Sin embargo, los juicios no afectan la forma de las obras, la manera de comunicar formalmente ciertas ideas.
Las críticas se dirigen al contenido: son obras que simbolizan y exaltan el general Franco, su poder, su mundo.
El juicio, por tanto, no es artistico y cabría preguntarse si es procedente, puesto que las obras, maestras o mediocres, pertenecen al mundo del arte y requieren un tipo de aproximación: un enjuiciamiento de cómo se transmiten ciertas ideas, no sobre éstas.
Marés y Vilafomat no eran artistas despreciables, como no lo eran -salvadas las obvias distancias- Bernini y Donatello, cuyas estatuas ecuestres, renacentistas o barrocas, de bronce, que representan respectivamente al rey-sol de poder absoluto Luis XIV, y al "condottiere" -o general golpista- Gattamalata, en espacios públicos de París y Padua, deberían ser repudiadas si se aplicaran los criterios con los que se juzgan las estatuas de Barcelona, en vez de ser consideradas obras de arte maestras.
Las críticas que las estatuas barcelonesas han recibido son, sin embargo, interesantes porque revelan una manera de juzgar estas efigies que ya solo se da en algunas culturas y que denotan paradójicamente el impacto, la fuerza de estas obras.
Del mismo modo que el antiguo testamento y el Corán prohíben la representación antropomorfica de la divinidad, o cualquier efigie humana, y que sectas religiosas o políticas como los talibanes o el ISIL proclaman hoy la destrucción de las estatuas por su contenido -la divinidad que no puede representarse, o dioses páganos considerados demonios-, lo que es una manifestación de la fascinación que dichas imágenes poseen, capaces de convencer a los hombres de la existencia de la divinidad o de un poder divino o demoniaco en una obra, de seducirlos, las críticas a las estatuas de Barcelona son una inesperada manifestación de su grandeza ya que son capaces de manifestar el poder aún actual o latente del dictador que podría turbar el orden público o a los ciudadanos incapaces de juzgar por sí mismos.
Cabe añadir que la crítica platónica a las imágenes sagradas plásticas y literarias obedece, en parte, a otras consideraciones: a la incapacidad de las imágenes por transmitir la grandeza divina, por lo que las imágenes son inútiles o peligrosas al mostrar una imagen desvalorizada o errónea del poder divino.
Dado que ningún crítico barcelonés se ha quejado de la "mala" imagen del "franquismo" que las estatuas de Viladomat y de Marés transmiten, se puede suponer que sus juicios se basan en criterios semejantes a los de los iconoclastas de las religiones monoteístas.
Esta manera impropia -que no atiende a lo que la obra es y significa- de juzgar una estatua no es, sin embargo, ajena al mundo del arte. Algunas exposiciones de arte contemporáneo -como ocurría en el museo de arte contemporáneo de Barcelona y hoy en el museo de arte moderno. Centro Reina Sofía de Madrid - se basan en obras cuyo mérito radica en que ilustran ciertas ideas, no en la manera como las transmiten de manera compleja. Las obras son transparentes, mecanismos que libran ideas o contenidos sin filtros, obras que son, por tanto, anuncios, proclamas, y no obras de arte en las que las formas y maneras logran que ideas o ideologías tan repudiables o extrañas como el absolutismo, sean aceptables o apreciadas o, mejor dicho, obras en las que se aprecia la manera cómo aquellas ideas se manifiestan y transmutan. Aristóteles ya había escrito que el arte plástico y poético tiene el poder de mostrar de manera asumible escenas - agobias, torturas, asesinatos, como los que la maga Medea cometió contra sus hijastros, o el "sadismo" de las batallas ante Troya- que, en realidad, serían insoportables. Lo que la Iliada cuenta de manera admirable sería imposible de contemplar de manera templada o distanciada en realidad. Las crueles y sangrientas coreografías en las luchas cuerpo a cuerpo son habrían podido instituirse en un espectáculo moral.
¿Qué pensar entonces de los juicios que suscitan las estatuas barcelonesas? Por un lado, las críticas denotan la capacidad de las obras de exteriorizar el poder de Franco con toda su dureza, su crudeza, su vulgaridad y el terror que inspira, pero por otro también son un síntoma, posiblemente involuntario, de la incapacidad de esas obras por transmutar el horror en belleza, aunque la incapacidad puede radicar en la obra o en la mirada del crítico que se niega a ver esas efigies, sin duda mediocres, pero no más que tantos monumentos de Barcelona -como la escultura en honor del presidente Maciá de Subirachs, que no provoca ningún rechazo pese a su baja calidad artística- obras de arte que deberían, entonces, enjuiciadas de muy diversa "forma".
El arte puede tener un contenido político pero en este caso, Proust explicaba, no es arte o no puede ser valorado como arte.
Si las esculturas se exponen públicamente, se supón que se consideran como entes pertenecientes al mundo del arte.
Los juicios, pues, son impropios.
Mas, considerándolas (no valorándolas) como lo que son, obras de arte, ¿merecen realmente ser expuestas, merecemos estar expuestos a semejantes mediocridades? Si la respuesta es afirmativa, quizá se deba replantear la exposición pública de tantas estatuas en Barcelona.
¿Empezamos por la Sagrada Familia, o por la Dama de Barcelona de Lichsteinten?