miércoles, 18 de septiembre de 2013
El Coac ha hecho crac
Tiempo ha, el Colegio de Arquitectos de Cataluña pagaba en permanencia una suite en el mejor hotel de Barcelona, casi cada día del año, para que un directivo y su santa, que vivían fuera de la ciudad, se alojaran cuando bajaban a Barcelona tres días a la semana, siempre de manera imprevista.
Ocurrió que los responsables del Colegio y de la Delegación de Barcelona, situada en el mismo edificio que alberga el Colegio, no se podían ni ver. Por eso, la Delegación alquiló,un inmenso piso principal noble, a unos cien metros del Colegio, dónde se trasladó, a fin que los directivos no se vieran en el trance de cruzarse en el ascensor del Colegio.
Eran tiempos en que China era la tierra de las naranjas. Los arquitectos construían rascacielos por doquier. El Colegio abrió una oficina en China. La instaló, no en un modesto despacho, sino en una villa ajardinada en un barrio señorial, que era el pasmo y la envidio de las asociaciones de arquitectos de todos los países.
Colorín colorado
Noticia amarilla. El cuento se acabó.
Nadie ha pagado. Salvo los trabajadores despedidos.
Hace aún más tiempo, cuarenta y cinco años, la fachada acristalada continua del Colegiio de Arquitectos, que mira a la plaza de la Catedral, se decoró con una obra que Joan Miró pintó directamente sobre el vidrio. La obra tenía el interés que tenía, menor, sin duda, pero revelaba el talante y la proyección del Colegio.
Se trataba de una exposición de Miró: Miró l´altre. La obra y la sala, envuelta por los grandes escaparates de vidrio, eran lo mismo. Las pinturas formaban parte del contenedor. No podían desprenderse, sino destruirse, al acabar la muestra.
Hoy, la fachada vuelve a pintarse.
Se cubre de anuncios de rebajas. ¡Regalos! ¡Regalos!
La sala de exposiciones, conocida por algunas muestras memorables, se ha convertido en un Todo a Cien para turistas. Se vende de todo: dragones de colorines gaudinianos, camisetas, etc. Faltan sombreros mejicanos coronados por la torre Agbar, y paellas dor. todo se andará.
Algunos colegiados opinan que si de hacer caja se trata, una actividad muy respetable, mejor sería convertir los bajos del Colegiio en un antro "de alterne". La fachada posee tres esquinas. Quizá se podrían emplear a antiguos responsables. Y no como madames.
El Coac siempre ha sido una institución de vanguardia, adelantada a los tiempos, captando las tendencias venideras. En 1969, mostrada una "performance" de Miró; hoy, vende abalorios baratos a granel a turistas de calzón corto.
Y a "gaudir", que son dos días
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martes, 17 de septiembre de 2013
Artistas y artesanos en la Grecia antigua (según Platón)
Pese a que Platón (o Sócrates) reconociera estar fascinado por la poesía de Homero, y que Sócrates , condenado a muerte,dedicara los últimos momentos de su vida recogido leyendo al padre de los poetas griegos, es conocida la inquina de Platón para con los artistas.
No solo se burlaba de los poetas, que no sabían lo que decían cuando declamaban inspirados, poseídos por alguna fuerza sobrenatural, y los rechazaba -o rechazaba sus obras-, sino que llegaría a pedir el destierro o la pena de muerte para aquéllos. Los artistas no tenían cabida en la ciudad platónica.
Sin embargo, cabría leer atentamente los comentarios de Platón.
Es cierto que, comparados con el filósofo, en contacto con la luz o las ideas, el carpintero que labraba un objeto de madera, y el pintor que imitaba dicho objeto en una pintura, tenían, según Platón, muy poco qué decir, y sufrían de la comparación: eran unos incultos que no sabían qué hacían, ni porqué obraban, sobre todo el pintor que no necesitaba saber cómo había sido montado el objeto que imitaba, ni para qué sirvía, para reproducirlo plásticamente.
El término más habitual con el que Platón, al igual que los autores de la Grecia antigua, designaban a los artesanos, era demiourgos: demiurgo.
Un demiurgo era un hacedor, alguien capaz de producir un objeto, un fin según ciertos principios. El término demiurgo, que hoy, designa a una divinidad creadora y, por tanto, se aplica a un supremo creador, tenía, en Grecia dos matices distintos. Por un lado, nombrada al simple artesano, pero, por otro, se utilizaba, como Platón hacía, para referirse al Divino Creador: En el Timeo, el Ente Creador era el Demiurgo. Y demiurgoi eran los educadores de ciudadanos: lograban transformar a los humanos en civiles. Un demiurgo era, pues, un maestro; maestro de obra, y maestro enseñante.
Demiourgos era sinónimo de technites: sustantivo que se traduce por carpintero, más concretamente, por fabricante de armaduras (cabios, vigas, pilares) de madera, necesarias, por ejemplo, en la construcción de navíos y de edificios de cierto tamaño, como los templos arcaicos, siempre de madera. Entre los técnicos destacaban, sobremanera, los architectai (los maestros de obra, de bien ejecutadas construcciones) y, metafóricamente, los que manejaban la techne politike: eran quienes proporcionaban los andamiajes para la práctica del arte política, es decir, de las discusiones sobre las reglas de la vida pública o en colectividad que acontecían en las asambleas comunitarias. Lo que construían los technitai, por tanto, tenía la solidez y la simplicidad de un pilar fundacional, de un eje alrededor del cual se ordenaba el mundo.
Si los demiurgoi hubieran sido tan repudiables, no se entiende que existieran divinidades artesanas, altamente valoradas en Atenas. Así, la diosa protectora de Atenas era Atenea, diosa guerrera, pero también hacendosa; era la "patrona" de los carpinteros y los tejedores. Por otro lado, si el acrópolis de Atenas estaba dedicado a esta diosa, el ágora de Atenas se honraba con la presencia de un templo, que aún existe, bien conservado, dedicado a Hefesto. Ocurre que Hefesto era el dios de la forja. Fabricaba armas, joyas y autómatas. Los dioses no hubieran podido vivir sin él. Es cierto que Hefesto no moraba en o alto del Olimpo, debido, no tanto a su deficiencia física, sino al hecho, bien comprensible, que una forja, en cuyo centro arde un fuego considerable, no puede ubicarse en medio de viviendas o palacios. El que Hefesto viviera apartado del resto de los dioses no era óbice para que hubiera sido el padre del primer rey de Atenas, nacido, en los orígenes de los tiempos, de la misma diosa-madre tierra, Gea. Sin Apolo, las artes edilicias (la arquitectura y el urbanismo) no existirían. El primer constructor, en los albores del mundo, cuando no estaba claro si los humanos ya existían, fue, precisamente, el vencedor de monstruos -símbolos de falta de mesura o medida-, el dios Apolo.
La cerámica era practicada por una divinidad: Prometeo; las labores agrícolas estaban al cuidado de la diosa Démeter, o de su hijo Triptolemo.
Las labores artesanas eran, así, dignas de los dioses. Éstos no se rebajaban o se avergonzaban de practicarlas. La artesanía era una invención divina, cuyas distintas reglas fueron trasmitidas a los seres humanos.
El mismo Platón organizó tanto la ciudad ideal como enunció las reglas que debieran aplicarse a la hora de fundar ciudades. En ambos casos, pensó en un espacio, social y espacial, para los artesanos. Éstos tenían, pues, cabida en la ciudad.
Por tanto, Platón distinguía entre artistas y artesanos. Los primeros practicaban lo que hoy llamaríamos las bellas artes (teatro, poesía, música, pintura, escultura) : eran los banausoi, artesanos, sin duda, pero que obraban obras cuya única función era satisfacer el gusto del público; adulaban, embelesaban. Creaban obras de dudoso gusto, vulgares e innecesarias. No ocurría lo mismo con los "auténticos" artesanos (los carpinteros, las tejedoras, los ceramistas, los herreros, etc.), hacedores de obras sin las que el ser humano no alcanzaba a ser humano, puesto que solo con objetos artesanos -armas, apeos, etc.- podía cultivar la naturaleza, domesticarla, a fin de poder instalarse en su seno sin sufrir daños o agresiones del entorno.
La diferencia radicaba en que los artistas creaban obras relacionadas con los sentidos de la vista y el oído. Toda vez que el buen funcionamiento de la ciudad (la polis) requería la activa presencia de estos sentidos, con los que los ciudadanos sabían los unos de los otros, y podían así dialogar, viéndose las caras y escuchando los argumentos u opiniones de los demás, todo y todos los que distraían tenían que estar proscritos, como así ocurría con los que creaban ilusiones, los artistas plásticos, según Platón.
Por el contrario, los artesanos componían objetos relacionados con el tacto. Los objetos que manufacturaban se podían agarrar. Se les podía "echar la mano encima". Ofrecían un "buen" o correcto agarre. La mano no se cerraba, cogiendo aire o luz, cuando se pensaba asir fuertemente un ente.
Puede sorprender esta defensa del tacto, en detrimento de la vista o el oído, y del objeto ante la idea. Sin embargo, el término eidos, en la Grecia antigua, que se suele traducir por idea, no significaba lo que hoy idea designa. Un eidos era algo sólido, firme, constante, por tanto opuesto a la inaprehensibilidad, la evanescencia de las ilusiones ópticas. Pero un eidos era material. Eidos significaba forma; forma característica, propia, permanente o pedurable, es decir, no sometida a los vaivenes de la moda, los caprichos del creador, y los efectos escenográficos y lumínicos. La idea era lo tectónico: lo que se dejaba coger, lo que no engañaba. Un eidos ponía de acuerdo la vista con el tacto. Era lo que parecía. Sus contornos -su forma, en suma- eran nítidos. Se mostraba tal cual, tal como era. Era lo que parecía. No existía un desajuste entre el parecer y el ser. Un eidos, así, se mostraba como un sólido y certero oponente. ofrecía resistencia. Era como la forma, ante el ser humano, a una distancia adecuada, discutiera con él. Por otra parte, aportaba un bien. Mejoraba el gesto, ayudaba al ser humano a relacionarse mejor y más cómodamente con el entorno. Daba sentido al gesto. El ser humano no daba golpes en el aire, palos de ciego. Su gesto tenía una finalidad. Lograba lo que se proponía. El objetó mediaba entre el ser humano y lo que éste perseguía. Encauzaba su voluntad. Su acción no moría en el vacío.
Se puede pensar que las estatuas, a diferencia que las pinturas y los juegos de luz, las palabras y los sonidos, eran materiales, y por tanto, podían ser tocadas. Sin embargo, bien se sabe que una estatua solo tiene sentido si es apreciada desde lejos.
Es precisamente la necesaria lejanía entre el usuario -el ciudadano- y la obra lo que Platón condenaba. Las ilusiones estaban demasiados alejadas. Se tenían que ver desde demasiado lejos. No satisfacían necesidades inmediatas. Las obras útiles tenían que ser cercanas a los humanos; cálidas, próximas; humanas, en suma. No hacían creer a los ciudadanos en realidades lejanas, es decir, invisibles y, por tanto, peligrosas, lejos de la mesura y contención necesarias en una ciudad bien organizada. Las bellas artes no eran (unos) útiles. Ésta su inutilidad era lo que las convertía en perniciosas, y obligaba a condenar a sus ejecutantes.
Ésta su inutilidad es, precisamente, lo que las convirtió, a partir del siglo XVIII, en algo "necesario", distinto de y superior a las simples y "honestas" obras artesanas. Definitivamente, con el auge de la técnica, a partir del siglo de las Luces, se defendió la necesidad de las artes ilusionistas. En algo había que soñar, satisfechas las necesidades básicas, y ante la agresividad de la máquina y las reglas maquinales. Éstas, las imágenes (de la pintura al cine), eran las podían satisfacer el espíritu. La comunidad se había disuelto. Primaba, y sigue primando, la individualidad, o el ensimismamiento.
No solo se burlaba de los poetas, que no sabían lo que decían cuando declamaban inspirados, poseídos por alguna fuerza sobrenatural, y los rechazaba -o rechazaba sus obras-, sino que llegaría a pedir el destierro o la pena de muerte para aquéllos. Los artistas no tenían cabida en la ciudad platónica.
Sin embargo, cabría leer atentamente los comentarios de Platón.
Es cierto que, comparados con el filósofo, en contacto con la luz o las ideas, el carpintero que labraba un objeto de madera, y el pintor que imitaba dicho objeto en una pintura, tenían, según Platón, muy poco qué decir, y sufrían de la comparación: eran unos incultos que no sabían qué hacían, ni porqué obraban, sobre todo el pintor que no necesitaba saber cómo había sido montado el objeto que imitaba, ni para qué sirvía, para reproducirlo plásticamente.
El término más habitual con el que Platón, al igual que los autores de la Grecia antigua, designaban a los artesanos, era demiourgos: demiurgo.
Un demiurgo era un hacedor, alguien capaz de producir un objeto, un fin según ciertos principios. El término demiurgo, que hoy, designa a una divinidad creadora y, por tanto, se aplica a un supremo creador, tenía, en Grecia dos matices distintos. Por un lado, nombrada al simple artesano, pero, por otro, se utilizaba, como Platón hacía, para referirse al Divino Creador: En el Timeo, el Ente Creador era el Demiurgo. Y demiurgoi eran los educadores de ciudadanos: lograban transformar a los humanos en civiles. Un demiurgo era, pues, un maestro; maestro de obra, y maestro enseñante.
Demiourgos era sinónimo de technites: sustantivo que se traduce por carpintero, más concretamente, por fabricante de armaduras (cabios, vigas, pilares) de madera, necesarias, por ejemplo, en la construcción de navíos y de edificios de cierto tamaño, como los templos arcaicos, siempre de madera. Entre los técnicos destacaban, sobremanera, los architectai (los maestros de obra, de bien ejecutadas construcciones) y, metafóricamente, los que manejaban la techne politike: eran quienes proporcionaban los andamiajes para la práctica del arte política, es decir, de las discusiones sobre las reglas de la vida pública o en colectividad que acontecían en las asambleas comunitarias. Lo que construían los technitai, por tanto, tenía la solidez y la simplicidad de un pilar fundacional, de un eje alrededor del cual se ordenaba el mundo.
Si los demiurgoi hubieran sido tan repudiables, no se entiende que existieran divinidades artesanas, altamente valoradas en Atenas. Así, la diosa protectora de Atenas era Atenea, diosa guerrera, pero también hacendosa; era la "patrona" de los carpinteros y los tejedores. Por otro lado, si el acrópolis de Atenas estaba dedicado a esta diosa, el ágora de Atenas se honraba con la presencia de un templo, que aún existe, bien conservado, dedicado a Hefesto. Ocurre que Hefesto era el dios de la forja. Fabricaba armas, joyas y autómatas. Los dioses no hubieran podido vivir sin él. Es cierto que Hefesto no moraba en o alto del Olimpo, debido, no tanto a su deficiencia física, sino al hecho, bien comprensible, que una forja, en cuyo centro arde un fuego considerable, no puede ubicarse en medio de viviendas o palacios. El que Hefesto viviera apartado del resto de los dioses no era óbice para que hubiera sido el padre del primer rey de Atenas, nacido, en los orígenes de los tiempos, de la misma diosa-madre tierra, Gea. Sin Apolo, las artes edilicias (la arquitectura y el urbanismo) no existirían. El primer constructor, en los albores del mundo, cuando no estaba claro si los humanos ya existían, fue, precisamente, el vencedor de monstruos -símbolos de falta de mesura o medida-, el dios Apolo.
La cerámica era practicada por una divinidad: Prometeo; las labores agrícolas estaban al cuidado de la diosa Démeter, o de su hijo Triptolemo.
Las labores artesanas eran, así, dignas de los dioses. Éstos no se rebajaban o se avergonzaban de practicarlas. La artesanía era una invención divina, cuyas distintas reglas fueron trasmitidas a los seres humanos.
El mismo Platón organizó tanto la ciudad ideal como enunció las reglas que debieran aplicarse a la hora de fundar ciudades. En ambos casos, pensó en un espacio, social y espacial, para los artesanos. Éstos tenían, pues, cabida en la ciudad.
Por tanto, Platón distinguía entre artistas y artesanos. Los primeros practicaban lo que hoy llamaríamos las bellas artes (teatro, poesía, música, pintura, escultura) : eran los banausoi, artesanos, sin duda, pero que obraban obras cuya única función era satisfacer el gusto del público; adulaban, embelesaban. Creaban obras de dudoso gusto, vulgares e innecesarias. No ocurría lo mismo con los "auténticos" artesanos (los carpinteros, las tejedoras, los ceramistas, los herreros, etc.), hacedores de obras sin las que el ser humano no alcanzaba a ser humano, puesto que solo con objetos artesanos -armas, apeos, etc.- podía cultivar la naturaleza, domesticarla, a fin de poder instalarse en su seno sin sufrir daños o agresiones del entorno.
La diferencia radicaba en que los artistas creaban obras relacionadas con los sentidos de la vista y el oído. Toda vez que el buen funcionamiento de la ciudad (la polis) requería la activa presencia de estos sentidos, con los que los ciudadanos sabían los unos de los otros, y podían así dialogar, viéndose las caras y escuchando los argumentos u opiniones de los demás, todo y todos los que distraían tenían que estar proscritos, como así ocurría con los que creaban ilusiones, los artistas plásticos, según Platón.
Por el contrario, los artesanos componían objetos relacionados con el tacto. Los objetos que manufacturaban se podían agarrar. Se les podía "echar la mano encima". Ofrecían un "buen" o correcto agarre. La mano no se cerraba, cogiendo aire o luz, cuando se pensaba asir fuertemente un ente.
Puede sorprender esta defensa del tacto, en detrimento de la vista o el oído, y del objeto ante la idea. Sin embargo, el término eidos, en la Grecia antigua, que se suele traducir por idea, no significaba lo que hoy idea designa. Un eidos era algo sólido, firme, constante, por tanto opuesto a la inaprehensibilidad, la evanescencia de las ilusiones ópticas. Pero un eidos era material. Eidos significaba forma; forma característica, propia, permanente o pedurable, es decir, no sometida a los vaivenes de la moda, los caprichos del creador, y los efectos escenográficos y lumínicos. La idea era lo tectónico: lo que se dejaba coger, lo que no engañaba. Un eidos ponía de acuerdo la vista con el tacto. Era lo que parecía. Sus contornos -su forma, en suma- eran nítidos. Se mostraba tal cual, tal como era. Era lo que parecía. No existía un desajuste entre el parecer y el ser. Un eidos, así, se mostraba como un sólido y certero oponente. ofrecía resistencia. Era como la forma, ante el ser humano, a una distancia adecuada, discutiera con él. Por otra parte, aportaba un bien. Mejoraba el gesto, ayudaba al ser humano a relacionarse mejor y más cómodamente con el entorno. Daba sentido al gesto. El ser humano no daba golpes en el aire, palos de ciego. Su gesto tenía una finalidad. Lograba lo que se proponía. El objetó mediaba entre el ser humano y lo que éste perseguía. Encauzaba su voluntad. Su acción no moría en el vacío.
Se puede pensar que las estatuas, a diferencia que las pinturas y los juegos de luz, las palabras y los sonidos, eran materiales, y por tanto, podían ser tocadas. Sin embargo, bien se sabe que una estatua solo tiene sentido si es apreciada desde lejos.
Es precisamente la necesaria lejanía entre el usuario -el ciudadano- y la obra lo que Platón condenaba. Las ilusiones estaban demasiados alejadas. Se tenían que ver desde demasiado lejos. No satisfacían necesidades inmediatas. Las obras útiles tenían que ser cercanas a los humanos; cálidas, próximas; humanas, en suma. No hacían creer a los ciudadanos en realidades lejanas, es decir, invisibles y, por tanto, peligrosas, lejos de la mesura y contención necesarias en una ciudad bien organizada. Las bellas artes no eran (unos) útiles. Ésta su inutilidad era lo que las convertía en perniciosas, y obligaba a condenar a sus ejecutantes.
Ésta su inutilidad es, precisamente, lo que las convirtió, a partir del siglo XVIII, en algo "necesario", distinto de y superior a las simples y "honestas" obras artesanas. Definitivamente, con el auge de la técnica, a partir del siglo de las Luces, se defendió la necesidad de las artes ilusionistas. En algo había que soñar, satisfechas las necesidades básicas, y ante la agresividad de la máquina y las reglas maquinales. Éstas, las imágenes (de la pintura al cine), eran las podían satisfacer el espíritu. La comunidad se había disuelto. Primaba, y sigue primando, la individualidad, o el ensimismamiento.
lunes, 16 de septiembre de 2013
La ciudad (la "polis") en la Grecia antigua
La definición de la ciudad o ciudad-estado (polis) que Aristóteles, en La política, ofrece es clara: una polis es un espacio donde todo y todos están a la vista de todos: "la importancia óptima de una polis se alcanza cuando la mayoría se basta a sí misma y cada uno puede vivir a la vista de los demás."
Se trata de una comunidad. En ésta la vista alcanza a ver o vislumbrar a todos cuanto la componen. Una polis no es tanto un conjunto de edificios cuanto de ciudadanos -en la polis no se cuentan a esclavos, niños y mujeres; tampoco a extranjeros. En cuanto al estatuto de los metecos (griegos -ciudadanos- de otra polis, de paso por una ciudad) es ambiguo.
Para un griego antiguo, solo cuenta el mundo visible; el invisible es inquietante, o terrible, y no es apreciado. Los dioses son invisibles, y por eso se les teme; cuando una divinidad quiere ser escuchada por un humano, se hace visible bajo la forma de un conocido. Así, al menos, acontece en los textos de Homero.
El universo visible es el mundo de los vivientes. Un ser vivo se distingue de un muerto (y de una persona que duerme, que es parecida a un cadáver) porque tiene los ojos abiertos y ve. El órgano de la vista alcanza todo lo que tiene que ser tenido en consideración, lo que afecta para bien a la vida de cada uno. Lo y los que se pueden ser son aquello y aquéllos con los que uno tiene que relacionarse; es decir, con los que se puede formar una comunidad.
Esta comunidad tiene sentido, es posible, porque los ciudadanos pueden verse las caras. Lo que piensan se trasluce en su mirada. De un golpe de vista pueden reconocerse, y sentirse partícipes de una misma comunidad.
La necesaria visibilidad de lo vital implicaba que las ciudades eran el espacio más adecuado para la vida: Tenían que ser, como así eran, en efecto, ciudades de tamaño medio. Las propiedades aisladas, y las ciudades desmesuradas, como Babilonia, eran proscritas o temidas: en el campo, no se alcanzan a ver las granjas de los alrededores. El hábitat denso era el más favorable a la concepción de la vida griega. Los eremitas, los solitarios, no tenían cabida en el imaginario griego.
La importancia de la visibilidad, la exposición a la vista de todos de cada uno de los miembros de una colectividad se traduce espacialmente. Aunque no ocurriera en las ciudades de la Grecia continental, que, puesto que derivaban de poblados neolíticos o de la Edad de bronce, poseían una trama de calles laberíntica, semejante a la que tendrá la ciudad romana, árabe y medieval en Europa, las colonias griegas, fundadas en las costas occidentales mediterráneas, se planificaban a partir de una trama regular de calles ortogonales que delimitaban parcelas rectangulares o cuadradas. De este modo, nada interrumpía el rayo que emanaba del ojo, o que, comunicado por las cosas y las personas expuestas a la vista, alcanzaba el ojo de quien miraba. Rayo y calle poseían una misma estructura geométrica. Las calles eran conductos por los que se circulaba cómodamente y sin perderse, y canales que conducían los rayos oculares. Rápida, rectamente.
Platón (en el diálogo Protágoras) había comentado que una comunidad (una polis) tenía que ser un lugar donde cualquier ciudadano pudiera expresar su "punto de vista", es decir, su opinión sobre los temas que afectaban la vida de la ciudad o, mejor dicho, de los ciudadanos: "si se tiene que deliberar acerca de un tema que exige sabiduría política (...), se escucha la opinión de todos, pues se considera que cada uno tiene que poseer una parcela de esa virtud; sino, la polis no existiría". La política era el arte de debatir sobre la vida en común. Los debates tenían lugar en asambleas -las que regían la organización cívica. Se trataba de organizaciones donde los ciudadanos (libres) hablaban y escuchaban. La palabra emitida y percibida definía, por tanto, a una comunidad. Ésta era un espacio donde se podía hablar -discutir- sin gritar; es decir, donde los ciudadanos estaban a una distancia tal que se podían mirar y escuchar.
El espacio propio de la palabra, en Atenas, era el Pnyx. Éste se ubicaba en las estribaciones del acrópolis, al pie del Partenón. Se trataba de un espacio descubierto. Comprendía gradas adosadas contra la ladera, dispuestas en semi-círculo, como en un teatro. Se dialogaba a plena luz del día, en el exterior, ante cualquier ciudadano que quisiera asistir a las reuniones. Nada se escondía. Esta puesta en escena de los debates políticos -que concernían el bien común, en los que se sometía a la opinión de los miembros de la asamblea en qué consistía dicho bien- se reflejaba en las representaciones teatrales. Éstas formaban parte de los rituales en honor de Dioniso. El texto de las tragedias analizaba la suerte de los héroes, y la bondad de sus acciones, consideradas modélicas -que servían tanto de modelo cuanto de espejo de la vida política urbana. Mas el quehacer de los héroes -como las crueles o sórdidas acciones de Agamenón y Clitemnestra, la venganza de Medea, los crímenes de Edipo, etc.- no se exaltaba: se exponía y se discutía. Quien interrogaba a los héroes era el coro. Éste representaba a la ciudad. La discusión que se establecía seguía el modelo de los debates políticos y judiciales. Se estudiaba la virtud del comportamiento heroico. El coro, que juzgaba lo que los héroes emprendía, estaba constituido, muy a menudo, por mujeres. Éstas no tenían voz en la ciudad. No podían participar en las asambleas públicas; no les estaba permitido tener una vida pública. No formaban parte de la comunidad; pero sí del coro. Eso no disminuía el valor de lo que el coro enunciaba; es cierto que el coro no podía torcer el hado, ni tenía el poder de influir en las decisiones de los héroes; pero sus opiniones reflejaban lo que los ciudadanos pensaban. De este modo, el teatro, a través de la presencia activa del coro, daba voz a los que no tenían voz ni voto: las mujeres, De algún modo, éstas expresaban sus opiniones políticas -sus opiniones sobre los modelos de actuación de la ciudad- a través del coro, esencial en la representación teatral. Sin éste, las acciones de los héroes no habrían tenido eco alguno; no habrían llegado a los ciudadanos.
La voz, y no solo la vista, era, por tanto, lo que trazaba los límites y la trama urbana. Ésta se tenía que disponer de tal manera que las noticias, los edictos pudieran circular fácilmente; donde cualquier decisión pudiera ser escuchada y leída.
En verdad, toda vez que la cultura de la Grecia antigua, toda y la importancia de la escritura -la mayoría de los ciudadanos sabían leer y escribir-, era una cultura oral, la perfecta audición era un requisito para una buena comunidad. La ciudad, así, actuaba como caja de resonancia. Amplificaba lo que se decía, y ofrecía, al mismo tiempo, una perfecta visibilidad de los actos o los gestos realizados. Todo acontecía a la vista de todos. Todo se decía en voz alta. No cabían, en principio, el secretismo, las reuniones a escondidas, propias de regímenes personalizados (monárquicos, imperiales, dictatoriales), como ocurría en el Egipto faraónico y en las monarquías e imperios mesopotámicos. Ni siquiera en las monarquías helenísticas se perdió del todo la importancia de poder expresarse claramente, diciendo y mostrando lo que uno pensaba. Libertad que solo cabía en la ciudad, el seno de una comunidad comedida.
Un ser humano era un ciudadano. Fuera de la ciudad solo cabían salvajes, incivilizados, bárbaros. El ser humano, esto es, el ser cívico, era el que tenía todo a la vista, el que gozaba del espectáculo de las cosas y las gentes, con las que podía interactuar y dialogar. La ciudad constituía el marco que permitía estas relaciones entre iguales. Éstos tenían que aprender a escucharse y a mostrase. Tal como eran, poniendo sobre la mesa lo que pensaban. Pues eran lo que pensaban. Los gestos y la voz los delataban: expresaban lo que, o cómo eran. Y podían ser ellos mismos solo en la ciudad. La ciudad, como escribió Aristóteles, los hacía. Es decir, les permitía relacionarse sin matarse, los permitía comportarse, o ser, humanos.
¿Qué ha quedado de estas consideraciones?
Se trata de una comunidad. En ésta la vista alcanza a ver o vislumbrar a todos cuanto la componen. Una polis no es tanto un conjunto de edificios cuanto de ciudadanos -en la polis no se cuentan a esclavos, niños y mujeres; tampoco a extranjeros. En cuanto al estatuto de los metecos (griegos -ciudadanos- de otra polis, de paso por una ciudad) es ambiguo.
Para un griego antiguo, solo cuenta el mundo visible; el invisible es inquietante, o terrible, y no es apreciado. Los dioses son invisibles, y por eso se les teme; cuando una divinidad quiere ser escuchada por un humano, se hace visible bajo la forma de un conocido. Así, al menos, acontece en los textos de Homero.
El universo visible es el mundo de los vivientes. Un ser vivo se distingue de un muerto (y de una persona que duerme, que es parecida a un cadáver) porque tiene los ojos abiertos y ve. El órgano de la vista alcanza todo lo que tiene que ser tenido en consideración, lo que afecta para bien a la vida de cada uno. Lo y los que se pueden ser son aquello y aquéllos con los que uno tiene que relacionarse; es decir, con los que se puede formar una comunidad.
Esta comunidad tiene sentido, es posible, porque los ciudadanos pueden verse las caras. Lo que piensan se trasluce en su mirada. De un golpe de vista pueden reconocerse, y sentirse partícipes de una misma comunidad.
La necesaria visibilidad de lo vital implicaba que las ciudades eran el espacio más adecuado para la vida: Tenían que ser, como así eran, en efecto, ciudades de tamaño medio. Las propiedades aisladas, y las ciudades desmesuradas, como Babilonia, eran proscritas o temidas: en el campo, no se alcanzan a ver las granjas de los alrededores. El hábitat denso era el más favorable a la concepción de la vida griega. Los eremitas, los solitarios, no tenían cabida en el imaginario griego.
La importancia de la visibilidad, la exposición a la vista de todos de cada uno de los miembros de una colectividad se traduce espacialmente. Aunque no ocurriera en las ciudades de la Grecia continental, que, puesto que derivaban de poblados neolíticos o de la Edad de bronce, poseían una trama de calles laberíntica, semejante a la que tendrá la ciudad romana, árabe y medieval en Europa, las colonias griegas, fundadas en las costas occidentales mediterráneas, se planificaban a partir de una trama regular de calles ortogonales que delimitaban parcelas rectangulares o cuadradas. De este modo, nada interrumpía el rayo que emanaba del ojo, o que, comunicado por las cosas y las personas expuestas a la vista, alcanzaba el ojo de quien miraba. Rayo y calle poseían una misma estructura geométrica. Las calles eran conductos por los que se circulaba cómodamente y sin perderse, y canales que conducían los rayos oculares. Rápida, rectamente.
Platón (en el diálogo Protágoras) había comentado que una comunidad (una polis) tenía que ser un lugar donde cualquier ciudadano pudiera expresar su "punto de vista", es decir, su opinión sobre los temas que afectaban la vida de la ciudad o, mejor dicho, de los ciudadanos: "si se tiene que deliberar acerca de un tema que exige sabiduría política (...), se escucha la opinión de todos, pues se considera que cada uno tiene que poseer una parcela de esa virtud; sino, la polis no existiría". La política era el arte de debatir sobre la vida en común. Los debates tenían lugar en asambleas -las que regían la organización cívica. Se trataba de organizaciones donde los ciudadanos (libres) hablaban y escuchaban. La palabra emitida y percibida definía, por tanto, a una comunidad. Ésta era un espacio donde se podía hablar -discutir- sin gritar; es decir, donde los ciudadanos estaban a una distancia tal que se podían mirar y escuchar.
El espacio propio de la palabra, en Atenas, era el Pnyx. Éste se ubicaba en las estribaciones del acrópolis, al pie del Partenón. Se trataba de un espacio descubierto. Comprendía gradas adosadas contra la ladera, dispuestas en semi-círculo, como en un teatro. Se dialogaba a plena luz del día, en el exterior, ante cualquier ciudadano que quisiera asistir a las reuniones. Nada se escondía. Esta puesta en escena de los debates políticos -que concernían el bien común, en los que se sometía a la opinión de los miembros de la asamblea en qué consistía dicho bien- se reflejaba en las representaciones teatrales. Éstas formaban parte de los rituales en honor de Dioniso. El texto de las tragedias analizaba la suerte de los héroes, y la bondad de sus acciones, consideradas modélicas -que servían tanto de modelo cuanto de espejo de la vida política urbana. Mas el quehacer de los héroes -como las crueles o sórdidas acciones de Agamenón y Clitemnestra, la venganza de Medea, los crímenes de Edipo, etc.- no se exaltaba: se exponía y se discutía. Quien interrogaba a los héroes era el coro. Éste representaba a la ciudad. La discusión que se establecía seguía el modelo de los debates políticos y judiciales. Se estudiaba la virtud del comportamiento heroico. El coro, que juzgaba lo que los héroes emprendía, estaba constituido, muy a menudo, por mujeres. Éstas no tenían voz en la ciudad. No podían participar en las asambleas públicas; no les estaba permitido tener una vida pública. No formaban parte de la comunidad; pero sí del coro. Eso no disminuía el valor de lo que el coro enunciaba; es cierto que el coro no podía torcer el hado, ni tenía el poder de influir en las decisiones de los héroes; pero sus opiniones reflejaban lo que los ciudadanos pensaban. De este modo, el teatro, a través de la presencia activa del coro, daba voz a los que no tenían voz ni voto: las mujeres, De algún modo, éstas expresaban sus opiniones políticas -sus opiniones sobre los modelos de actuación de la ciudad- a través del coro, esencial en la representación teatral. Sin éste, las acciones de los héroes no habrían tenido eco alguno; no habrían llegado a los ciudadanos.
La voz, y no solo la vista, era, por tanto, lo que trazaba los límites y la trama urbana. Ésta se tenía que disponer de tal manera que las noticias, los edictos pudieran circular fácilmente; donde cualquier decisión pudiera ser escuchada y leída.
En verdad, toda vez que la cultura de la Grecia antigua, toda y la importancia de la escritura -la mayoría de los ciudadanos sabían leer y escribir-, era una cultura oral, la perfecta audición era un requisito para una buena comunidad. La ciudad, así, actuaba como caja de resonancia. Amplificaba lo que se decía, y ofrecía, al mismo tiempo, una perfecta visibilidad de los actos o los gestos realizados. Todo acontecía a la vista de todos. Todo se decía en voz alta. No cabían, en principio, el secretismo, las reuniones a escondidas, propias de regímenes personalizados (monárquicos, imperiales, dictatoriales), como ocurría en el Egipto faraónico y en las monarquías e imperios mesopotámicos. Ni siquiera en las monarquías helenísticas se perdió del todo la importancia de poder expresarse claramente, diciendo y mostrando lo que uno pensaba. Libertad que solo cabía en la ciudad, el seno de una comunidad comedida.
Un ser humano era un ciudadano. Fuera de la ciudad solo cabían salvajes, incivilizados, bárbaros. El ser humano, esto es, el ser cívico, era el que tenía todo a la vista, el que gozaba del espectáculo de las cosas y las gentes, con las que podía interactuar y dialogar. La ciudad constituía el marco que permitía estas relaciones entre iguales. Éstos tenían que aprender a escucharse y a mostrase. Tal como eran, poniendo sobre la mesa lo que pensaban. Pues eran lo que pensaban. Los gestos y la voz los delataban: expresaban lo que, o cómo eran. Y podían ser ellos mismos solo en la ciudad. La ciudad, como escribió Aristóteles, los hacía. Es decir, les permitía relacionarse sin matarse, los permitía comportarse, o ser, humanos.
¿Qué ha quedado de estas consideraciones?
domingo, 15 de septiembre de 2013
ANSELM KIEFER (1945): CRECIENTE FÉRTIL (2009)
Conjunto de pinturas matéricas recientes, de Kiefer, de gran tamaño, sobre las secretas correspondencias que unen, según el pintor, las fabricas de ladrillo en la India, extraídos de hornos al aire libre, las ciudades y monumentos mesopotámicos, construidos con ladrillos de adobe, y derruidos o sepultados, y las ruinas de las urbes alemanas, desperdigadas por el territorio, tras la Segunda Guerra Mundial.
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