
Durante el entierro del padre de un amigo, esta fría mañana de enero, una palabra del sacerdote cuando el responso me recordó un tema (sin duda trillado por historiadores, geógrafos y urbanistas) que me ha fascinado: la insistente toponía religiosa de Barcelona, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento o, más concretamente, del Antiguo Testamento que ha perdurado en el Cristianismo, actuando de fondo o de base de la nueva religión.
Dejando de lado nombres de calles procedentes del santoral y de la corte celestial originados por la presencia de algún templo (calle de la Virgen de la Merced, por ejemplo), la toponimia del territorio -o de los distintos territorios- de la ciudad, de determinados hitos naturales, parece evocar un espacio sagrado.
Santos (Sant Martí dels Provençals, Sant Andreu, Sant Gervasi, Sants), virtudes (Gracia), dones (Bonanova), objetos litúrgicos (La Sagrera, de un sagrario o espacio sagrado) dan nombre a distintas áreas de la ciudad que se extienden por el llano y ascienden lentamente, desde el epicentro de la ciudad, en el Monte Tabor (donde se situa la catedral), hasta, pasando por el Valle de Hebrón y la colina del bíblico Carmelo (donde, oportunamente, se quiere instalar un jardín, ya que Carmelo, en árabe, significa precisamente jardín paradisiáco) en un ascenso que abandona a los santos y se centra en la única figura del hijo de dios, hasta las alturas del Tibidabo (nombre que deriva de la frase, en latín -tibi dabo: te doy-, con la que el ángel caído tentó a Jesús, desde lo alto de una cumbre, dándole todo su reino material a cambio de su alma), marginando, a la izquierda, el peñasco rocoso que da la espalda a la ciudad, el arisco Montjuich (monte de los judíos), que no se libra de connotaciones morales bíblicas.
Esta toponimia sagrada, que parece querer asociar Barcelona con Jerusalén, y que dibuja una ciudad estructurada como una iglesia donde cada elemento (columna, triforio, nave, etc.) remite a una figura celestial, desde la más baja hasta la divinidad, quizá se origine en la Alta Edad Media, cuando se forjó la leyenda medieval de la Barca Nona (de ahí la -falsa- etimología del nombre de Barcelona), la novena barca de la expedición de Jasón y los Argonautas, en pos del vellocinio de oro que, perdida, naufragó al pie del Monte Júpiter (otra etimología, sin duda fantasiosa, para Montjuic), donde fue hallada por Hércules que, tras completar su cuarto trabajo regresaba a Grecia por la costa. Tras hallar a los náufragos, fundaría Barcelona.
Hércules era un héroe, convertido en dios, en un único dios, al menos en algunos círculos imperiales en el siglo III dC, y equiparado con Cristo, el nuevo Hércules.
Dios, como el alcalde se entere, organiza las próximas olimpiadas eucarísticas en Barcelona.