viernes, 21 de octubre de 2016
Iconoclastia (o el retorno de los brujos)
El Ayuntamiento de Barcelona acaba de retirar una escultura de bronce exenta expuesta en un espacio público que forma parte de las colecciones públicas. ¿El motivo? Los graves daños sufridos por la obra, manchada y derribada.
Una acción semejante daría lugar a un juicio y a una costosa indemnización, amén de incapacitar la administración responsable para organizar exposiciones y obtener préstamos. La seguridad exigible no se cumplió.
¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
La obra ha sido atacada porque representa a un dictador, el General Franco. Se trata de una estatua ecuestre naturalista de gran tamaño, de cierta entidad -aunque completamente desfasada con respeto al arte de los años 60- obra de un conocido escultor catalán, realizada hace decenas de años. Se trataba de un encargo público. La obra, expuesta al aire libre en su momento, fue retirada y guardada en los almacenes municipales hace unos años.
El daño sufrido por la obra no es consecuencia de su cualidad, sino del tema que representa. Dicha actitud no es nueva. La historia antigua y reciente cuenta numerosos ejemplos de iconoclastia (o derribo de imágenes por su contenido), desde el derribo de una escultura similar que representa a un presidente autonómico catalán que se ha revelado corrupto, hasta la condena de una efigie real en posición indecorosa expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona -que provocó un justo escándalo precisamente porque no se valoró la imagen como una obra de arte (por mediocre que fuera), una actitud contraria a la que ha afectado la estatua ecuestre- , por no citar las voladuras de estatuas religiosas por extremistas islámicos en diversas partes del mundo.
En verdad, las condenas artísticas -que no desembocan necesariamente en un ataque físico, sino en la retirada de la obra- son habituales en el mundo del arte. Aún colean las críticas que representaciones religiosas cristianas hechas con excrementos o hundidas en fluidos corporales recibieron. También en estos casos, el juicio no se dirigía a la obra sino al tema, si bien cabe plantearse si el tema se puede separar de su plasmación plástica.
¿Significa eso que no todo puede ser representado? o que ¿la obra de arte no da lugar a un juicio desinteresado y distinta sino que activa reacciones pasionales, como si fuera lo que en principio no es, un fetiche mágico? La teoría del arte occidental, desde el siglo XVIII, que ha intentado segregar el arte de la magia y la religión ¿se revela improcedente o ilusa? Una obra de arte -inerte- ¿puede despertar reacciones violentas -que quizá el tema o la persona representada no causaría? ¿Confundimos imagen y modelo?
¿Es posible separarlos, y enjuiciar obras estéticamente admirables de su contenido? Seguramente sí es posible: nadie se escandaliza de la mortuoria o sádica iconografía cristiana, como tampoco nadie lacera cuadros o películas que representan escenas sangrientas, ni derriba pirámides pese a ser monumentos desaforados en honor de un mortal inmortalizado -o al menos, casi nadie? De hecho, cualquier juicio político o ético ante unas pirámides egipcias -o cualquier monumento, pese a que un teórico de las artes expusiera con razón que todo monumento está manchado de sangre, pues exalta la inhumanidad o la inmortalidad por encima o en detrimento de la humana, mortal condición-, es considerado una falta de gusto o una manifestación de ignorancia. Destruir un cuadro que representa a Judas o a los soldados que torturaron a Cristo, es inconcebible o da lugar a arrestos y condenas penitenciarias. El arte se admira desde lejos pese a lo que representa. Esta verdad, cuestionable pero imperante, se aplica tanto ante una obra que se burla de un monarca como de otra que lo exalta. Se debe valorar la representación, no a lo representado.
¿Qué ocurre en el caso de la estatua ecuestre de Barcelona?
La obra estaba almacenada en los depósitos municipales que se suponen responden a normas de seguridad internacionales. La estatua se halló fragmentada, si bien estaba entera cuando se depositó en las reservas. Había perdido una parte. Se expuso, sin embargo, tal como se encontró. Esta decisión sorprende. Ninguna institución pública o cultural expone bienes gravemente dañados sin restauración. El ayuntamiento dedica unos fondos para la restauración de obras de arte que sufren el paso del tiempo, incluso obras mediocres. No ha sido así en este caso. ¿Por desidia o voluntariamente?
Las medidas de seguridad, los controles que aplican museos e instituciones son máximos: las obras se fotografían cuando se embalan y se desembalan, viajan acompañadas, se analizan con luz ultravioleta antes de ser expuestas a fin de detectar cualquier incidencia, por mínima que sea. El menor fragmento, a veces tan solo polvo, se recoge cuidadosamente. En ocasiones, se reintegran diminutas partículas si se logra averiguar de dónde proceden. Ninguna escultura se expone sin estos controles. En este caso, sin embargo, la obra, rota en los depósitos municipales, se expuso: nadie la retiró, como habría sido de recibo, tras haber alertado de inmediato la compañía de seguros, La alarma sobre las condiciones de almacenamiento habría sido máximas. La institución, posiblemente, habría visto su prestigio mermado, y las posibilidades de organizar una nueva exposición, muy disminuidas. Una rotura de una pieza en una exposición en Barcelona en 1997, por causas absolutamente ajenas a la institución organizadora, dio pie a un grave incidente diplomático entre Francia y España que amenazó cualquier posible préstamo de una institución pública francesa a España. El acuerdo costó dos años de negociaciones.
Se puede deducir, por tanto, que la obra, seguramente intencionadamente rota o mutilada -fuera la parte perdida movible o no-, fue también expuesta intencionadamente fragmentada, porque el daño que la obra presenta afectaría, se cree, al personaje figurado. El maltrato sufrido por la obra se aplica al retratado. En este caso, la obra no es considerada como una obra de arte sino como un fetiche mágico cuya mutilación alcanza a quien representa o sustituye. Por tanto, cualquier daño que la obra sufra acrecienta su sentido, pues dicho daño no se dirige a la obra sino al personaje. Pintarla y derribarla entra, así, dentro de la lógica que rige la función de los fetiches. Quemar la estatua en la hoguera -ya que el personaje figurado no puede ser físicamente ajusticiado- hubiera tenido pleno sentido.
Estas creencias en el poder mágico de las imágenes rige en culturas "tradicionales", "primitivas", o imbuidas de sacralidad. España -y aun menos Barcelona- no parecía formar parte de tales sociedades, hasta hoy. Es el retorno de los brujos. Según como se enjuicie las imágenes -ya sea como obras de arte, ya sea como fetiches- el trato que reciban será distinto. Bien harían los museos de Barcelona en cerrar puertas ante la vuelta del temor por el poder de los fetiches.
Una acción semejante daría lugar a un juicio y a una costosa indemnización, amén de incapacitar la administración responsable para organizar exposiciones y obtener préstamos. La seguridad exigible no se cumplió.
¿Por qué? ¿Qué ocurrió?
La obra ha sido atacada porque representa a un dictador, el General Franco. Se trata de una estatua ecuestre naturalista de gran tamaño, de cierta entidad -aunque completamente desfasada con respeto al arte de los años 60- obra de un conocido escultor catalán, realizada hace decenas de años. Se trataba de un encargo público. La obra, expuesta al aire libre en su momento, fue retirada y guardada en los almacenes municipales hace unos años.
El daño sufrido por la obra no es consecuencia de su cualidad, sino del tema que representa. Dicha actitud no es nueva. La historia antigua y reciente cuenta numerosos ejemplos de iconoclastia (o derribo de imágenes por su contenido), desde el derribo de una escultura similar que representa a un presidente autonómico catalán que se ha revelado corrupto, hasta la condena de una efigie real en posición indecorosa expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona -que provocó un justo escándalo precisamente porque no se valoró la imagen como una obra de arte (por mediocre que fuera), una actitud contraria a la que ha afectado la estatua ecuestre- , por no citar las voladuras de estatuas religiosas por extremistas islámicos en diversas partes del mundo.
En verdad, las condenas artísticas -que no desembocan necesariamente en un ataque físico, sino en la retirada de la obra- son habituales en el mundo del arte. Aún colean las críticas que representaciones religiosas cristianas hechas con excrementos o hundidas en fluidos corporales recibieron. También en estos casos, el juicio no se dirigía a la obra sino al tema, si bien cabe plantearse si el tema se puede separar de su plasmación plástica.
¿Significa eso que no todo puede ser representado? o que ¿la obra de arte no da lugar a un juicio desinteresado y distinta sino que activa reacciones pasionales, como si fuera lo que en principio no es, un fetiche mágico? La teoría del arte occidental, desde el siglo XVIII, que ha intentado segregar el arte de la magia y la religión ¿se revela improcedente o ilusa? Una obra de arte -inerte- ¿puede despertar reacciones violentas -que quizá el tema o la persona representada no causaría? ¿Confundimos imagen y modelo?
¿Es posible separarlos, y enjuiciar obras estéticamente admirables de su contenido? Seguramente sí es posible: nadie se escandaliza de la mortuoria o sádica iconografía cristiana, como tampoco nadie lacera cuadros o películas que representan escenas sangrientas, ni derriba pirámides pese a ser monumentos desaforados en honor de un mortal inmortalizado -o al menos, casi nadie? De hecho, cualquier juicio político o ético ante unas pirámides egipcias -o cualquier monumento, pese a que un teórico de las artes expusiera con razón que todo monumento está manchado de sangre, pues exalta la inhumanidad o la inmortalidad por encima o en detrimento de la humana, mortal condición-, es considerado una falta de gusto o una manifestación de ignorancia. Destruir un cuadro que representa a Judas o a los soldados que torturaron a Cristo, es inconcebible o da lugar a arrestos y condenas penitenciarias. El arte se admira desde lejos pese a lo que representa. Esta verdad, cuestionable pero imperante, se aplica tanto ante una obra que se burla de un monarca como de otra que lo exalta. Se debe valorar la representación, no a lo representado.
¿Qué ocurre en el caso de la estatua ecuestre de Barcelona?
La obra estaba almacenada en los depósitos municipales que se suponen responden a normas de seguridad internacionales. La estatua se halló fragmentada, si bien estaba entera cuando se depositó en las reservas. Había perdido una parte. Se expuso, sin embargo, tal como se encontró. Esta decisión sorprende. Ninguna institución pública o cultural expone bienes gravemente dañados sin restauración. El ayuntamiento dedica unos fondos para la restauración de obras de arte que sufren el paso del tiempo, incluso obras mediocres. No ha sido así en este caso. ¿Por desidia o voluntariamente?
Las medidas de seguridad, los controles que aplican museos e instituciones son máximos: las obras se fotografían cuando se embalan y se desembalan, viajan acompañadas, se analizan con luz ultravioleta antes de ser expuestas a fin de detectar cualquier incidencia, por mínima que sea. El menor fragmento, a veces tan solo polvo, se recoge cuidadosamente. En ocasiones, se reintegran diminutas partículas si se logra averiguar de dónde proceden. Ninguna escultura se expone sin estos controles. En este caso, sin embargo, la obra, rota en los depósitos municipales, se expuso: nadie la retiró, como habría sido de recibo, tras haber alertado de inmediato la compañía de seguros, La alarma sobre las condiciones de almacenamiento habría sido máximas. La institución, posiblemente, habría visto su prestigio mermado, y las posibilidades de organizar una nueva exposición, muy disminuidas. Una rotura de una pieza en una exposición en Barcelona en 1997, por causas absolutamente ajenas a la institución organizadora, dio pie a un grave incidente diplomático entre Francia y España que amenazó cualquier posible préstamo de una institución pública francesa a España. El acuerdo costó dos años de negociaciones.
Se puede deducir, por tanto, que la obra, seguramente intencionadamente rota o mutilada -fuera la parte perdida movible o no-, fue también expuesta intencionadamente fragmentada, porque el daño que la obra presenta afectaría, se cree, al personaje figurado. El maltrato sufrido por la obra se aplica al retratado. En este caso, la obra no es considerada como una obra de arte sino como un fetiche mágico cuya mutilación alcanza a quien representa o sustituye. Por tanto, cualquier daño que la obra sufra acrecienta su sentido, pues dicho daño no se dirige a la obra sino al personaje. Pintarla y derribarla entra, así, dentro de la lógica que rige la función de los fetiches. Quemar la estatua en la hoguera -ya que el personaje figurado no puede ser físicamente ajusticiado- hubiera tenido pleno sentido.
Estas creencias en el poder mágico de las imágenes rige en culturas "tradicionales", "primitivas", o imbuidas de sacralidad. España -y aun menos Barcelona- no parecía formar parte de tales sociedades, hasta hoy. Es el retorno de los brujos. Según como se enjuicie las imágenes -ya sea como obras de arte, ya sea como fetiches- el trato que reciban será distinto. Bien harían los museos de Barcelona en cerrar puertas ante la vuelta del temor por el poder de los fetiches.
jueves, 20 de octubre de 2016
Capricornio en Roma
La constelación de Capricornio estaba para la advocación de Enki/Ea, dios mesopotámico de las aguas, la magia, y la arquitectura, lógico si pensamos que se ubica cerca de constelaciones ligadas todas ellas a las aguas fecundas (Piscis y Acuario) en el cielo -tal como contamos en un texto anterior.
Su signo, un ser híbrido formado por una cabra y un pez, simbolizaba el control que Enki ejercía sobre los dos dominios de la tierra y de las aguas.
Babilonia no tuvo la última palabra sobre esta constelación. Brilló especialmente en los inicios del Imperio Romano. Augusto dijo haber nacido bajo este signo -lo que posiblemente fuera falso: Octavio, llamado luego Augusto, nació cuando la constelación de Libra dominaba, pero se pensaba que había sido engendrado bajo la influencia de Capricornio- y que la constelación lo protegía. La asociación entre Augusto y Capricornio era significativa, sin embargo.
En Roma, Capricornio ya no estaba bajo el control del dios Enki o Ea, una divinidad antiquísima que se desvanecía. Neptuno y Saturno eran ahora los dioses que se manifestaban bajo Capricornio. La relación entre Neptuno y dicha constelación era lógica. Neptuno era tanto el dios de las entrañas de la tierra cuanto de las aguas marinas, por lo que asumía las funciones que habían incumbido al dios mesopotámico. Cuando Neptuno ascendía a través de la constelación, en diciembre, las aguas que traía empezaban a regar la tierra preparando el adviento del año nuevo.
La relación entre Capricornio y Saturno quizá fuera sorprendente -pero era lógica. Saturno era el padre de los dioses, el primer dios. Bajo su mandato tuvo lugar la Edad de Oro: una época durante la cual no existieron rivalidades entre hombres, dioses y animales, que compartían un mismo espacio idílico. La ausencia de conflictos implicaba que sistemas defensivos, techos protectores y cerramientos no fueran necesarios. Cuando la Edad de Oro, se contaba, las ciudades carecían de murallas, y las casas estaban abiertas de par en par. El cuerno de la cabra-pez (Capricornio significa cuerno de cabra) era la cornucopia o cuerno de la abundancia de la que brotaba un maná de bienes que cubrían los seres de bienaventuranzas.
La Edad de Oro era el mundo tal como Saturno lo creó: un mundo perfecto. Dada la voluntad de Augusto de retornar a la Edad de Oro, era necesario que hubiera nacido bajo el signo de Capricornio, la única manera que pudiera estar bajo el influjo del dios sabio y meditabundo Saturno. La doble naturaleza, acuosa y terrenal, de Capricornio, simbolizaba bien el poder de Augusto sobre tierras y mares.
El dios mesopotámico Enki fue, sin embargo, un dios constructor: concluyó la obra de su padre An, el dios del Cielo. Suyas eran las técnicas edilicias y las artimañas para delimitar parcelas, levantar paredes y cubrir interiores. Se trataba de un dios activo, muy distinto de Saturno, un dios que reposaba tras la creación del mundo, que no necesitó reparar o completar nada.
A través del imaginario del signo y de la constelación de Capricornio se detecta la tan distinta visión de la arquitectura mesopotámica y romana. Para los mesopotámicos, construir, restaurar y reconstruir eran tareas ineludibles que se tenían que ejercer sin cesar, pues el mundo no fue creado perfecto y se deterioraba en cuando se completaba. La constelación de Capricornio influía en las acciones constructivas y restauradoras.
En Roma, en cambio -como en Israel- el mundo fue creado perfecto, aunque también se degradaba. De ahí que fuera necesario restaurarlo antes de volver a descansar: tal era la tarea de Augusto. Volver a actuar como Saturno, es decir restablecer la paz, lo que conllevaba el derribo de murallas y la apertura de cierres, a fin que el Imperio fuera una imagen renovada de la Edad de Oro. No se construía para defender ni delimitar, sino para eliminar barreras, borrar huellas de la acción humana que degradaba la creación saturnina. También en esta tarea hércúlea, solo la constelación de Capricornio podía iluminar y guiar.
Una exposición excepcional, en el Instituto para el Estudio del Mundo Antiguo (ISAW) de Nueva York, titulada El Tiempo y el Cosmos en la Antigüedad Greco-latina, detalla con precisión la importancia augustea de Capricornio.
miércoles, 19 de octubre de 2016
MICHAEL ARAD (1969): MUSEO MEMORIAL DEL 11-9 (NUEVA YORK, 2011)
Fotos: Tocho, octubre 2016
Pese a que hubiera sido escogido como uno de los mejores museos del mundo, el Museo Memorial del 11-9 en Nueva York, que no acepta los pases del ICOM -por lo que se desmarca de las normas habituales de los museos en la mayoría de los países-, del arquitecto británico Michael Arad (1969), autor igualmente de los dos fascinantes fuentes hundidas abismales que ocupan el hueco de las Torres caídas. no invitaba a visitarlo.
El volumen un tanto gratuito y el tratamiento exterior de las fachadas, de los arquitectos noruegos Snohetta (autores de la reciente ópera de Oslo), juegan también en contra.
Los prejuicios o las reticencias, sin embargo, no eran aceptables.
Se trata, en efecto, de un museo sobrecogedor.
El contenido hubiera podido provocar cierto hartazgo en espectadores no directamente afectados por el atentado: un museo que es monumento a las víctimas -en ocasiones, literalmente, caídos, que se tiraban por las ventanas de los rascacielos debido al calor abrasador en las salas a causa del incendio- durante el ataque terrorista de las Torres Gemelas y su posterior derrumbe.
El museo comprende dos partes. La segunda expone toda clase de objetos hallados entre las ruinas. Su exposición sistemática y obsesiva, como en un museo de ciencias naturales del siglo XIX, evita el sentimentalismo.
Pero es la primera parte la que más sobrecoge, precisamente porque no muestra nada. Se trata de una bajada, en una relativa oscuridad, por una escalinata inacabable negra, que recorre suspendida un vacío descomunal, limitado, en uno de los lados, por los cimientos de hormigón desmesurados de las torres caídas que conservan aun los anclajes de la estructura: el color gris del hormigón, y de la sala, se asocia inevitable pero casi poéticamente con la ceniza. Se desciende en el vacío. Las barandillas de vidrio acrecientan la atracción que aquél suscita: visualmente nada se interpone entre quien baja, casi con temor, y el fondo de la falla a decenas de metros de profundidad. Allí, abajo, tan solo unos bancos desordenados sobre los que se apoyan archivos documentales, en medio de uno de los pocos elementos verticales de hierro retorcido que sobrevivieron. Y huellas en el enlosado de hormigón original de elementos estructurales fundidos. Es un museo que solo muestra ausencias, marcas y límites de lo que ha desaparecido.
Las torres se evocan por los cimientos, el horror por un descenso que no cesa; sin redención. Una vez en lo hondo, parece no haber salida -ascendente. Tan solo la grisura de las paredes de hormigón de los cimientos, y la falta de elementos reconocibles, amén del vacío inhumano, evocan lo que tuvo que acontecer el día del ataque. El visitante baja y baja, y no halla nada; no sabe siquiera porque baja pero siente que el hueco le atrapa.
Nunca de ha evocado de manera tan sugerente -y tan contenida, muy lejos del efectismo del Museo Judío del arquitecto Libeskind (autor de la torre de la Libertad en el centro del desaparecido World Trade Centre de Nueva York), en Berlín- con nada: tan solo un recorrido sin retorno.
lunes, 17 de octubre de 2016
REENA SAINI KALLAT (1973): WOVEN CHRONICLE (CRÓNICA TEJIDA, 2011-2016)
Un gigantesco mapamundi de colores en una pared del Museo de Arte Moderno de Nueva York de la artista hindú Kallat
El tejido está formado por cables eléctricos. Aluden al derribo de fronteras. El mundo está conectado, cada ciudad, cada estado. Las conexiones tejen el territorio. Ya no existen excluidos ni abandonados a su suerte. Las conexiones se tejen en ambos sentidos. Relaciones, encuentros, el mundo parece un lugar sin barreras.
Los hilos están electrificados. Son alambradas, en verdad. Trazan conexiones que son exclusiones. Circulan ideas pero no personas. Encierran, aíslan.
Son mapas de colores. La imagen evoca placer.
Los hilos se extienden desde ovillos. Éstos están desparramados por el suelo. Son la promesa de un tejido que crece, o los restos de un fracaso.
CARMEN HERRERA (1915): PINTURA Y ARQUITECTURA
Carmen Herrera sigue pintando. Tiene ciento y un años.
Hubo unos años en que su trabajo no era tan fácil. Emigrante cubana, mujer y artista en los Estados Unidos, refugiada en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, y realizando obras abstractas geométricas en los años cincuenta cuando triunfaba el Expresionismo Abstracto.
El trabajo de Herrera se distinguía y se reconoce gracias a sus estudios de arquitectura. Las telas son cuadros. Estos son objetos y se presentan como objetos, como maquetas de arquitectura, como portales o fachadas. No cuenta solo la fachada - la superficie de la tela- sino, como en un arco o un pórtico, el frente gira y concede importancia a los lados. El canto es tan importante como el frente. Un cuadro es un volumen. Se muestra contra una pared o en el espacio. Se dispone de tal modo que se ofrece a la mirada pero también la conduce. Se muestra de frente y de lado. Se puede girar alrededor suyo. Ya no tiene dorso -el bastidor que se esconde, que se coloca o se castiga contra la pared-, sino dos lados o caras principales. El cuadro sigue siendo una superficie sobre la que se inscribe una imagen, pero no niega su condición material.
Una exposición en la nueva sede del museo Whitney de Nueva York descubre esta artista que desconocía.
Fotos: Tocho, octubre de 2016
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