Pese a que Platón (o Sócrates) reconociera estar fascinado por la poesía de Homero, y que Sócrates , condenado a muerte,dedicara los últimos momentos de su vida recogido leyendo al padre de los poetas griegos, es conocida la inquina de Platón para con los artistas.
No solo se burlaba de los poetas, que no sabían lo que decían cuando declamaban inspirados, poseídos por alguna fuerza sobrenatural, y los rechazaba -o rechazaba sus obras-, sino que llegaría a pedir el destierro o la pena de muerte para aquéllos. Los artistas no tenían cabida en la ciudad platónica.
Sin embargo, cabría leer atentamente los comentarios de Platón.
Es cierto que, comparados con el filósofo, en contacto con la luz o las ideas, el carpintero que labraba un objeto de madera, y el pintor que imitaba dicho objeto en una pintura, tenían, según Platón, muy poco qué decir, y sufrían de la comparación: eran unos incultos que no sabían qué hacían, ni porqué obraban, sobre todo el pintor que no necesitaba saber cómo había sido montado el objeto que imitaba, ni para qué sirvía, para reproducirlo plásticamente.
El término más habitual con el que Platón, al igual que los autores de la Grecia antigua, designaban a los artesanos, era demiourgos: demiurgo.
Un demiurgo era un hacedor, alguien capaz de producir un objeto, un fin según ciertos principios. El término demiurgo, que hoy, designa a una divinidad creadora y, por tanto, se aplica a un supremo creador, tenía, en Grecia dos matices distintos. Por un lado, nombrada al simple artesano, pero, por otro, se utilizaba, como Platón hacía, para referirse al Divino Creador: En el Timeo, el Ente Creador era el Demiurgo. Y demiurgoi eran los educadores de ciudadanos: lograban transformar a los humanos en civiles. Un demiurgo era, pues, un maestro; maestro de obra, y maestro enseñante.
Demiourgos era sinónimo de technites: sustantivo que se traduce por carpintero, más concretamente, por fabricante de armaduras (cabios, vigas, pilares) de madera, necesarias, por ejemplo, en la construcción de navíos y de edificios de cierto tamaño, como los templos arcaicos, siempre de madera. Entre los técnicos destacaban, sobremanera, los architectai (los maestros de obra, de bien ejecutadas construcciones) y, metafóricamente, los que manejaban la techne politike: eran quienes proporcionaban los andamiajes para la práctica del arte política, es decir, de las discusiones sobre las reglas de la vida pública o en colectividad que acontecían en las asambleas comunitarias. Lo que construían los technitai, por tanto, tenía la solidez y la simplicidad de un pilar fundacional, de un eje alrededor del cual se ordenaba el mundo.
Si los demiurgoi hubieran sido tan repudiables, no se entiende que existieran divinidades artesanas, altamente valoradas en Atenas. Así, la diosa protectora de Atenas era Atenea, diosa guerrera, pero también hacendosa; era la "patrona" de los carpinteros y los tejedores. Por otro lado, si el acrópolis de Atenas estaba dedicado a esta diosa, el ágora de Atenas se honraba con la presencia de un templo, que aún existe, bien conservado, dedicado a Hefesto. Ocurre que Hefesto era el dios de la forja. Fabricaba armas, joyas y autómatas. Los dioses no hubieran podido vivir sin él. Es cierto que Hefesto no moraba en o alto del Olimpo, debido, no tanto a su deficiencia física, sino al hecho, bien comprensible, que una forja, en cuyo centro arde un fuego considerable, no puede ubicarse en medio de viviendas o palacios. El que Hefesto viviera apartado del resto de los dioses no era óbice para que hubiera sido el padre del primer rey de Atenas, nacido, en los orígenes de los tiempos, de la misma diosa-madre tierra, Gea. Sin Apolo, las artes edilicias (la arquitectura y el urbanismo) no existirían. El primer constructor, en los albores del mundo, cuando no estaba claro si los humanos ya existían, fue, precisamente, el vencedor de monstruos -símbolos de falta de mesura o medida-, el dios Apolo.
La cerámica era practicada por una divinidad: Prometeo; las labores agrícolas estaban al cuidado de la diosa Démeter, o de su hijo Triptolemo.
Las labores artesanas eran, así, dignas de los dioses. Éstos no se rebajaban o se avergonzaban de practicarlas. La artesanía era una invención divina, cuyas distintas reglas fueron trasmitidas a los seres humanos.
El mismo Platón organizó tanto la ciudad ideal como enunció las reglas que debieran aplicarse a la hora de fundar ciudades. En ambos casos, pensó en un espacio, social y espacial, para los artesanos. Éstos tenían, pues, cabida en la ciudad.
Por tanto, Platón distinguía entre artistas y artesanos. Los primeros practicaban lo que hoy llamaríamos las bellas artes (teatro, poesía, música, pintura, escultura) : eran los banausoi, artesanos, sin duda, pero que obraban obras cuya única función era satisfacer el gusto del público; adulaban, embelesaban. Creaban obras de dudoso gusto, vulgares e innecesarias. No ocurría lo mismo con los "auténticos" artesanos (los carpinteros, las tejedoras, los ceramistas, los herreros, etc.), hacedores de obras sin las que el ser humano no alcanzaba a ser humano, puesto que solo con objetos artesanos -armas, apeos, etc.- podía cultivar la naturaleza, domesticarla, a fin de poder instalarse en su seno sin sufrir daños o agresiones del entorno.
La diferencia radicaba en que los artistas creaban obras relacionadas con los sentidos de la vista y el oído. Toda vez que el buen funcionamiento de la ciudad (la polis) requería la activa presencia de estos sentidos, con los que los ciudadanos sabían los unos de los otros, y podían así dialogar, viéndose las caras y escuchando los argumentos u opiniones de los demás, todo y todos los que distraían tenían que estar proscritos, como así ocurría con los que creaban ilusiones, los artistas plásticos, según Platón.
Por el contrario, los artesanos componían objetos relacionados con el tacto. Los objetos que manufacturaban se podían agarrar. Se les podía "echar la mano encima". Ofrecían un "buen" o correcto agarre. La mano no se cerraba, cogiendo aire o luz, cuando se pensaba asir fuertemente un ente.
Puede sorprender esta defensa del tacto, en detrimento de la vista o el oído, y del objeto ante la idea. Sin embargo, el término eidos, en la Grecia antigua, que se suele traducir por idea, no significaba lo que hoy idea designa. Un eidos era algo sólido, firme, constante, por tanto opuesto a la inaprehensibilidad, la evanescencia de las ilusiones ópticas. Pero un eidos era material. Eidos significaba forma; forma característica, propia, permanente o pedurable, es decir, no sometida a los vaivenes de la moda, los caprichos del creador, y los efectos escenográficos y lumínicos. La idea era lo tectónico: lo que se dejaba coger, lo que no engañaba. Un eidos ponía de acuerdo la vista con el tacto. Era lo que parecía. Sus contornos -su forma, en suma- eran nítidos. Se mostraba tal cual, tal como era. Era lo que parecía. No existía un desajuste entre el parecer y el ser. Un eidos, así, se mostraba como un sólido y certero oponente. ofrecía resistencia. Era como la forma, ante el ser humano, a una distancia adecuada, discutiera con él. Por otra parte, aportaba un bien. Mejoraba el gesto, ayudaba al ser humano a relacionarse mejor y más cómodamente con el entorno. Daba sentido al gesto. El ser humano no daba golpes en el aire, palos de ciego. Su gesto tenía una finalidad. Lograba lo que se proponía. El objetó mediaba entre el ser humano y lo que éste perseguía. Encauzaba su voluntad. Su acción no moría en el vacío.
Se puede pensar que las estatuas, a diferencia que las pinturas y los juegos de luz, las palabras y los sonidos, eran materiales, y por tanto, podían ser tocadas. Sin embargo, bien se sabe que una estatua solo tiene sentido si es apreciada desde lejos.
Es precisamente la necesaria lejanía entre el usuario -el ciudadano- y la obra lo que Platón condenaba. Las ilusiones estaban demasiados alejadas. Se tenían que ver desde demasiado lejos. No satisfacían necesidades inmediatas. Las obras útiles tenían que ser cercanas a los humanos; cálidas, próximas; humanas, en suma. No hacían creer a los ciudadanos en realidades lejanas, es decir, invisibles y, por tanto, peligrosas, lejos de la mesura y contención necesarias en una ciudad bien organizada. Las bellas artes no eran (unos) útiles. Ésta su inutilidad era lo que las convertía en perniciosas, y obligaba a condenar a sus ejecutantes.
Ésta su inutilidad es, precisamente, lo que las convirtió, a partir del siglo XVIII, en algo "necesario", distinto de y superior a las simples y "honestas" obras artesanas. Definitivamente, con el auge de la técnica, a partir del siglo de las Luces, se defendió la necesidad de las artes ilusionistas. En algo había que soñar, satisfechas las necesidades básicas, y ante la agresividad de la máquina y las reglas maquinales. Éstas, las imágenes (de la pintura al cine), eran las podían satisfacer el espíritu. La comunidad se había disuelto. Primaba, y sigue primando, la individualidad, o el ensimismamiento.
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Buenas tardes,
ResponderEliminarMuy interesante el artículo.
¡Cuanto se aprende del mundo antiguo! Las culturas y tradiciones de los pueblos del mediterráneo poco han variado; más bien se han ido adaptando hasta nuestros días.
Muchas gracias por compartir,
Saludos
Esther
¡Gracias!
ResponderEliminarAun sabemos -al menos yo- poco de la vida cotidiana en la Grecia del siglo V, por ejemplo. Incluso los mismos textos no tienen porqué reflejar lo que pensaban. A veces, las obras parecen sugerir opiniones o actitudes distintas.¿Despreciaban a los artesanos? Sin duda, los aristócratas, sobre todo, quienes eran los que dirigían.
Lo poco conocido de este mundo es fascinante!
EliminarNo es de extrañar, sobretodo los aristocrátas, que despreciesen a los artesanos ya que éstos, poseedores de dones artísticos y creativos conocedores de los saberes de la naturaleza, eran y son capaces de crear como los propios dioses siendo mortales. Por eso un dios y/o una diosa los admiraban -seguro enseñaban- y protegían. A la aristocrácia -a parte de dirigir- solo le quedaba admirar la belleza realizada de la mano hacedora de los artesanos.
Saludos,
Esther
El menosprecio de los artesanos -no de la artesanía- se descubre sobre todo en Platón. Pero la república que Platón defendía era aristocrática. Aunque, sin duda, la democracia ateniense también daba primacía a los aristócratas, aunque éstos no pudieran gobernar solos. Personas como Pericles, estratega -militar- y no político, ciertamente, procedía de una familia acomodada, al igual que la mayoría de los grandes políticos, ya que no se cobraba por ejercer una función pública.
ResponderEliminarDebía existir un cierto desprecio por el trabajo manual
La polis griega muestra una clara y evidente división de la población en diferentes clases sociales viviendo y trabajando conjuntamente.
ResponderEliminarTodo un conjunto muy bien organizado y cada uno ejerciendo su papel exigido o escogido. Pero las obligaciones y quehaceres aun pareciendo diferentes, comparten un punto en común: al Arte en si, es decir, aun etiquetando los oficios y clasificando a las personas según el nivel de riqueza, cada función da diferentes perspectivas necesarias y compatibles entre si. Entonces, ¿porque menospreciarse entre los unos y los otros?
El desprecio del artesano en Grecia es, en efecto, sorprendente, sobre todo porque la artesanía, el hacer humano, sí es admirado, y porqué, en tiempos pretéritos, los artesanos eran considerados unos magos, temibles y admirados.
ResponderEliminarSe ve que la excelencia reposaba en el manejo de las armas. Los aristócratas -y la sociedad griega, incluso democrática, era aristocrática- manifestaban su valor en la guerra. Una lucha heroica y solitaria, al principio, y en formación, posteriormente, es decir colectiva. Pero una acción en que se ponía en evidencia la agilidad física y mental, la estrategia. Por el contrario, los artesanos trabajaban aislados y encerrados. Este secretismo, esta falta de visibilidad, era pernicioso.
Por otra parte, el trabajo manual era despreciado, mientras que en el manejo de las armas se mostraba destreza, sin duda, pero también o sobre todo, agudeza.
Muchas gracias por el oportuno comentario.