sábado, 14 de marzo de 2015
JOHN LENNON (1940-1980): INDIA (1980)
La documentación complementaria para una exposición -ya organizada-, Viajes a Asia, que el ISAW de Nueva York inaugurará el 13 de octubre -tras su presentación, en su primer formato, en el museo Sackler de Washington-, ha llevado hasta esta rareza, una canción de John Lennon, muy poco conocida, y nunca publicada legalmente, compuesta en ¿1980?, que refleja la estancia de los Beatles en la India en 1968.
jueves, 12 de marzo de 2015
La representación en el arte (el arte de la representación)
La mimesis era el fundamento del arte griego según Aristóteles. Mimesis no significaba imagen mimética. La imagen no reproducía la apariencia de un objeto o una escena sino su estructura, su línea de organización y crecimiento. La imagen era considerada un ente vivo, que se componía del mismo modo que el objeto que reproducía, independientemente que el parecido formal se mantuviera.
Mimesis cambió de sentido en el Renacimiento. Pasó a denominar el arte de la reproducción formal. Una imagen mimética reproducía los rasgos -y no el esqueleto, el sistema de organización, la ley de crecimiento- de un modelo. Tenía que producir una ilusión de realidad, no de desarrollo orgánico. Lo que contaba era el golpe de vista, la primera impresión.
La valoración de la imagen mimética cambió entre los siglos XV y XIX en occidente. así como en el Renacimiento, los artistas creían en la perfección de la naturaleza y en la incapacidad de la imagen de reproducir todos los detalles del modelo -siendo así la imagen un retrato imperfecto de la perfección-, un siglo más tarde, las imperfecciones de la naturaleza empezaron a saltar a la vista y a ser señaladas, imperfecciones que, ahora, la imagen mimética podía corregir. Ésta se convirtió en la imagen perfeccionada de la imperfección.
Esta lectura de la mímesis perduró hasta la segunda mitad del siglo XIX. El arte, necesariamente mimético o naturalista, tenía que ofrecer una imagen perfecta del mundo o, mejor dicho, una imagen mejorada del mismo, de modo que, dicha imagen, necesariamente preferible a la realidad, fascinara.
La representación era la reproducción manual y técnica de la apariencia de las cosas, realizada desde un punto de vista que escondía los defectos de la naturaleza, o con unos criterios compositivos y colorísticos que retocaba las imperfecciones naturales. Esta imagen, desde luego, no anulaba ni reemplazaba la naturaleza imitada. La necesitaba. La imagen era un reflejo retocado de aquélla, lo que significaba que la naturaleza, todo y sus defectos, era primera, y la imagen segunda con respecto a ella.
La imagen pintada o esculpida tenía que ser contemplada desde cierta distancia. Su razón de ser era, precisamente, ofrecerse a la vista del ser humano. Éste tenía que relacionarse con la imagen artística de tal modo que pudiera apreciar tranquila y reflexivamente sus cualidades, pensando sobre lo que veía y sobre todo sobre lo que se le mostraba. La imagen era un medio que permitía pensar en el modelo cuya imagen había sido captada -y corregida- por la obra de arte. La imagen tenía tal claridad que la obra tenía sentido: ofrecía la mejor vista posible de la realidad, una vista que era imposible obtener si uno se colocaba ante la naturaleza. Pero también se sabía que la imagen no sustituye la naturaleza. Éste poseía -y posee, según esa lectura- unas cualidades o propiedades que la imagen es incapaz de suplir. La vida, la fuerza de la naturaleza no se transvasan "realmente" en la imagen, que solo ofrece una "ilusión" de vida. En cierta manera, la imagen engaña los sentidos, haciéndoles creer que están ante la naturaleza cuando solo están ante su replica carente de vida, por viva que la imagen parezca. Esta ilusión, sin embargo, no es un problema, ya que es necesario relacionarse con ella desde cierta distancia, contemplativamente, sin poder tocarla ni manipularla.
Representar tiene otro significado. No implica solo reproducir la apariencia de una cosa o un entre, sino también sustituir la cosa representada. Un representante político dobla, reemplaza a quien representa. Un embajador, por ejemplo, existe y actúa en nombre de un gobernante. En culturas antiguas y tradicionales, un objeto -una capa, un bastón de mando, un trono, etc.- es una perfecta representación de un monarca. En este caso, representado y representante no se parecen. La representación no guarda parecido alguno con la persona representada. Pero sí posee todos los atributos de aquélla. Es decir, el poder de la persona representada se transfiere a lo que la representa -un objeto, una imagen, una persona-, de modo tal que el representante o la representación está facultado para tomar las decisiones y actuar tal como lo hubiera hecho el representado. La representación, en este caso, sustituye al modelo. Actúa en su nombre. De algún modo, en determinadas condiciones y en sitios dados, es el representado.
Eso implica que la representación ya no obliga a una relación contemplativa. La imagen no es pasiva, no se ofrece pasivamente a los sentidos, los cuales tienen que permanecer inactivos, tan solo recogiendo lo que la imagen muestra, recogiendo la imagen que lo representado ofrece de sí mismo.
La imagen, ahora, es activa. Influye en la comunidad. Ésta se ve condicionada por el poder de la imagen representativa -un fetiche, un tótem-. La imagen obliga a ciertos comportamientos, ciertas actitudes, regula las relaciones entre personas, crea éstas incluso , en tanto que se convierten en miembros de una comunidad dominada, singularizada, "representada" por la imagen. Los miembros de una tribu se definen, se constituyen, como los hijos de un totem -del animal, el héroe o la divinidad- al que el totem, el fetiche, la estatua o la imagen "representa" -es decir, sustituye-.
Esta concepción de la representación no ha desaparecido en el mundo contemporáneo. Está más "viva" que nunca, pese a su aparente relación con culturas "primitivas". Es más, el arte, tal como se entiende y se practica hoy, consiste en objetos o eventos (acciones, "representaciones") que tienen una clara finalidad: actuar "activamente" en la sociedad, a fin de modificar, mejorar, exponer o denunciar ciertas realidades que la imagen representativa corrige, anula o denuncia. La imagen representativa se instituye como un agente que determina la vida que quienes se relacionan con ella: creadores y espectadores, comunidades marcadas por la imagen, comunidades que se sienten "representadas" por esa imagen en quien confían -en quien confían su vida-.
Mimesis cambió de sentido en el Renacimiento. Pasó a denominar el arte de la reproducción formal. Una imagen mimética reproducía los rasgos -y no el esqueleto, el sistema de organización, la ley de crecimiento- de un modelo. Tenía que producir una ilusión de realidad, no de desarrollo orgánico. Lo que contaba era el golpe de vista, la primera impresión.
La valoración de la imagen mimética cambió entre los siglos XV y XIX en occidente. así como en el Renacimiento, los artistas creían en la perfección de la naturaleza y en la incapacidad de la imagen de reproducir todos los detalles del modelo -siendo así la imagen un retrato imperfecto de la perfección-, un siglo más tarde, las imperfecciones de la naturaleza empezaron a saltar a la vista y a ser señaladas, imperfecciones que, ahora, la imagen mimética podía corregir. Ésta se convirtió en la imagen perfeccionada de la imperfección.
Esta lectura de la mímesis perduró hasta la segunda mitad del siglo XIX. El arte, necesariamente mimético o naturalista, tenía que ofrecer una imagen perfecta del mundo o, mejor dicho, una imagen mejorada del mismo, de modo que, dicha imagen, necesariamente preferible a la realidad, fascinara.
La representación era la reproducción manual y técnica de la apariencia de las cosas, realizada desde un punto de vista que escondía los defectos de la naturaleza, o con unos criterios compositivos y colorísticos que retocaba las imperfecciones naturales. Esta imagen, desde luego, no anulaba ni reemplazaba la naturaleza imitada. La necesitaba. La imagen era un reflejo retocado de aquélla, lo que significaba que la naturaleza, todo y sus defectos, era primera, y la imagen segunda con respecto a ella.
La imagen pintada o esculpida tenía que ser contemplada desde cierta distancia. Su razón de ser era, precisamente, ofrecerse a la vista del ser humano. Éste tenía que relacionarse con la imagen artística de tal modo que pudiera apreciar tranquila y reflexivamente sus cualidades, pensando sobre lo que veía y sobre todo sobre lo que se le mostraba. La imagen era un medio que permitía pensar en el modelo cuya imagen había sido captada -y corregida- por la obra de arte. La imagen tenía tal claridad que la obra tenía sentido: ofrecía la mejor vista posible de la realidad, una vista que era imposible obtener si uno se colocaba ante la naturaleza. Pero también se sabía que la imagen no sustituye la naturaleza. Éste poseía -y posee, según esa lectura- unas cualidades o propiedades que la imagen es incapaz de suplir. La vida, la fuerza de la naturaleza no se transvasan "realmente" en la imagen, que solo ofrece una "ilusión" de vida. En cierta manera, la imagen engaña los sentidos, haciéndoles creer que están ante la naturaleza cuando solo están ante su replica carente de vida, por viva que la imagen parezca. Esta ilusión, sin embargo, no es un problema, ya que es necesario relacionarse con ella desde cierta distancia, contemplativamente, sin poder tocarla ni manipularla.
Representar tiene otro significado. No implica solo reproducir la apariencia de una cosa o un entre, sino también sustituir la cosa representada. Un representante político dobla, reemplaza a quien representa. Un embajador, por ejemplo, existe y actúa en nombre de un gobernante. En culturas antiguas y tradicionales, un objeto -una capa, un bastón de mando, un trono, etc.- es una perfecta representación de un monarca. En este caso, representado y representante no se parecen. La representación no guarda parecido alguno con la persona representada. Pero sí posee todos los atributos de aquélla. Es decir, el poder de la persona representada se transfiere a lo que la representa -un objeto, una imagen, una persona-, de modo tal que el representante o la representación está facultado para tomar las decisiones y actuar tal como lo hubiera hecho el representado. La representación, en este caso, sustituye al modelo. Actúa en su nombre. De algún modo, en determinadas condiciones y en sitios dados, es el representado.
Eso implica que la representación ya no obliga a una relación contemplativa. La imagen no es pasiva, no se ofrece pasivamente a los sentidos, los cuales tienen que permanecer inactivos, tan solo recogiendo lo que la imagen muestra, recogiendo la imagen que lo representado ofrece de sí mismo.
La imagen, ahora, es activa. Influye en la comunidad. Ésta se ve condicionada por el poder de la imagen representativa -un fetiche, un tótem-. La imagen obliga a ciertos comportamientos, ciertas actitudes, regula las relaciones entre personas, crea éstas incluso , en tanto que se convierten en miembros de una comunidad dominada, singularizada, "representada" por la imagen. Los miembros de una tribu se definen, se constituyen, como los hijos de un totem -del animal, el héroe o la divinidad- al que el totem, el fetiche, la estatua o la imagen "representa" -es decir, sustituye-.
Esta concepción de la representación no ha desaparecido en el mundo contemporáneo. Está más "viva" que nunca, pese a su aparente relación con culturas "primitivas". Es más, el arte, tal como se entiende y se practica hoy, consiste en objetos o eventos (acciones, "representaciones") que tienen una clara finalidad: actuar "activamente" en la sociedad, a fin de modificar, mejorar, exponer o denunciar ciertas realidades que la imagen representativa corrige, anula o denuncia. La imagen representativa se instituye como un agente que determina la vida que quienes se relacionan con ella: creadores y espectadores, comunidades marcadas por la imagen, comunidades que se sienten "representadas" por esa imagen en quien confían -en quien confían su vida-.
martes, 10 de marzo de 2015
La destrucción del patrimonio de Iraq y Siria (Nimrud, Assur, Khorsabad, Hatra, etc.)
Estudiosos iraquíes, algunos originarios de Mosul -y que han huido o que han emigrado a otras ciudades más seguras y sobre todo libres, pese a que Mosul siempre ha sido una ciudad muy conservadora- están asustados, aterrados, indignados de las tan publicitadas destrucciones que el Estado Islámico comete esos días.
Observan, sin embargo, que la comunidad internacional poco se inquietó cuando la coalición internacional bombardeó notables edificios de arquitectura moderna, como obras del arquitecto Rifat Chadirji, durante la Segunda Guerra del Golfo -y qu también forman parte del patrimonio de un país. El saqueo de la Biblioteca Nacional, del Archivo Nacional, de la Filmoteca, y del Museo de Arte Moderno en Bagdad -cuyas obras han acabado en colecciones extranjeras- pasó casi desapercibido -no así el del Museo Nacional de Iraq, si bien, la destrucción del museo de Nasiriyya, en manos de la Coalición, no fue comentada.
De pleno acuerdo con arqueólogos franceses que trabajan en Iraq, y arqueólogos españoles, los estudiosos consideran que la destrucción de los yacimientos empezó con las propias excavaciones iniciadas en el siglo XIX. La inexperiencia de los primeros arqueólogos -nada familiarizados con muros de adobe que se confundían con la arcilla circundante-, y la codicia de los grandes museos occidentales, llevó a la búsqueda frenética de tesoros, similares a los egipcios y micénicos, lo que devastó yacimientos como Tello, hoy, imposibles de estudiar.
Por otra parte, las ciudades mesopotámicos se construían, por motivos religiosos, al menos hasta el primer milenio aC, en un mismo lugar. Dado el material -adobe- las construcciones duraban unos treinta años. Pese a restauraciones anuales, se tenían que edificar de nuevo enteramente. Como los escombros no se echaban a un lado -no existían grúas-, las nuevas construcciones se levantaban sobre las ruinas de las anteriores, cuyos muros eran utilizados como cimientos.
Por tanto, una excavación en lo que era Mesopotamia implica adentrarse en la tierra, en lo alto de los llamados tells o colinas artificiales resultado de la acumulación de restos. A medida que se excava aparecen restos islámicos, cristianos, partos, helenísticos, neo-asirios, etc.,, todos sepultados bajo metros o decenas de metros de arcilla, que tiene que ser laboriosamente extraída.
Los yacimientos son muy extensos. Una mínima parte de los mismos ha solido ser excavada, habitualmente en los puntos más altos donde se suponía se hallaban templos y palacios, depositarios de los buscados objetos o ajuares preciosos. Mas ya mayor parte de las ciudades mesopotámicas yacen aún bajo capas y capas de tierra. Muchas no podrán ni siquiera ser exploradas.
Salvo Hatra -levantada en piedra, si bien la mayor parte de la ciudad está aun sepultada-, hacen falta bastante más que unas pocas excavadoras manejadas unos pocos días para arrasar un yacimiento. Las partes visibles suelen ser reconstrucciones modernas, y el conjunto está aun enterrado. Una misión como la que excavó en el periodo de entreguerras en Ur contaba con centenares de trabajadores. Apenas el veinte por ciento de la ciudad ha sido excavada. De la ciudad de Uruk -no del centro religioso-, nada se sabe. Se encuentra bajo la costra de sal que cubre el territorio alrededor del ziggurat.
Un tell como el de Qasr Shamamok, cerca de Mosul, en el norte de Iraq, bajo el cual yace una capital neo-asiria, Kilizu, fundada en el periodo medio-asiria y refundada por el emperador Sennaquerib, hacia el 800 aC,, fue bombardeado por Saddam Hussein cuando atacó a la población kurda en los años noventa, y por la coalición en 2003 para expulsar al ejército de Saddam Hussein. Un gran y profundo cráter se abre en lo alto del tell. Aun así, los niveles de la capital neo-asiria no han quedado afectados. Se hallan a más de cinco metros de profundidad. Y tras cuatro campañas de excavación -interrumpidas este año por la temporal ocupación del yacimiento por parte del Estado Islámico- solo se han podido estudiar tardías estructuras partas y helenísticas, situadas casi en la superficie.
Los daños infringidos al patrimonio iraquí y sirio son ingentes. Pero no acontecen desde hace unos pocos años o meses. Desde el siglo XIX, su estudio implica su destrucción.
Por otra parte, la destrucción de ciudades es consustancial con su existencia. Sin duda, por desgracia. Quien practicaba la sistemática destrucción de ciudades enemigas, para infundir pavor, era el poder imperial neo-asirio, hoy víctima del llamado Estado Islámico, el cual, paradójicamente, imita el comportamiento de aquéllos que considera infieles o paganos.
La destrucción de los restos arqueológicos es un crimen como lo es también -o más- el envenenamiento de las aguas dulces del sur de iraq -de la que dependen ciudades como Nasiriya y Basora- con bombas sucias, por parte tanto de Saddam Hussein como de la Coalición internacional, y la colocación de minas antipersonas -como las que rodean el yacimiento de Qasr Shamamok, cerca de Mosul- por parte de fuerzas iraquies antes de la invasión, y por parte de fuerzas de la coalición tras aquélla, minas que se fabrican en España, entre otros países.
Observan, sin embargo, que la comunidad internacional poco se inquietó cuando la coalición internacional bombardeó notables edificios de arquitectura moderna, como obras del arquitecto Rifat Chadirji, durante la Segunda Guerra del Golfo -y qu también forman parte del patrimonio de un país. El saqueo de la Biblioteca Nacional, del Archivo Nacional, de la Filmoteca, y del Museo de Arte Moderno en Bagdad -cuyas obras han acabado en colecciones extranjeras- pasó casi desapercibido -no así el del Museo Nacional de Iraq, si bien, la destrucción del museo de Nasiriyya, en manos de la Coalición, no fue comentada.
De pleno acuerdo con arqueólogos franceses que trabajan en Iraq, y arqueólogos españoles, los estudiosos consideran que la destrucción de los yacimientos empezó con las propias excavaciones iniciadas en el siglo XIX. La inexperiencia de los primeros arqueólogos -nada familiarizados con muros de adobe que se confundían con la arcilla circundante-, y la codicia de los grandes museos occidentales, llevó a la búsqueda frenética de tesoros, similares a los egipcios y micénicos, lo que devastó yacimientos como Tello, hoy, imposibles de estudiar.
Por otra parte, las ciudades mesopotámicos se construían, por motivos religiosos, al menos hasta el primer milenio aC, en un mismo lugar. Dado el material -adobe- las construcciones duraban unos treinta años. Pese a restauraciones anuales, se tenían que edificar de nuevo enteramente. Como los escombros no se echaban a un lado -no existían grúas-, las nuevas construcciones se levantaban sobre las ruinas de las anteriores, cuyos muros eran utilizados como cimientos.
Por tanto, una excavación en lo que era Mesopotamia implica adentrarse en la tierra, en lo alto de los llamados tells o colinas artificiales resultado de la acumulación de restos. A medida que se excava aparecen restos islámicos, cristianos, partos, helenísticos, neo-asirios, etc.,, todos sepultados bajo metros o decenas de metros de arcilla, que tiene que ser laboriosamente extraída.
Los yacimientos son muy extensos. Una mínima parte de los mismos ha solido ser excavada, habitualmente en los puntos más altos donde se suponía se hallaban templos y palacios, depositarios de los buscados objetos o ajuares preciosos. Mas ya mayor parte de las ciudades mesopotámicas yacen aún bajo capas y capas de tierra. Muchas no podrán ni siquiera ser exploradas.
Salvo Hatra -levantada en piedra, si bien la mayor parte de la ciudad está aun sepultada-, hacen falta bastante más que unas pocas excavadoras manejadas unos pocos días para arrasar un yacimiento. Las partes visibles suelen ser reconstrucciones modernas, y el conjunto está aun enterrado. Una misión como la que excavó en el periodo de entreguerras en Ur contaba con centenares de trabajadores. Apenas el veinte por ciento de la ciudad ha sido excavada. De la ciudad de Uruk -no del centro religioso-, nada se sabe. Se encuentra bajo la costra de sal que cubre el territorio alrededor del ziggurat.
Un tell como el de Qasr Shamamok, cerca de Mosul, en el norte de Iraq, bajo el cual yace una capital neo-asiria, Kilizu, fundada en el periodo medio-asiria y refundada por el emperador Sennaquerib, hacia el 800 aC,, fue bombardeado por Saddam Hussein cuando atacó a la población kurda en los años noventa, y por la coalición en 2003 para expulsar al ejército de Saddam Hussein. Un gran y profundo cráter se abre en lo alto del tell. Aun así, los niveles de la capital neo-asiria no han quedado afectados. Se hallan a más de cinco metros de profundidad. Y tras cuatro campañas de excavación -interrumpidas este año por la temporal ocupación del yacimiento por parte del Estado Islámico- solo se han podido estudiar tardías estructuras partas y helenísticas, situadas casi en la superficie.
Los daños infringidos al patrimonio iraquí y sirio son ingentes. Pero no acontecen desde hace unos pocos años o meses. Desde el siglo XIX, su estudio implica su destrucción.
Por otra parte, la destrucción de ciudades es consustancial con su existencia. Sin duda, por desgracia. Quien practicaba la sistemática destrucción de ciudades enemigas, para infundir pavor, era el poder imperial neo-asirio, hoy víctima del llamado Estado Islámico, el cual, paradójicamente, imita el comportamiento de aquéllos que considera infieles o paganos.
La destrucción de los restos arqueológicos es un crimen como lo es también -o más- el envenenamiento de las aguas dulces del sur de iraq -de la que dependen ciudades como Nasiriya y Basora- con bombas sucias, por parte tanto de Saddam Hussein como de la Coalición internacional, y la colocación de minas antipersonas -como las que rodean el yacimiento de Qasr Shamamok, cerca de Mosul- por parte de fuerzas iraquies antes de la invasión, y por parte de fuerzas de la coalición tras aquélla, minas que se fabrican en España, entre otros países.
lunes, 9 de marzo de 2015
ALBERT MAYSLES (1926-2015): GIMME SHELTER (DAME COBIJO, 1969)
In memorian de uno de los mejores documentalistas del siglo XX, fallecido hace tres días.
Uno de los mejor documentales.
Las declaraciones de asistentes al concierto, y de un miembro de los Hell´s Angels por la radio, superpuestas a los rostros entre abatidos y avergonzados de los músicos mientras escuchan lo que se cuenta, escrutados por una cámara, son demoledoras.
Sistema constructivo único romano: Termas romano-republicanas de Cabrera de Mar (España)
Fotos: Tocho, marzo de 2015
Las termas romanas de Cabrera de Mar fueron halladas y excavadas en 1997 y 1998. Diversos problemas han impedido que fueran más conocidas. Obedecen a un sistema constructivo único, nunca descubierto en otros yacimientos romanos, tanto en Occidente cuanto en Oriente, por lo que merecen ser divulgadas fuera del mundo académico.
Construidas alrededor de 150 aC -la primera datación del 180 aC ha sido descartada-, fueron abandonadas en el 80 aC, y nunca rehabilitadas. Saqueadas en la Edad Media, para extraer sillares, acabaron recubiertas de tierra y convertidas en campos de cultivo y en viñedos en el siglo XIX. Corresponden a los años inmediatamente posteriores a la conquista de la Península. Anteceden la organización administrativa del territorio. Eran unas termas públicas de una pequeña ciudad romana, bien planificada, levantada a los pies de un gran asentamiento ibérico, que debía acoger comerciantes -que moraban en villas extensas, ornamentadas con mosaicos- y la gestión de los impuestos. Con la fundación de Mataró, convertida en capital local, y la transferencia de la administración, la ciudad, llamada Ituro o Ilturo, y las termas fueron abandonadas.
Los arcos y las bóvedas emplearon un sistema del que solo se conoce un ejemplo idéntico en Morgantina (sur de Italia), lo que sugiere que se trata de una técnica griega o helenística, originada quizá en la Magna Grecia. Piezas tubulares y huecas de terracota, terminadas en punta, se ensamblan. Se disponen, naturalmente, según una línea curva, que dibuja el perfil del arco. Piezas cilíndricas huecas en las que se podían encastar la base de las piezas cónicas, lo que permitía el cambio de orientación de las piezas, impedían que el extremo del arco así formado llegara a la tierra en punta y no pudiera apoyar adecuadamente. Estas piezas huecas presentan una vaina hueca de terracota en el interior, que comunica por dos agujeros-calculados antes de la cocción- con el exterior. Se trataba de una protección para una armadura de hierro que unía transversalmente las piezas cerámicas e impedía que el hierro entrara en contacto con el mortero de cal con el que se rellenaban las primeras piezas en la base de los arcos. Estas armaduras metálicas estaban a su vez unidas por un mallazo de hierro. Se trata del único ejemplo romano conocido del uso de cemento armado.
Las piezas cerámicas huecas aligeraban el paso de la bóveda. Una vez ésta concluida, una capa de mortero aplicada por la cara interior escondía el sistema constructivo.
Las piezas cerámicas presentan unas ranuras exteriores que facilitan la unión con el mortero.
La singularidad constructiva de las termas de Cabrera se acrecienta debido a una técnica de cubrición de la que solo se han encontrado ejemplos en China. Alguna estancia se cubrió con manojos de juncos, ligeros, flexibles y muy resistentes, recubiertos por capas de adobe.
Agradecimientos al arqueólogo municipal, Albert Martín
domingo, 8 de marzo de 2015
UNSUK CHIN (1961): GOUGALON O ESCENAS DE UN TEATRO CALLEJERO (2009-2011)
Unsuk Chin es una compositora de música contemporánea y electrónica sur-coreana afincada en Berlín, considerada una de las mejores compositoras actuales.
Gougalon es una palabra arcaica alemana que significa engañar, enredar.
La obra, cuenta la compositora, es un reflejo del sentimiento que la compositora tuvo cuando visitó por vez primera ciudades chinas en las que el contraste entre las estructuras antiguas o tradicionales, y los modos de vida que aun acogen, y la ceguera de los muros de cristal de los rascacielos que avanzan imparables.
Este contraste se acrecentó con el recuerdo de unas impresiones de infancia en barriadas pobres en Seúl: el paso de unos titiriteros capaces todavía de seducir con sus teatrillos, fábulas y marionetas, con la música, el baile y las historias que constituían la única diversión en un entorno pobre y represivo, que se puede comparar con la vacuidad o mudez de los torres encerradas tras muros cortina.
La destrucción del pasado (y el amor y la necesidad de las ruinas)
Nimrud; y ahora Hatra. Las destrucciones del pasado mesopotámico
en Iraq y en Siria no cesan y no van a cesar.
¿Por qué se destruye? ¿Por miedo de unas imágenes escultóricas
consideradas vivas, imágenes de dioses paganos que se consideran demonios,
destrucciones que siguen el dictado bíblico y coránico sobre el trato de los
"ídolos"? Quizá. Pero los muros de Nimrud, o las columnas de Hatra no
son naturalistas ni evocan ninguna figura sobrenatural.
Quizá se destruyen debido a nuestro gusto por las ruinas.
Existen culturas, hoy en día, en las que las obras del pasado
tienen que mantenerse siempre vivas. Ocurre en el cristianismo. Las figuras de
los pasos procesionales, incluso si son tallas barrocas, se pintan y se
repintan, se vuelven a cubrirse de oro, se lavan, se visten una y otra vez con
ropajes recién tejidos, de modo que luzcan con un aspecto inmejorable, como si
hubieran salido del taller del tallista. Templos en la India y en el sudeste
asiático, independientemente de su antigüedad, se restauran regularmente, lo
que significa que se pintan una y otra vez, sustituyendo las partes dañadas por
nuevos elementos. Los templos, pese a los siglos que puedan tener, no guardan
ningún elemento antiguo que denote el paso del templo. Para que el templo sea
un organismo vivo, tiene que mostrarse con todo su esplendor, y los colores
vivos, y la ausencia de marcas del tiempo, son la manifestación de su
vitalidad. Tienen que irradiar.
Desde el siglo XVI, sin embargo, en Occidente, la lamentación
sobre la perdida grandeza de la tradición y la historia clásicas -es decir,
imperial romana- ha llevado a la preservación de las ruinas en tanto que
ruinas, como advertencia, por otra parte, de la fugacidad de las acciones y las
creaciones humanas -en comparación con la eternidad. La ruina es consustancial
con la noción de la transitoriedad de la vida humana -una noción que arranca en
Mesopotamia (de la que bebe la cultura bíblica) y en Grecia, y con la idea de
un dios celoso y vengador que castiga con la ruina del mundo, a quienes se
apartan de sus enseñanzas -o las desconocen, como los paganos. Las ruinas son
símbolos no tanto estéticos sino morales, que advierten de la omnipotencia de
la mirada y de la fuerza de dios que duda en abatir imperios -preparando así la
venida del hijo que restaura un orden perdido.
El descubrimiento de la superioridad moral del hombre ante la
naturaleza, que acontece en el siglo XVIII en Occidente, y está en el origen
del sentimiento de lo sublime -el sentimiento de la fuerza moral que no se
doblega ante los peligros y que lleva a aceptar la idea de la muerte porque
ésta solo afecta al cuerpo-, no conlleva el descrédito de las ruinas (que ya no
serían necesarias porque el hombre sabe que es el ser elegido, y que, por
tanto, en tanto que ser moral, no se apartará de lo que tiene que hacer, no
necesita advertencias porque la razón lo guía) sino, paradójicamente, su
importancia. Es ante una ruina, con las imágenes de la cólera divina, o la
furia de los elementos, que suscita, que el ser humano, como ante una falla
vertiginosa, o una situación peligrosas, se crece.
Quizá haya sido el cuadro del pintor barroco Poussin "Et in
Arcadia ego", que muestra a unos pastores contemplando ensimismados un
monumento funerario antiguo con la inscripción antes mencionada, el que haya
cambiado la actitud ante la muerte -o haya simbolizado mejor un cambio de
actitud ante el fin. La muerte existe en Arcadia, el jardín primigenio. Mas la
muerte no aterra. Por el contrario, aparece como una etapa de la vida. Los
pastores, los seres humanos, no se sientes disminuidos por la muerte. Ésta
afecta al cuerpo, no el espíritu. El hombre sabe que se impondrá ante la
muerte.
Las imágenes de destrucción que las ruinas le evocan, no suscitan
la sensación de la pequeñez humana, víctima del tiempo y los dioses, sino su
superioridad. Ante una ruina, el hombre se sabe mortal, ciertamente, pero
también siente que su muerte no es el fin. La ruina suscita sentimientos de
superación. Sabemos que no podemos abandonarnos al desánimo, ni entregarnos a
la muerte o a la auto-compasión, sino que tenemos que resistir. Nuestro ánimo
se rebela y se fortalece. La ruina nos hace fuertes, nos hace humanos, es decir
conscientes de nuestra condición mortal y de nuestra superioridad anímica o
espiritual. Una ruina despierta nuestras ganas de supervivencia. El hombre se
crece ante el peligro del que la ruina es un vivo testimonio.
La búsqueda de ruinas arqueológicas empezó, precisamente, a
finales del siglo XVIII. Se excavaron, se restauraron y se construyeron de un
modo tal que encerraran una lección moral. Las ruinas son una creación humana.
Se levantan o se añaden columnas y arquitrabes de manera a configurar formas
que nos fortalezcan, que nos hagan sentirnos más fuertes que las ruinas.
Amamos, necesitamos las ruinas porque somos, o nos sentimos, sujetos morales.
Nos sentimos superiores a la naturaleza -y a los dioses.
Y la muerte de una ruina nos afecta más que la muerte de un ser
humano ya que, de pronto, nos descubrimos mortales, física y espiritualmente.
Perdemos la referencia o el espejo que nos habla de nuestra superioridad
mental. Ya no nos sentimos sublimes, ya no tenemos nada, no estamos ante nada
que despierte en nuestro interior ese sentimiento de lo sublime, esa placentera
sensación que se alza cuando superamos el miedo que la visión de la destrucción
causa.
La destrucción de las ruinas es un ataque a la linea de flotación
de la concepción humana occidental.
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