Fotos: Tocho, Los Ángeles (EEUU), noviembre de 2014
Una acústica perfecta, que solo amplifica las frecuencias de la voz humana, un jardín umbrío a un lado del edificio, estrechos caminos sinuosos y escaleras que se abren paso entre los hinchados volúmenes y las cubiertas de titanio cuyas caras internas están pulidas como un espejo mientras que las que miran al exterior tuvieron que ser posteriormente arenadas -a causa de los excesivos y deslumbrantes reflejos que causaba, amén del calor que desprendía-, compensan o contrastan con las imperfectas lamas de titanio y sus uniones que dan la extraña sensación que el edificio es un cuerpo maquillado de metal -más que envuelto o defendido por él-, un cuerpo que se retuerce por fuera -las metáforas van y vienen, un tanto mecánicamente, desde conchas hasta peces-, pero que, por dentro, acoge espacios pobremente articulados, lastrados por demasiadas áreas de pasos perdidos, alrededor de un auditorio en el que, curiosamente, pese a la perfecta visión y acústica, uno no acaba de encontrarse bien, quizá por las agresivas costillas expresionistas del escenario, tendidas como dedos nervados y secos -aunque esta impresión subjetiva no tiene porqué ser compartida.
Si un buen arquitecto, un arquitecto atento se revela en el cuidado en los detalles, en cierta sumisión y desprendimiento, cierta generosidad con ellos, Gehry, ante los zócalos torpes, las sillas vulgares, los sillones tapizados de azul gris, sobre una moqueta floreada, dignos de un almacén al por mayor (pese a su precio, sin duda), no lo es.
En verdad, el austero auditorio vecino, llamado pabellón Dorothy Chandler, del poco conocido arquitecto californiano Welton Becket (1902-1969), de principios de los años sesenta, es más digno, menos hinchado y menos pretencioso. Y menos fotogénico.
Las consideraciones sobre la acústica del edificio (sala, zonas adyacentes y teatro exterior) son de Joan Borrell, especialista en sonido