domingo, 8 de noviembre de 2015

Los orígenes míticos de la ciudad: héroes y santos patronos




Se acaba de publicar el libro colectivo, editado por Manuel Menéndez y Alzamora y Hugo Aznar, De la polis a la metrópolis. Ciudad y espacio político, de la editorial  Abada, Madrid, 2015 (Colección: Lecturas de urbanismo), que se inicia con el texto siguiente:


LOS ORÍGENES MÍTICOS DE LA CIUDAD: HÉROES Y SANTOS PATRONES

El viajero, agotado, apenas se sostenía sobre las dunas del desierto. Hacía tiempo que había dejado atrás los últimos vestigios de la civilización, en Oriente Próximo, y se hallaba aún muy lejos de las estribaciones del imperio de la China. De pronto, tuvo una visión: los muros deslumbrantes de una ciudad fortificada, asestada de minaretes, sobe la que flotaban un sin número de ingrávidas cúpulas turquesa aparecieron, a lo lejos, sobre el horizonte de arena. Las altas torres cilíndricas de las mezquitas, como guardias armados enhiestos,  parecían defender la entrada del recinto. Las murallas dibujaban una brillante línea horizontal que reverberaba, como un cuerpo celestial, bajo el sol inclemente. El viajero recobró los ánimos. Reemprendió la ruta con más bríos. La ciudad de la luz lo guiaba. A medida que iba avanzando el espejismo, que parecía no retroceder, se iba perfilando. Al fin llegó a las puertas de las murallas resplandecientes. Cruzó el umbral. Poco tiempo después fundó la ciudad que se llamaría Khiva, en un alto de la árida ruta de la seda, a imagen de la visión que le había alentado. Materializó esta urbe, que aún hoy existe, como plaza fortificada, en medio del desierto de Centro-Asia, siguiendo el modelo ideal cuya forma se le apareció en su delirio.
  
El viajero se llamaba Sem. Vivió en los orígenes de los tiempos. Era uno de los cuatro míticos  hijos del bíblico  Noé –los hijos, nietos y biznietos de Noé fueron conocidos, en Oriente y en Occidente, como fundadores de linajes y de ciudades. Entre aquéllos, destacaba, por ejemplo, Ibero, hijo de Tubal, y biznieto de Noe, padre de los pobladores de Iberia. Varias de las naves de los descendientes de Noe acostaron en las costas del norte de España, dejando un reguero de ciudades y asentamientos fundados-. Fueron seres purificados los que crearon las primeras ciudades. Así se revela la compleja visión bíblica y cristiana de la ciudad. La invención del espacio urbano es consecuencia del diluvio. Las ciudades aparecieron como consecuencia de un castigo bíblico –ya antes del diluvio, Caín y sus hijos fueron los fundadores de las primeras ciudades antediluvianas.   
Junto con su padre, Sem había escapado de la furia del diluvio que había asolado la tierra limpiándola de las faltas de los primeros humanos y, ahora, al igual que sus hermanos, tenía como misión repoblar la tierra (la mayoría de las culturas, desde Grecia hasta China, han conocido a un Noé, a un agraciado por los dioses del que desciende la nueva humanidad.). A Sem se remontan los semitas (los hebreos y los árabes, que un día conquistarían el Próximo Oriente y el Centro de Asia.) Tras descender del arca, su primera tarea redentora consistió en la fundación de una ciudad, un avro de civilización en medio de la planicie desértica  que era una imagen del infierno.
Según esta leyenda oriental, Khiva habría estado fundada a imagen de un modelo luminoso, sin duda celestial. Este hecho no es nuevo. En muchas culturas existen prototipos urbanos celestiales que los hombres han tratado de reproducir en la tierra. La Jerusalén celestial es célebre. Flotaba, como una referencia inalcanzable, sobre la misma Jerusalén terrenal. Ésta parecía la proyección en la tierra del modelo en los aires. Al igual que la Khiva prototípica, las murallas habían sido forjadas con metales valiosos –plata y oro- en los que se insertaban un gran número de piedras preciosas que refulgían como la sonrisa de dios. La Jerusalén celestial sólo estaba al alcance de determinadas personas. Para el común de los mortales era invisible; su excesivo resplandor impedía que pudiera ser contemplada. Aquellos, sumidos en la ignorancia (en la oscuridad),  desconocían incluso su existencia.
Sin embargo, lo significativo no es tanto la preeminencia de un modelo celestial sino lo que esto revela acerca de la imagen de la arquitectura y del arquitecto. La relación entre la luz y la arquitectura, entre un modelo resplandeciente y su copia material, parece ser un tema común en muchas culturas. La luz alumbra la arquitectura y la ciudad, y éstas aparecen como receptáculos de luz, como bien se comprueba, según Jaume Vidal, en los relatos de fundación de la propia ciudad de Manresa.

La arquitectura occidental se remonta a dos figuras míticas. En la Grecia antigua, el padre de los arquitectos fue Dédalo. En el Cristianismo, esta tarea incumbió al apóstol Tomás -si bien los gremios de constructores medievales también creían descender del mítico Dédalo, a cuya obra principal, el laberinto, honraron en ocasiones reproduciendo su trenzada planta en medio de la nave principal de algunas catedrales góticas.
Los Evangelios no han tratado bien a Tomás. Lo citan en pocas ocasiones, y casi siempre para destacar algún aspecto conflictivo de su personalidad. Éste aparece como un apóstol lleno de luces y sombras. Su hora de gloria se resume a la célebre duda que expresó acerca de la resurrección de Cristo. Hasta que no pudo estudiar las pruebas de la muerte de Cristo, no creyó en que éste, presente ante sus ojos, había retornado de los infiernos. La iconografía cristiana ha divulgado, con cierta morbosidad, la imagen de Tomás, aún incrédulo, hurgando minuciosamente con los dedos en la profunda llaga  aún no cicatrizada abierto en uno de los costados de Cristo.
La duda, sin embargo, y el carácter atormentado que revela, era consustancial a Tomás. Tomás, del arameo t´ôma, significaba gemelo. En griego, a Tomás se le nombraba Dídimo, y dydimos también se traduce por hermano gemelo. Según algunos textos apócrifos, Tomás bien pudiera haber sido el hermano gemelo de Cristo; un hermano medianamente apreciado, como veremos. Desde luego, en más de una ocasión se le llamó Judas.
Un gemelo es un ser doble. Físicamente idéntico a otro, su figura presta a confusión, lo que significa que hunde en el fosco, la oscuridad, a quien la contempla. Se trata de una figura hecha de sombras, imperceptible, invisible o inasible. Ante él, nadie sabe a fe cierta con quien se las está viendo. Por tanto, la presencia de un gemelo genera lógicas dudas. Su figura asombra –esto es, hace sombra, echa sombra a quien lo mira. Lejos de irradiar luz, por el contrario su sola presencia ensombrece la atmósfera. Un ser doble es ducho en el arte del doblez. Éste consiste en la práctica del engaño, de la disimulación. Quien la ejerce debe ocultar sus verdaderas intenciones y hacer creer en hechos inexistentes. La falsedad tiñe sus palabras y sus actos. Quienes no dudan en reprimir sus sentimientos y ocultan su verdadero rostro son unos hipócritas. Mas un hipócritas, en griego, significaba un actor. Acontece que los actores necesitan disfrazarse y maquillarse antes de salir a actuar. Recubren entonces su rostro con una espesa capa de maquillaje, o con una máscara, que les hace parecer lo que en verdad no son. Su personalidad desaparece reemplazada por la del personaje al que prestan su cuerpo y su voz. Su propia figura se disimula o se esconde tras la figura del personaje interpretado. Un hypokritas, hábil en el arte de actuar, de fingir, es un creador. Tiene el don de hacer creer a los demás en la existencia de seres inexistentes como son los personajes que interpreta, y en la veracidad de los sentimientos que muestra. Un ilusionista hace teatro, componiendo un mundo que dobla al mundo real.
Tomás poseyó este talento. Fue un actor consumado. Un día, llegó a Jerusalén un enviado de Gundosforo, el rey de la India, y se entrevistó con Cristo. Iba en busca del mejor arquitecto y constructor posible para llevárselo a la corte a fin de que levantara un palacio inaudito. Hasta entonces, no había hallado a nadie con el talento suficiente. Cristo le contestó que su viaje había llegado a su fin: conocía a quien podría atenderle. De inmediato, mandó llamar a Tomás, y lo vendió como esclavo al emisario de la India. Embarcaron al momento. Meses más tarde, el rey de Madras recibió a Tomás y le explicó que quería un palacio distinto a cuantos se hubieran construido.
Tomás empezó a describirle con todos detalles el proyecto que se había imaginado. Describió un verdadero “proyecto”, pues proyectó en el futuro la existencia del palacio, anticipándose a la realidad –todo proyecto consiste en la materialización de un edificio antes de tiempo. Gracias a un proyecto, lo aún inexistente, lo invisible cobra vida. El diseño interno, la “idea” (idea, en griego, significaba forma), se encarna, se hace patente. Los proyectistas son como los profetas: muestran lo que está por venir. Anuncian lo que acontecerá. Son los apóstoles de la buena nueva, de la próxima presencia de un espacio construido (el adjetivo apostolos, en griego, de apo –a lo lejos- y stolos –acción de prepararse, expedición- significaba enviado a lo lejos. Un apóstol era un emisario de viene de lejos, de donde lo habían mandado, para contar lo que había hecho u observado-.)
Tomás hizo ver al rey las numerosas estancias y evocó el esplendor del palacio de manera tan convincente y seductora que el rey ordenó que le entregaran cuantas materias preciosas –metales, gemas, cristales y mármoles de vetas onduladas como el humo- necesitara. Poco después, partió a la guerra.
Regresó al cabo de veinte largos años. No bien hubo descendido del caballo, se apresuró a pedir poder ver el palacio cuyas obras habrían concluido hacía tantos años. Tomás acudió a verle inmediatamente y se ofreció al rey acompañarle hasta la mansión. Ambos salieron de la ciudad, atravesaron campos y, finalmente, se detuvieron en una colina. Al fondo se divisaría el palacio. El rey, impaciente, oteó a lo lejos. No vio nada. Nada había. Enfurecido ordenó que apresaran a Tomás y que lo ejecutaran al día siguiente, toda vez que un ayudante le contó que Tomás había distribuido todos los bienes recibidos entre los pobres del reino. Tomás le había engañado. Le había creer, como un ilusionista, en la existencia de un palacio. Sus descripciones, pretendidamente fidedignas, habían sido dignas de un cuentista. Como un consumado dúplice, mientras gastaba los bienes que el rey le había entregado, le había ido asegurando que la obra iba por buen camino. Naderías. El solar estaba tan vacío como las arcas del reino –como se ha hecho observar, la elección de Tomás como patrón de los arquitectos es, en apariencia, extraña, y, de buenas a primeras, dice poco a favor del talante y del trabajo de los constructores-.
Aquella noche, el príncipe Gad, hermano del rey, murió. A medida que su alma ascendía a los cielos, divisaba un creciente resplandor. De pronto se detuvo maravillada a las puertas de una construcción deslumbrante. Un ángel le contó que esta aparición celestial era el palacio que Tomás construyó para Gundosforo, pero que éste no había sabido verlo. El palacio, entonces, estaba a disposición de Gad. El alma del príncipe, entonces, descendió a la tierra y se mostró en sueños a su hermano Gundosforo. Le contó lo que había visto y le pidió que liberara a Tomás pues había cumplido con el encargo de la manera más ingeniosa posible. El palacio no estaba al alcance de cualquiera. Flotaba en los cielos, por encima de las vicisitudes de la vida. Estaba libre del peso de la materia. De luz tan sólo estaba compuesto. Sólo las almas puras podían llegar hasta él. Refulgía tanto que era visible únicamente para los ojos del alma.   

Mientras, en Atenas, un hábil y retuerto artesano huía a toda prisa hacia Creta. Acababa de asesinar a su ayudante (un sobrino suyo), un ingenioso inventor que había compuesto el primer compás de la historia. Celoso, Dédalo no había dudado en eliminar a su colaborador. Dédalo entró entonces en la leyenda tras haber cometido un horrísono crimen que bien poco decía en favor suyo.
Rencoroso, vengativo, Dédalo era inquietante.  Cuando llegó al palacio de Minos, el rey de Creta, para refugiarse, halló que la isla estaba trastocada. La reina Parsifae había enloquecido. Su esposo le había faltado al dios de los mares Poseidón que hasta entonces había librado a Creta de enemigos. En vez de sacrificar al dios el animal más valioso que poseía –un toro descomunal extrañamente salido de las aguas-, Minos había decidido emplearlo como semental y lo había sustituido por un buey menos imponente. La venganza de Poseidón se había desencadenado de la manera más cruel posible. Aquella misma noche, el dios se había aparecido en sueños a la reina incitándola a salir de palacio para bajar a la playa. En el momento en que Parsifae había llegado a la orilla, un segundo toro, más espléndido si cupiera, había emergido lentamente de las aguas hasta quedarse quieto cerca de la arena. Apenas lo vislumbró la reina sintió unos deseos irreprimibles de unirse a la bestia. Pero sabía que no lograría sus propósitos y que moriría aplastada si intentaba aproximarse a la bestia. Desde entonces, rondaba presa de furia por las estancias del palacio.
Habiendo llegado hasta sus oídos que un constructor ingenioso había llegado a puerto, Parsifae lo mandó traer y le pidió que le fabricara algún tipo de artilugio gracias al cual pudiera satisfacer sus impulsos bestiales. Dédalo urdió una gigantesca vaca mecánica, hecha de un entrelazamiento de vigas de madera que componían una armadura que recubriría con unas pieles de vacuno. El ingenio presentaba dos orificios. A través del más grande, la reina podría esconderse en el interior de la estatua hueca y, por el segundo, lograría, una vez que el toro montara la vaca artificial, apoderarse de su semen.
Nueve meses más tarde, nacería el hijo de la reina y de la bestia: era un ser que descendía de Poseidón, un hijo de dios, entonces. Mas, lejos de la figura luminosa de los héroes, el Minotauro era un monstruo, mitad humano, mitad animal. Voraz y sanguinario, se alimentaba de seres humanos vivos. Sin embargo, en tanto que protegido por el dios de los mares, el Minotauro no podía ser eliminado.
El rey Minos, entonces, acudió al taller de Dédalo y le imploró que librara a Creta de la bestia, no sin dejarla viva. Dédalo accedió a los ruegos del desconsolado y avergonzado rey. Su proyecto aún hoy en día es recordado y considerado como un modelo de obra arquitectónica. ¡Cuántos arquitectos no han soñado con dibujar un planta con una geometría tan compleja y perfecta -en cuyo interior las estancias y los pasillos, las zonas de vida y los recovecos, los espacios habitables y los de paso, forman una unidad tan armoniosa-  como la que ordena un laberinto!
El laberinto: en el centro moraba el Minotauro. A su alrededor, un sin número de galerías se abrían como una tela de araña. Estas le impedían salir, sin duda, al tiempo que le ayudaban a enredar a sus víctimas. Desde el exterior, el laberinto de Creta aparecía como un edificio gigantesco, delimitado por un muro ciego y continuo. Ninguna obertura permitía vislumbrar lo que escondía, salvo una única estrecha puerta de acceso que daba paso a un pasadizo, que muy pronto desembocaba en dos nuevas galerías que se abrían a lado y lado, sumido en la más absoluta oscuridad. Cualquiera que se aventurara en el laberinto se perdía para siempre. Los intrincados pasadizos y la ausencia de luz lo despistaban y le impedían encontrar el camino de regreso. Ya sólo le cabía seguir adelante, hundiéndose cada vez más en la noche, acercándose al corazón de las tinieblas donde moraba el Minotauro.
El laberinto era una trampa mortal. Espacio infernal para quien lo visitaba. Su recorrido llevaba a una muerte segura. El camino, entonces, compuesto de innumerables encrucijadas que constituían nuevas vías sin retorno, se asemejaba al paso del hombre por la vida, en la que no se puede retroceder en el tiempo, y se avanza hacia el fin inevitable. Pese a –o debido a su atmósfera siniestra- el laberinto era una metáfora de la vida en la tierra. El hombre era responsable de sus decisiones, y todos le abocaban, más o menos prontamente, a la muerte. La vida era el camino que emprendía a oscuras, sin saber bien hacia donde se dirigía ni poder detenerse. Sólo llegando hasta el final, el hombre podía librarse de este calvario que era la vida terrenal.

Un palacio y una cárcel: las creaciones de Tomás y de Dédalo se oponían como el día y la noche. Situadas en los extremos del mundo –en lo alto y en los infiernos-, el palacio de Gundosforo y el Laberinto tenían, sin embargo, puntos en común. Ambos eran espacios ideales y, por tanto, modélicos. La obra de Tomás no era de este mundo; era invisible a los ojos de los mortales. Similarmente, el Laberinto, completamente vuelto sobre si mismo, era una estructura infinita, imposible. Ambos constituían casos extremos de espacios arquitectónicos, a los que se llegaba tras la muerte. El palacio de Gundosforo era una casa para el alma; el laberinto, una cárcel anímica. Quienes penetraban y moraban en ellos, lo hacían para la eternidad. Nadie podía escapar de estos espacios inimaginables.
Sin embargo, paradójicamente, estos dos espacios emblemáticos, en principio antitéticos, se complementaban –sin duda, no era extraño que los “masones” medievales rindieran casi culto a Tomás y a Dédalo, conjuntamente. O mejor dicho, constituían los límites del espacio habitable, apto para la vida.
La arquitectura tiene como fin ofrecer un techo al ser humano. Sólo porque existen enemigos e inclemencias, sólo porque el ser humano tiene miedo de los demás y de sus demonios interiores, y teme por su vida, existe el cobijo que ofrece la arquitectura. Ésta protege de peligros reales e imaginarios. Ofrece unas defensas, unos muros, detrás de los cuales los humanos se sienten a salvo. Constituye un refugio, en el que la vida, externa e interior, puede guarecerse. La vida anida en la arquitectura;  el espacio construido alumbra la vida, y le ayuda a perdurar. Sin la arquitectura, el hombre se hallaría indefenso, a merced de sus miedos que le paralizan y le llevan a la muerte. La arquitectura se presenta, entonces, como un receptáculo de luz –de luz y de noche, apoyando la vida, ahuyentando a los males. La luz sucede a la noche. Ambas son necesarias a la vida. Sin oscuridad no existe alumbramiento. La luz sólo despunta en medio de las tinieblas, sólo cobra presencia y sentido cuando levanta el velo de la noche.

Los palacios de Tomás y de Dédalo son imágenes del cielo y de los infiernos, espacios limítrofes por entre los cuales la vida circula, dirigiéndose de uno a otro. Ambos acotan el espacio de la vida del hombre. La casa y la ciudad en la que habitamos se hallan entre el día y la noche. En éstas el hombre no queda deslumbrado, ni anda a tientas. Antes bien, se siente a buen recaudo, en seguridad. Son espacios claro-oscuros que amortiguan el hiriente resplandor celeste y la negra noche infernal. Gracias a l existencia de ambos espacios utópicos, inalcanzables, sabemos cuales son los límites de nuestro mundo. Construyendo para almas y para demonios, Tomás y Dédalo demostraron que había que estar familiarizado con la luz y con la noche para saber delimitar un espacio en el que la vida se acoja. Señalaron cual era el espacio del ser humano, a caballo entre el día y la noche, mezclando luces y sombras, el espacio del tránsito de la vida. El ser humano no puede vivir en el cielo ni en los infiernos, sino en un ámbito en el que lo celestial y lo material, la luz y las tinieblas se mezclan abriendo un espacio, cálido y penumbroso,  en el que la vida no quede cegada. 

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