Pese a la escasez de piedras de calidad, los habitantes (sumerios, acadios, babilónicos, etc.) del centro y del sur de Mesopotamia construían a lo grande desde al menos el sexto milenio aC. Levantaron templos cada vez más grandes y más altos, ubicados en lo alto de terrazas escalonadas (como el Templo Blanco de Uruk, del cuarto milenio), casas comunales (como las que despliegan en el centro de Ur, a un lado de las cuales, mil quinientos años más tarde, se alzaría el zigurat o pirámide escalonada, al igual que en cualquier urbe mesopotámica) y palacios, y escaleras al cielo o zigurats. Templos y palacios poseían muros casi más anchos que las estancias que delimitaban, recubiertos interiormente por frescos y exteriormente por mosaicos geométricos a base de diminutos círculos obtenidos por la inserción de finos conos de terracota coloreada que apenas sobresalían de los muros. Construían para siempre. Por eso, invocaban a dioses y demonios, cumplían con ritos fundacionales, entregaban ofrendas a la tierra y distribuían un sinfín de amuletos en los cimientos y en el interior de los gruesos muros. La actividad constructiva era incesante; el número de ciudades y santuarios sobrepasa el de cualquier cultura, ayer y hoy.
Y, sin embargo, eran conscientes que construían para nada. Sabían que los templos y palacios más imponentes que alzaban se degradarían o se desmoronarían antes de que se completaran. Sabían por experiencia que verían el fin de lo que erigían. Diluvios, aguas freáticas y sales descomponían los muros más sólidos. Utilizaban ladrillos de adobe porque no existía suficiente combustible de calidad para mantener los hornos que serían necesarios para cocer el ingente número de ladrillos necesarios. Los altos y anchos zigurats (60x60 metros) eran macizos. Los ladrillos que se debían modelar hubieran cubierto toda la extensión de una ciudad.
Construir sabiendo que verás morir tu obra: esta imagen o esta asunción, que no se dio en otras grandes culturas mediterráneas donde la piedra era abundante, no impidió que se construyera una y otra vez. La construcción daba sentido a la vida. El propio legendario rey de la ciudad de Uruk, que mandó levantar las murallas de su ciudad, intentó encontrar la planta de la inmortalidad; mas, al final de su periplo, asumió que su nombre perduraría asociado a las murallas de su ciudad; murallas que caerían, pese a todos los amuletos (ofrendas fundacionales, textos mágicos) sobre los que se apoyaban. Pero se reconstruirían siempre del mismo modo, como si se construyeran por vez primera, como si no se hubieran caído nunca. Se reconstruirían para que generaciones sucesivas -o la misma generación que las había levantado, al llegar al final de la vida- pudieran seguir levantando muros sometidos a todas las inclemencias, muros de papel que se alzaban una y otra vez. La tarea de los hombres, el sentido de su vida dependía de este incesante, persistente y obstinado gesto edificante, de la lucha contra el tiempo o la muerte, asumiendo que se perdería siempre sin que esta creencia -o esta realidad- impidiera que se siguiera luchando. Ninguna cultura se ha enfrentado de manera tan descarnada y lúcida contra la fugacidad de la vida, contra el tiempo que todo lo destruye, sin amargura ni derrota, venciendo, de alguna manera al tiempo, no negándolo sino aceptando que su victoria era la condición necesaria para la reconstrucción -que daba pleno sentido a la vida humana. El tiempo hacía a los hombres humanos. No podían confiarse como los dioses, ni reposar, tenían siempre una misión en la tierra.