domingo, 25 de diciembre de 2016
FRANCIS AND THE LIGHTS (FRANCIS FAREWELL STARLITE, 1981): MY CITY´S GONE (MI CIUDAD YA NO EXISTE, 2016)
Sobre este músico norteamericano -no se trata de un grupo sino de una sola persona, cuya figura se prolonga virtualmente en escena dando lugar a Las Luces- véase su página web
STATUS QUO: PARADISE FLAT (PISO PARADISÍACO, 1967)
Hubo un tiempo, hace ya algún año -cuando la segunda mitad de los años 60- que los Status Quo (llamados The Status Quo) no eran autómatas berreando we-are-in-the-army-now, sino un grupo experimental...
Time flies...
Desde ayer noche, ya no están.
El niño dios
Tages, dios-niño etrusco
Dios-niño fenicio
Harpócrates, dios-niño egipcio ptolemaico
Sileno con Dionisos de niño
Jesús, el niño cristiano
La mayoría de los dioses paganos nacían y morían (antes de renacer). Pasaban por las tres etapas de la vida, infancia, edad adulta y anciandad. Tras desaparecer, a menudo tras una muerte violenta que implicaba una desmembración, reaparecían al año siguiente, anunciando el año nuevo, año que empezaba como el primer año de la historia, el año original, originario, el año de la creación del mundo.
Se conocen dioses paganos representados en distintas fases de su vida, particularmente Apolo, Hermes y Dionisos (cuyas imágenes, quizá no casualmente, están en el origen de la imagen de Jesús) . Pero, incluso en estos casos, los dioses de niño eran distintos de los dioses ya adultos aunque su personalidad ya estaba determinada. El niño Apolo, nacido en la isla de Delos, era más juguetón que el Apolo adulto, pero era también tan imprevisible e inquietante como el Apolo que fundara su santuario en Delfos.
Eran casi dioses distintos.
Los dioses de niño eran dioses-niño o niños-dioses, dioses que siempre eran niños, cuya naturaleza era la de un niño. En ocasiones, habían brotado de las entrañas de la tierra para anunciar a los hombres una nueva era o entregarles un libro sagrado. Tal era el papel que cumplía un dios infante en Fenicia o Tages en Etruria. Horus, en el Egipto faraónico (llamado Harpócrates, bajo los Ptolomeos) fue siempre un niño. No evolucionó, no creció nunca.
El dios cristiano también fue un niño, y así fue representado. Pero la niñez fue concebida como una fase de la vida. No fue siempre un niño. Fue un dios que nació, creció y murió, sin que se marcasen fases reconocibles. Fue un dios en constante evolución. Cada imagen suya era significativa. El hijo de dios, pese a ser un hijo, nunca tuvo una imagen característica. La única que lo define es la de un ser humano, necesariamente sometido a un cambio -crecimiento y decrepitud- constante. Los dioses paganos fueron niños, niños sabios. El dios cristiano fue un hombre y, por tanto, hubo un tiempo en que fue un niño; niño particularmente dotado, como demostró ante los sabios del templo, sabiduría que sorprendió precisamente porque los niños humanos no suelen tener semejante sabiduría.
El dios cristiano no fue superior a los dioses paganos. fue distinto. Es cierto que Nietzsche consideraba que el dios cristiano era una manifestación degenerada de los dioses paganos, mientras que el filósofo español Eugenio Trías, siguiendo a Hegel, pensaba que los dioses se crecieron en la historia, desde los dioses reducidos a elementos naturales de las religiones "primitivas" hasta el dios espíritu islámico, superior al dios portavoz humano cristiano. Pero, en verdad, lo que el dios cristiano mostró es que los dioses son como los humanos: pasan por la vida, el tiempo los crece y los mortifica, si bien la destrucción que el tiempo causa debe ser asumida y aceptada por los humanos ya que incluyo destruye a los dioses. Quizá sea ésta la razón del dios cristiano: evitar cualquier esperanza ilusoria de escapar al tiempo, asumir que somos seres en el tiempo, mortales.
Dios-niño fenicio
Harpócrates, dios-niño egipcio ptolemaico
Sileno con Dionisos de niño
Jesús, el niño cristiano
La mayoría de los dioses paganos nacían y morían (antes de renacer). Pasaban por las tres etapas de la vida, infancia, edad adulta y anciandad. Tras desaparecer, a menudo tras una muerte violenta que implicaba una desmembración, reaparecían al año siguiente, anunciando el año nuevo, año que empezaba como el primer año de la historia, el año original, originario, el año de la creación del mundo.
Se conocen dioses paganos representados en distintas fases de su vida, particularmente Apolo, Hermes y Dionisos (cuyas imágenes, quizá no casualmente, están en el origen de la imagen de Jesús) . Pero, incluso en estos casos, los dioses de niño eran distintos de los dioses ya adultos aunque su personalidad ya estaba determinada. El niño Apolo, nacido en la isla de Delos, era más juguetón que el Apolo adulto, pero era también tan imprevisible e inquietante como el Apolo que fundara su santuario en Delfos.
Eran casi dioses distintos.
Los dioses de niño eran dioses-niño o niños-dioses, dioses que siempre eran niños, cuya naturaleza era la de un niño. En ocasiones, habían brotado de las entrañas de la tierra para anunciar a los hombres una nueva era o entregarles un libro sagrado. Tal era el papel que cumplía un dios infante en Fenicia o Tages en Etruria. Horus, en el Egipto faraónico (llamado Harpócrates, bajo los Ptolomeos) fue siempre un niño. No evolucionó, no creció nunca.
El dios cristiano también fue un niño, y así fue representado. Pero la niñez fue concebida como una fase de la vida. No fue siempre un niño. Fue un dios que nació, creció y murió, sin que se marcasen fases reconocibles. Fue un dios en constante evolución. Cada imagen suya era significativa. El hijo de dios, pese a ser un hijo, nunca tuvo una imagen característica. La única que lo define es la de un ser humano, necesariamente sometido a un cambio -crecimiento y decrepitud- constante. Los dioses paganos fueron niños, niños sabios. El dios cristiano fue un hombre y, por tanto, hubo un tiempo en que fue un niño; niño particularmente dotado, como demostró ante los sabios del templo, sabiduría que sorprendió precisamente porque los niños humanos no suelen tener semejante sabiduría.
El dios cristiano no fue superior a los dioses paganos. fue distinto. Es cierto que Nietzsche consideraba que el dios cristiano era una manifestación degenerada de los dioses paganos, mientras que el filósofo español Eugenio Trías, siguiendo a Hegel, pensaba que los dioses se crecieron en la historia, desde los dioses reducidos a elementos naturales de las religiones "primitivas" hasta el dios espíritu islámico, superior al dios portavoz humano cristiano. Pero, en verdad, lo que el dios cristiano mostró es que los dioses son como los humanos: pasan por la vida, el tiempo los crece y los mortifica, si bien la destrucción que el tiempo causa debe ser asumida y aceptada por los humanos ya que incluyo destruye a los dioses. Quizá sea ésta la razón del dios cristiano: evitar cualquier esperanza ilusoria de escapar al tiempo, asumir que somos seres en el tiempo, mortales.
sábado, 24 de diciembre de 2016
Navidad
La palabra navidad viene de un término latino que significa nacimiento, o el día del nacimiento.
La navidad corresponde a la fecha en que nace el hijo de(l) dios cristiano, ya sea en marzo como en los inicios del cristianismo, ya sea en diciembre, según un decreto posterior.
Se considera la navidad como una fecha clave en el cristianismo: constituye la fiesta por excelencia. El que corresponda -más o menos- con el solsticio de invierno, y -exactamente- con el nacimiento del sol Invicto romano -al que el emperador Constantino adoraba, así como el tardío emperador Juliano- testimonia de la importancia de este acontecimiento.
Sin embargo, los evangelios no dicen lo mismo. El nacimiento de Jesús no es narrado por Marcos ni por Juan. Según estos dos evangelistas, Cristo entra en la historia ya adulto. El hecho significativo es su bautizo -adulto- por Juan Bautista (su entronización en la comunidad, no su nacimiento). Todos los años primeros, incluido el de su nacimiento, son silenciados. El primer evangelio, de Mateo, sí narra brevemente el nacimiento: en realidad, cuenta la llegada a Jerusalén de unos astrólogos -y no unos "Reyes Magos"- que inquieren por el nacimiento del elegido, del que solo se cuenta que nace en Belén, en tiempos del rey Herodes. La imagen tradicional, la larga historia del nacimiento que se ha impuesto, procede del relativamente tardío evangelio de Lucas. Éste narra la orden romana del establecimiento de un nuevo censo -no bajo Herodes o Poncio Pilato, sino de Quirino, gobernador de Siria- , la subida de José y María, de Nazaret donde vivían a Belén, ciudad del rey David, de quien José descendía (la ley romana exigía que el censo se hiciera en la ciudad natal), y el parto inesperado, cerca de un establo.
La natividad apenas cuenta en los evangelios. No es un hecho memorable.
Este hecho rompe con lo que los mitos cuentan habitualmente acerca del origen de los dioses, cuyo nacimiento está siempre ligado a un lugar -en el que se edifica posteriomente un templo para conmemorar el acontecimiento. Recordemos el templo de Delos allí donde nació Apolo, por ejemplo, o la mitificación de la cueva de la cabra Amaltea, donde nació Zeus.
El nacimiento de Jesús es un hecho insignificante -no digno de ser contado, o que se narra en unas pocas palabras o líneas en el mejor de los casos, en un único evangelio-. Por otra parte, Jesús no nace en "su" tierra o "su" ciudad, sino durante un desplazamiento de sus padres. Si Jesús hubiera sido una divinidad pagana, hubiera nacido, probablemente, en Nazaret. Su nacimiento se somete a los avatares de la historia. La historia -el censo- condiciona la Historia. Jesús es una divinidad que entra en la historia, que está marcada por la historia.
Sin embargo, la palabra natividad o Navidad está emparentada con la palabra nación -y con (g)ente, (g)entilicio. La nación es el lugar de nacimiento, de enraizamiento. La gente son los nacidos en un lugar determinado, son los dueños de una tierra porque han nacido, han brotado de una tierra. La palabra navidad evoca lo que el término griego autoctonía evoca: la estrecha relación entre la tierra y el nacimiento, tierra que configura y condiciona a una persona, a un miembro de un determinado gentilicio.
Esa es precisamente la revolución cristiana: minimizar la importancia del nacimiento, y minusvalorar la relación entre la tierra (de los padres, ancestrales, bañada de sangre, habitada por los antepasados) y el nacimiento. José y María no se desplazan a Belén porque su hijo deba nacer allí, tierra de David, sino solo porque César Augusto ordena el establecimiento de un nuevo censo que obliga a los padres de Jesús a viajar a Belén. Pero Jesús hubiera debido nacer en Nazaret, ciudad o pueblo, con el que ninguna relación tenía, pero que era la ciudad escogida por sus padres para vivir.
Jesús pone en crisis el imaginario del nacimiento. Si la Navidad se convierte en un hecho fundacional para el cristianismo es precisamente porque rompe con una tradición milenaria que concede una importancia decisiva a la tierra de nacimiento (y no de elección). La tierra -la nación- determina a la persona. Su nacionalidad lo es todo. Jesús abole la noción de nación como tierra de arraigo. Nación es donde uno se halla, habita, no dónde uno nace imperativamente. Esta revolución se irá apagando, sin embargo. Y hoy hemos vuelto a la oscura y sangrienta tradición de las naciones.
La navidad corresponde a la fecha en que nace el hijo de(l) dios cristiano, ya sea en marzo como en los inicios del cristianismo, ya sea en diciembre, según un decreto posterior.
Se considera la navidad como una fecha clave en el cristianismo: constituye la fiesta por excelencia. El que corresponda -más o menos- con el solsticio de invierno, y -exactamente- con el nacimiento del sol Invicto romano -al que el emperador Constantino adoraba, así como el tardío emperador Juliano- testimonia de la importancia de este acontecimiento.
Sin embargo, los evangelios no dicen lo mismo. El nacimiento de Jesús no es narrado por Marcos ni por Juan. Según estos dos evangelistas, Cristo entra en la historia ya adulto. El hecho significativo es su bautizo -adulto- por Juan Bautista (su entronización en la comunidad, no su nacimiento). Todos los años primeros, incluido el de su nacimiento, son silenciados. El primer evangelio, de Mateo, sí narra brevemente el nacimiento: en realidad, cuenta la llegada a Jerusalén de unos astrólogos -y no unos "Reyes Magos"- que inquieren por el nacimiento del elegido, del que solo se cuenta que nace en Belén, en tiempos del rey Herodes. La imagen tradicional, la larga historia del nacimiento que se ha impuesto, procede del relativamente tardío evangelio de Lucas. Éste narra la orden romana del establecimiento de un nuevo censo -no bajo Herodes o Poncio Pilato, sino de Quirino, gobernador de Siria- , la subida de José y María, de Nazaret donde vivían a Belén, ciudad del rey David, de quien José descendía (la ley romana exigía que el censo se hiciera en la ciudad natal), y el parto inesperado, cerca de un establo.
La natividad apenas cuenta en los evangelios. No es un hecho memorable.
Este hecho rompe con lo que los mitos cuentan habitualmente acerca del origen de los dioses, cuyo nacimiento está siempre ligado a un lugar -en el que se edifica posteriomente un templo para conmemorar el acontecimiento. Recordemos el templo de Delos allí donde nació Apolo, por ejemplo, o la mitificación de la cueva de la cabra Amaltea, donde nació Zeus.
El nacimiento de Jesús es un hecho insignificante -no digno de ser contado, o que se narra en unas pocas palabras o líneas en el mejor de los casos, en un único evangelio-. Por otra parte, Jesús no nace en "su" tierra o "su" ciudad, sino durante un desplazamiento de sus padres. Si Jesús hubiera sido una divinidad pagana, hubiera nacido, probablemente, en Nazaret. Su nacimiento se somete a los avatares de la historia. La historia -el censo- condiciona la Historia. Jesús es una divinidad que entra en la historia, que está marcada por la historia.
Sin embargo, la palabra natividad o Navidad está emparentada con la palabra nación -y con (g)ente, (g)entilicio. La nación es el lugar de nacimiento, de enraizamiento. La gente son los nacidos en un lugar determinado, son los dueños de una tierra porque han nacido, han brotado de una tierra. La palabra navidad evoca lo que el término griego autoctonía evoca: la estrecha relación entre la tierra y el nacimiento, tierra que configura y condiciona a una persona, a un miembro de un determinado gentilicio.
Esa es precisamente la revolución cristiana: minimizar la importancia del nacimiento, y minusvalorar la relación entre la tierra (de los padres, ancestrales, bañada de sangre, habitada por los antepasados) y el nacimiento. José y María no se desplazan a Belén porque su hijo deba nacer allí, tierra de David, sino solo porque César Augusto ordena el establecimiento de un nuevo censo que obliga a los padres de Jesús a viajar a Belén. Pero Jesús hubiera debido nacer en Nazaret, ciudad o pueblo, con el que ninguna relación tenía, pero que era la ciudad escogida por sus padres para vivir.
Jesús pone en crisis el imaginario del nacimiento. Si la Navidad se convierte en un hecho fundacional para el cristianismo es precisamente porque rompe con una tradición milenaria que concede una importancia decisiva a la tierra de nacimiento (y no de elección). La tierra -la nación- determina a la persona. Su nacionalidad lo es todo. Jesús abole la noción de nación como tierra de arraigo. Nación es donde uno se halla, habita, no dónde uno nace imperativamente. Esta revolución se irá apagando, sin embargo. Y hoy hemos vuelto a la oscura y sangrienta tradición de las naciones.
jueves, 22 de diciembre de 2016
Lo inútil
Los castores levantan pantanos con ramas entrelazadas, las hormigas alzan estrechos hormigueros con sus cuerpos unidos por las patas, un mono hurga en una concha con un palo; y los nidos son metáforas de un hogar perfecto.
Los animales construyen. Producen útiles con los que mejoran su vida, y logran alcanzar allí donde no llegan tan solo con sus miembros y su fuerza.
Pero los humanos hacen algo distinto: imitan útiles inútiles. Tallan sílex hermosos: piedras perfectamente talladas, cuyo perfil se organiza alrededor de un eje vertical de simetría, imposibles de manejar debido al canto constantemente afilado, pero que satisfacen a la vista y, quizá, parecen poseídos por una fuerza sobrenatural: deslumbran, irradian. Los hombres son los animales que fabrican entes en los que se proyectan, gracias a los cuáles sus esperanzas (de vida, aquí, allí) mejoran pese a que nada pueden "hacer" u obrar mediante dichos entes. Entes inútiles precisamente para que no puedan ser utilizados -gastados y desechados- sino admirados, cuya importancia no reside en su perfecta adaptación a la mano, su capacidad de prolongar el brazo y mejorar el gesto, sino en su superficie en la que el hombre se mira y deposita sus deseos. Son útiles que nos influyen, que guían nuestras vidas, que nos dicen cómo actuar, que nos transmiten valores acerca de nuestras decisiones y acciones, objetos tan vivos y valiosos que tienen como misión acompañar a los difuntos en el tránsito y velar por ellos en el mundo de los muertos.
Los animales son prácticos. saben aprovechar recursos, mejorar el entorno. Los humanos, en cambio, sueñan con otro mundo -dan la espalda a éste, a menudo: existen (aún) tribus que viven voluntariamente a la intemperie, bajo lluvias torrenciales, pero que construyen abrigos para sus fetiches porque solo los espíritus son dignos de cobijarse- poblado de seres y enseres que han inventado y han animado. Somos humanos porque preferimos el sueño a la acción práctica, y porque ésta, cuando sucede, aspira a lo imposible: alcanzar lo que se halla más allá.
Por eso, las humanidades, la teoría y la historia del arte y la arquitectura, el arte deberían ser enseñanzas básicas: nos enseñan a aspirar a algo distinto a la vida rutinaria, aceptando los peligros que acarrea el asomarse a otros mundos -que hemos creado, irreales y sin embargo irresistibles.
Los animales construyen. Producen útiles con los que mejoran su vida, y logran alcanzar allí donde no llegan tan solo con sus miembros y su fuerza.
Pero los humanos hacen algo distinto: imitan útiles inútiles. Tallan sílex hermosos: piedras perfectamente talladas, cuyo perfil se organiza alrededor de un eje vertical de simetría, imposibles de manejar debido al canto constantemente afilado, pero que satisfacen a la vista y, quizá, parecen poseídos por una fuerza sobrenatural: deslumbran, irradian. Los hombres son los animales que fabrican entes en los que se proyectan, gracias a los cuáles sus esperanzas (de vida, aquí, allí) mejoran pese a que nada pueden "hacer" u obrar mediante dichos entes. Entes inútiles precisamente para que no puedan ser utilizados -gastados y desechados- sino admirados, cuya importancia no reside en su perfecta adaptación a la mano, su capacidad de prolongar el brazo y mejorar el gesto, sino en su superficie en la que el hombre se mira y deposita sus deseos. Son útiles que nos influyen, que guían nuestras vidas, que nos dicen cómo actuar, que nos transmiten valores acerca de nuestras decisiones y acciones, objetos tan vivos y valiosos que tienen como misión acompañar a los difuntos en el tránsito y velar por ellos en el mundo de los muertos.
Los animales son prácticos. saben aprovechar recursos, mejorar el entorno. Los humanos, en cambio, sueñan con otro mundo -dan la espalda a éste, a menudo: existen (aún) tribus que viven voluntariamente a la intemperie, bajo lluvias torrenciales, pero que construyen abrigos para sus fetiches porque solo los espíritus son dignos de cobijarse- poblado de seres y enseres que han inventado y han animado. Somos humanos porque preferimos el sueño a la acción práctica, y porque ésta, cuando sucede, aspira a lo imposible: alcanzar lo que se halla más allá.
Por eso, las humanidades, la teoría y la historia del arte y la arquitectura, el arte deberían ser enseñanzas básicas: nos enseñan a aspirar a algo distinto a la vida rutinaria, aceptando los peligros que acarrea el asomarse a otros mundos -que hemos creado, irreales y sin embargo irresistibles.
La ciudad moderna (Austra: Utopia, 2016-2017 & Grimes -Claire Elise Boucher, 1988-: Kill V. Maim, 2016)
A veces, un vídeo musical puede reflejar tan bien el imaginario urbano moderno (una pesadilla, sobre todo) como un antropólogo. Éstos dos han merecido honores este año
Suscribirse a:
Entradas (Atom)