Sala inmensa y vacía, sin tabicar, de paredes perimetrales blancas, delgadas columnas metálicas levemente ornamentadas, y un suelo de hormigón. En el centro la imponente estatua manierista blanca de Moisés, de Miguel Ángel, el gran escultor que tallaba el mármol personalmente. De su cabeza despuntan dos cuernos que son dos rayos, y la extraña posición de la pierna musculada doblada con el pie apoyado en el suelo pero el fuerte talón levantando, sugiere que Moisés está a punto de alzarse. Sin duda, empequeñecerá la sala. La imagen es poderosa. Moisés en un patriarca, la voz del dios invisible, que media entre el cielo y los mortales.
Por una estrecha puerta entreabierta, al fondo de la estancia, entra una mujer. parece una sombra desdibujada, apenas perceptible. Se acerca. Y crece. Lleva un ajustado vestido morado; el pelo recogido en una coleta, la cara lavada. Blande una maza.
Se acerca a la estatua. Ésta, aun sentada, la domina. La mujer acaricia un descomunal brazo de Moisés, en el que destacan nervios tensados y venas a flor de piel.
De pronto se sube a la espalda de Moisés. Lo domina. La cabeza de Moisés se encuentra a la altura del regazo. Alza el mazo.
Desde el suelo, tensa, sudorosa, emitiendo un grito, empuña de nuevo el pesado martillo y golpea el brazo que antes había acariciado. Una vez, dos veces. El brazo de desprende. Y es ahora la cabeza la que salta por los aires y se estrella partiéndose en varias bloques desfigurados.
Moisés ya no es Moisés. Manco, decapitado, ya no es sino un bloque informe, en medio de las salpicaduras que cubre el suelo gris.
Cristina Lucas (1973) -una de las artistas españolas actuales cuya obra intriga, y que juega, sí juega, con ideas trascendentes, que de pronto se vuelven vivas, cercanas, en sus acciones, que expresa sin levantar la voz- no atentó contra la obra de Miguel Ángel, sino contra Moisés -o los valores que Moisés encarna para los creyentes (una intención quizá banal o risible, ciertamente). Es decir, ofreció una mirada crítica, demoledora de un monumento, un hito de las culturas occidental y oriental que han marcado el mundo moderno -y aún lo marcan en algunos países.
El gesto no era una destrucción, sino una creación: la destrucción coreografiada fue filmada en vídeo, titulado
Habla, de 2008: tal fue el grito que lanzó Miguel Ángel a la estatua tras golpearla fuertemente en la rodilla -golpe aun visible hoy, que marcó, o desfiguró para siempre la obra-. El Moisés no era el original, sino una copia en yeso; copia que existe en innumerables ejemplares.
Respiramos. El original sigue intacto -
Una maternidad (Piedad), de Miguel Ángel, en la nave de la basílica de El Vaticano, empero, sí fue salvajemente golpeada y muy dañada hace años con el mismo tipo de arma.-
Es decir, la destrucción es aceptada si no afecta a un original. Lo que valoramos es el original.
¿Qué es un original? ¿Y por qué?
Un original es una pieza que un artista reconoce como suya -la haya materializado o no- y que reconocemos como suya. Se distingue de una copia por el hecho que aparece por vez primera, o concluye, sin que se produzcan nuevas obras (sino variaciones, réplicas o copias, incluso por la mano del artista), una serie. Aparece como un ente completo e independiente; como un ser que ha adquirido plena libertad y por tanto dialoga con nosotros -o se nos impone.
Valoramos el tan manido "aura": es decir, una emanación del pasado, reciente o lejano, la capacidad por alterar el tiempo, o anularlo.
Pero eso no sucede en culturas antiguas o en culturas no occidentales. Las obras del pasado son apreciadas si siguen vivas. Lo que implica que deban ser vestidas nuevamente -como las esculturas procesionales-, lavadas incluso, acaso alimentadas; desde luego, restauradas, repintadas, cuidadas, maquilladas, para que existan como en sus inicios. El ser que albergan -o que son- a fin de imponerse. debe mantenerse inmune al tiempo; o mejor dicho, debe estar siempre presente con un aire del presente, un aspecto siempre renovado, que atestigua su capacidad de vivir eternamente en el presente.
Por el contrario, en "occidente", hoy, valoramos las piezas que no están restauradas -o en las que las restauraciones están señaladas, casi como manchas. Valoramos las piezas supervivientes del pasado, las que han vencido al tiempo. Es decir, admiramos la capacidad que tienen y que no tenemos. Porque somos mortales, buscamos los entes que no lo son.
Pero estos entes no han sido inmunes al tiempo. Lo han atravesado. Éste ha dejado huella. Son supervivientes, con todas las cicatrices. Son figuras de otro tiempo, que ya nada tienen que ver con el nuestro. Venerables, casi dotados del poder de los oráculos, súbitamente aparecen como frágiles presencias que deben ser cuidadas. Mas no esperamos nada de ellas. Las preservamos como parte de un tiempo que fue y que sabemos -y esperamos- no volverá.
Valoramos así, de algún modo, entes exhaustos. Admiramos su resistencia, su longevidad, pero somos conscientes que nos son extraños. No podemos dialogar con ellos. Quedamos mudos, tratando de escuchar su palpitación, sin esperan nada de ellos. Son como tótems, voces de ultratumba, seres que no forman parte de nosotros, de los que poco o nada podemos aprender. Los admiramos porque no son como nosotros.