros, tentados entre un Capriccio -que se agota- y un capricho? La cápsula no engaña, pese a lo volátil del café. Es lo único a lo que podemos aferrarnos.
Nespresso es el perfecto símbolo del hogar moderno. Cada uno por su lado, a horas distintas, buscando el máximo placer, sin compartir con nadie, listos para salir hacia donde sea, ninguna parte. Rápido. No sea que nos levantemos tarde y nos quedemos sin...espresso.
¿Cómo hacían en el siglo pasado?

Este texto es una variación sobre el delicioso artículo: Alix Girod de l´Ain: "La capsule Nespresso", Jérôme Garcin (ed.): Nouvelles Mythologies, Seuil, París, 2007, ps. 81-82. Una estupenda recopilación que remeda el texto clásico de Roland Barthes: Mythologies, de 1957.

sábado, 13 de junio de 2009

Metáfora inmobiliaria (o una guarrada)


El arquitecto y el rey: Hardouin-Mansart ante el Rey-Sol






Jules-Hardouin Mansart, ¿el primer arquitecto moderno?


Hardouin-Mansart llegó a ser el arquitecto de Luis XIV: el Sobreintendente ("Surintendant") de las obras del Rey-Sol.

Luis XIV, como Alejandro o Hadriano, se consideraba un arquitecto, un ordenador del mundo. Durante su larguísimo reinado, la arquitectura (palaciega, religiosa y militar) y el urbanismo fueron sus actividades principales. Algunas de las soluciones arquitectónicas o urbanísticas son suyas. Las dictó, las exigió, Mansart las recogió y las llevó a cabo.

Las decisiones del Luis XIV eran cambiantes. Podía mandar incluso que se rehiciera enteramente un parte del palacio, sin que el coste importara. Y era impaciente. Quería ver casi de inmediato sus órdenes construidas, puestas en orden, con los órdenes arquitectónicos adecuados. Los fondos no faltaban.


Jules Hardouin se formó con su tío, el arquitecto Mansart (quien inventó -y dió nombre a- las buhardillas llamadas mansardas), de quien tomó prestado el apellido. Pronto llegó al servicio del rey. Ascendió. Era un perfecto cortesano. Y un arquitecto eficaz. Aceptaba todas las propuestas del rey. Les daba forma al momento. Rehacía los planos prontamente. Si al rey se le antojaba subir un piso, aún a costa de la obra anterior, Mansart aceptaba el envite y salía airoso. El edificio mejoraba. Y era un constructor excelente. Proyectaba y edificaba sin demora. Podía concebir y ejecutar un palacio en un año. Todas las amantes del rey lo sabían.


París y la Isla de Francia le deben sus mejores obras: amplió, desarrolló y completó el Palacio de Versalles (que empezó, como un palacete de caza, Le Vau), en el que destaca la Capilla Real, quizá la mejor iglesia baroca europea, y la Galería de los Espejos (el sueño de todo monarca absoluto, en el que los límites materiales, que constriñen la presencia y la acción reales, parecen desvanecerse, en el que se percibe un reflejo repetido infinitamente del cuerpo del rey, reflejo que se manifiesta en forma de fulgor, como corresponde a una manifestación de Apolo con quien Luis XIV se identificaba). La iglesia del hospital de los Inválidos, que supera la del Vaticano, las plazas reales de la Victoire y Vendôme, en París, son suyas, al igual que la mayoría de las plazas reales francesas, una tipología de plaza construida alrededor de la estatua del rey, a través de las cuales no se le rendía culto sino que se comulgaba con él (el culto a la personalidad es, curiosamente, una actitud consecuencia de la Revolución francesa): la plaza y la estatua eran parte el cuerpo místico del rey, el cual solo tenía sentido si los franceses se unían a él o participaban de él, si todos, juntos, gobernados y gobernante se unían en la eucaristía que la plaza y la estatua constituían y escenificaban. Cuando el pueblo se concentraba en la plaza, no rendía tributo al rey, sino que era parte de él. El uno sin los otros no podían existir.


Hardouin-Mansart pudó ejecutar con eficacia un número tan importante de obras, para la corte, la iglesia y la nobleza, capitalina y de provincias, porque poseía una dotada "agencia", capaz de proyectar y desarrollar los planos casi al dictado de las voluntades reales.


Pero Hardouin-Mansart no dibujaba. No podía, ni quería. En su taller trabajaban algunos de los mejores arquitectos barrocos franceses. No se guardan planos, dibujos, bocetos suyos porque no realizó ninguno. Tan solo escribía breves anotaciones en los planos.


Éstos son perfectos. Y anóminos. Realizabon con regla, escuadra, cartabón y compás, y levemente acuarelados. Parecen grabados ejecutados por un profesional anónimo -y muy eficaz. Planos grandes, detallados, que combinan alzados y secciones, con las soluciones constructivas adecuadas indicadas; planos en las que la mano del ejecutor no se percibe; que transcriben las ideas de Hardouin-Mansart, o que manifiestan lo que el arquitecto-en-jefe hubiera decidido (traduciendo los deseos del rey).


Su agencia ya no era un taller medieval sino, como el de Rubens (en pintura), un estudio ya moderno, perfectamente estructurado, en el que trabajaban dibujantes mandados por arquitectos responsables de los proyectos al servicio de Hasrdouin-Mansart, capaces de responder a cualquier petición, y en los que las soluciones formales y técnicas estaban bien integradas, dando lugar a un "proyecto global".


Primaba la idea. La perfecta ejecución se daba por hecho. Hardouin-Mansart fue retratado a lo largo de su vida, en pinturas y estatuas. De joven, se muestra con un libro en la mano (símbolo de la capacidad intelectiva) apoyado sobre papel de instrumentos de dibujo (un compás, una regla, una escuara), dominados por el peso y la presencia del libro.

Sin embargo, en los últimos y más emperifollados bustos marmóreos, lastrados por una papada temblorosa, los atributos del arquitecto (los instrumentos del pensar y del fabricar) ya no aparecen. Hardouin-Mansart se envuelve con todos los símbolos (peluca, vestido, medallas, cintas, puntas) de la nobleza, y esconde los que denotan su trabajo creador.

Estos bustos, al final de su vida, ofrecen una imagen ambivalente: el arquitecto ya no es un artesano sino un noble; el arte ya no es juzgado como una actividad manual, inferior, sino que no es un impedimento para ser ennoblecido. Pero, al mismo tiempo, esta ascensión se logra en tanto que su condición de trabajador se esconde, como si el arquitecto se avergonzara de ella, o no estuviera seguro aún de cómo era percibida.


La estructura misma de su taller puede ser un rasgo pre-moderno, pero también el reflejo de su voluntad de actuar como portavoz real y no como un bufón, entreteniendo a Luis XIV con las gracias que se sacaba de la chistera.


Hardouin-Mansart es es símbolo del cambio del estatuto del creador. Ya nada le impide ser un hombe libre, siempre y cuando no haga ostentación de su condición servil, la cual, paradójicamente, le permitió ascender socialmente.


La apasionante exposición que el Museo Carnavalet de París le está dedicando así lo demuestra. Imprescindible para entender la génesis de la concepción moderna del arquitecto.


Las Puertas del Cielo


El Museo del Louvre, en París, presenta una gran exposición sobre "Las puertas del cielo", es decir, sobre el umbral entre el mundo de los vivos y el más allá: cómo se representaba, dónde se hallaba y que significaba.

Como toda exposición sobre el Egipto faraónico, los textos explicativos -en este caso, detallados, excelentes- son casi más interesantes que la habitual iconografía egipcia, un tanto cansina: dioses híbridos, hieráticas estatuas, de movimiento congelado y piel lisa, fría, que miran (si miran) hacia no se sabe donde, papiros que sorprenden por su perfecto estado de conservación-y por su forma enigmática-, momias, sarcófagos, y un ajuar funerario casi inextinguible en el que los textos son más importantes que la forma de las piezas.

Sin embargo, el tema tratado por la muestra es nuevo y apasionante. El más allá egipcio al que, salvo en durante las primeras dinastías -cuando la suerte del faraón, que ascendía al cielo convertido en una estrella, era distinta al del resto de los mortales-, todos descendían, presentaba una estructura compleja: Alternaban paisajes convencionalmente "infernales" (en los que los lenguetazos de fuego, los monstruos carnívoros y los ríos gélidos o en ebullición trataban de impedir que el "alma" prosiguiera su camino), de aspecto casi medieval, con estructuras arquitectónicas.

Éstas, en otras culturas, como la hebreo y la cristiana, se hallaban o se hallarían en el mundo superior, en el cielo; pero, en el Egipto faraónico, el Más allá, todo y alternando zonas paradisíacas y dantescas, era exclusivamente subterráneo, y comunicaba con la tierra "más allá" de la línea del horizonte que constituía la última barrera que ningún mortal, en vida, debía cruzar.

Dichas estructuras arquitectónicas, tanto en el Egipto faraónico, como en la mística judía y cristiana, se componían de siete murallas -concéntricas en el mundo hebreo y cristiano, o formando un largo y estrecho pasillo por lo que solo se cabía un desplazamiento unidireccional y sin vuelta posible, en Egipto- defendidas por siete puertas colosales que el alma tenía que cruzar, salvando las maldiciones que éstas le lanzaban a través del friso de cobras que las coronaban.

El alma se dirigía hacia la última morada que las siete puertas defendían: el palacio de Osiris, donde, al igual que esta divinidad, recobraría la unidad perdida y resucitaría, pudiendo, desde entonces, vivir plenamente, y no como una sombra rota, en el Más allá. Osiris la aguardaba para protegerla eternamente.

Pero el acceso al palacio de Osiris, que garantizaba la "vida eterna" (en el Más allá) se podía realizar desde más lugares que las puertas del infierno (las llamadas "Puertas del cielo"). Las puertas de los templos (configurados como una sucesión de espacios, cada vez más pequeños, oscuros y recóndidos, desde la puerta de acceso al santuario amurallado hasta la última cámara divina, a semejanza del Más Allá), e incluso las puertas de los tabernáculos en las que moraban las estatuas de culto (que eran uno de los cuerpos materiales a disposición de los dioses cuando querían mostrarse ante los fieles), que solo se abrían o entreabrían en determinadas circunstancias y para personas debidamente preparadas para contemplar el cuerpo de la divinidad (faraón y sacerdotes), también constituían viáticos hacia el dios supremo, Osiris.

Cuando las puertas de los templos, las capillas, los tabernáculos se abrían, los fieles veían o intuían a la divinidad y su alma (el ka, el ba, etc.), por un momento, se enaltecía y se "purificaba".

Una puerta siempre nos da acceso a otro espacio, a un espacio, una cámara o una morada "otra". Cambiamos de espacio cuando cruzamos una puerta. Vamos del exterior al interior, de un interior a uno más profundo o secreto. Y en cada caso, emprendemos un tránsito. Las puertas solo se puerden cruzar si nos desplazamos -con la incertidumbre de si podremos regresar-.

Las Puertas del cielo egipcias invitaban al último viaje, que se podía, durante los días de culto a la divinidad, preparar ya en vida. Era un viaje sin retorno. Conducía a la verdadera morada, en la que el difunto, renacido, disfrutaría de la vida eterna.

La arquitectura siempre ha sido un medio para garantizar la vida plena. Aún a costa de abandonar la vida presente. Un refugio temporal o eterno. Dando la puerta de narices al presente fugar, a la suerte esquiva. La casa garantiza la vida.

Una exposición extraordinaria.

martes, 9 de junio de 2009

La casa encantada, 2



Vincent, de Tim Burton (1982)