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Sobre este compositor jamaicano-francés véase su página web: http://www.flox-music.com/v3/
domingo, 26 de noviembre de 2017
sábado, 25 de noviembre de 2017
Música y arquitectura en Mesopotamia
La música humana tiene un modelo sobrenatural. La armonia es una proyección de la música de las esferas. Las reguladas y rítmicas órbitas de cada uno de los cuerpos siderales bien ubicados provocaban sonidos en los que no cabía disonancia alguna.
Esta música, que daba cuenta de la perfección del cosmos (que actuaba de caja de resonancia), y que provenía de la vibración de las órbitas cuando entraban en juego, se proyectaba en la tierra, materializándose en el ritmo regular de las proporciones arquitectónicas de templos y palacios que daban cuenta de la musicalidad del cosmos al tiempo que velaban por él.
La relación entre música y arquitectura, estrecha en la Grecia antigua y ejemplificada por la figura decApolo, dios de la música y la poesía (del canto, en verdad), y de la arquitectura -pero también, por su tardía asociación con el sol, de la justicia, que vela por el buen orden en la tierra y en el cielo-, ya existía en Mesopotamia.
Enki (Ea, en acadio) era el dios de las técnicas edilicias. Proyectaba y construía: hincaba sobre todo los cimientos, los fundamentos de las obras. Ayudaba también a reyes cuando fundaban templos, según cuentan las crónicas reales. Su obra maestra era su propio templo ubicado sobre las aguas de los orígenes (una diosa madre primordial que rompía aguas con cada nacimiento de un nuevo dios principal, el dios del cielo, por ejemplo, que pronto sería su esposo pese a ser su hijo) en los que había nacido y en cuyo seno moraba.
Las aguas pertenecían pues a Enki. Su templo, su palacio estaban sobre o dentro de las aguas -aguas que correspondían a su semen fecundante.
Las aguas jugaban un papel fundamental en las ordalias. Este ritual servía para conocer la verdad, limpiar las faltas o ponerlas en evidencia como también las desvelaban todas las superficies brillantes. Las imágenes que revelaban la verdad ascendían a la superficie o se posaban sobre ella. Pero la verdad debía ser invocada. Solo el dios que ejercía su dominio sobre las aguas podía lograr que éstas aclararan la situación. El ritual exigía un encantamiento y una incantación.
Enki, por tanto, cantaba las palabras adecuadas. Fue el primer dios que cantó. Sabía hallar el tono adecuado para que las aguas se abrieran y soltaran la verdad. El canto, el conjuro cantado, el cántico hipnótico vencía todas las resistencias. Las aguas dulcificadas contaban, en su discurrir, lo que se quería saber.
Por eso, también en Mesopotamia, el dios de la arquitectura, Enki o Ea, era también el dios de la música, el inventor de la misma. Música que también se asociaba a la verdad, al orden, al ordenamiento, a los y las órdenes.
Esta es quizá la aportación más sugerente de la exposición sobre música antigua que el Museo del Louvre ha organizado en su sede de Lens (norte de Francia) y que a finales de enero podría verse en Caixaforum de Barcelona.
Esta música, que daba cuenta de la perfección del cosmos (que actuaba de caja de resonancia), y que provenía de la vibración de las órbitas cuando entraban en juego, se proyectaba en la tierra, materializándose en el ritmo regular de las proporciones arquitectónicas de templos y palacios que daban cuenta de la musicalidad del cosmos al tiempo que velaban por él.
La relación entre música y arquitectura, estrecha en la Grecia antigua y ejemplificada por la figura decApolo, dios de la música y la poesía (del canto, en verdad), y de la arquitectura -pero también, por su tardía asociación con el sol, de la justicia, que vela por el buen orden en la tierra y en el cielo-, ya existía en Mesopotamia.
Enki (Ea, en acadio) era el dios de las técnicas edilicias. Proyectaba y construía: hincaba sobre todo los cimientos, los fundamentos de las obras. Ayudaba también a reyes cuando fundaban templos, según cuentan las crónicas reales. Su obra maestra era su propio templo ubicado sobre las aguas de los orígenes (una diosa madre primordial que rompía aguas con cada nacimiento de un nuevo dios principal, el dios del cielo, por ejemplo, que pronto sería su esposo pese a ser su hijo) en los que había nacido y en cuyo seno moraba.
Las aguas pertenecían pues a Enki. Su templo, su palacio estaban sobre o dentro de las aguas -aguas que correspondían a su semen fecundante.
Las aguas jugaban un papel fundamental en las ordalias. Este ritual servía para conocer la verdad, limpiar las faltas o ponerlas en evidencia como también las desvelaban todas las superficies brillantes. Las imágenes que revelaban la verdad ascendían a la superficie o se posaban sobre ella. Pero la verdad debía ser invocada. Solo el dios que ejercía su dominio sobre las aguas podía lograr que éstas aclararan la situación. El ritual exigía un encantamiento y una incantación.
Enki, por tanto, cantaba las palabras adecuadas. Fue el primer dios que cantó. Sabía hallar el tono adecuado para que las aguas se abrieran y soltaran la verdad. El canto, el conjuro cantado, el cántico hipnótico vencía todas las resistencias. Las aguas dulcificadas contaban, en su discurrir, lo que se quería saber.
Por eso, también en Mesopotamia, el dios de la arquitectura, Enki o Ea, era también el dios de la música, el inventor de la misma. Música que también se asociaba a la verdad, al orden, al ordenamiento, a los y las órdenes.
Esta es quizá la aportación más sugerente de la exposición sobre música antigua que el Museo del Louvre ha organizado en su sede de Lens (norte de Francia) y que a finales de enero podría verse en Caixaforum de Barcelona.
La imagen divina
Una visita a la primera iglesia de Boston, de mediados del siglo XVII, un templo Batista en el corazón del primer barrio de la ciudad, habitado por emigrantes italianos desde el siglo XIX, sorprendería si no fuera idéntica a tantos templos protestantes del norte de Europa. Se asemejan a sinagogas. Son espacios comunitarios, que bien podrían confundirse con espacios públicos laicos o profanos si no fuera por el esbelto y prominente campanario: interiores blancos, libres de cualquier ornamentación (pinturas, frescos, estatuas y vidrieras). La luz entra a raudales a través de amplios ventanales cerrados por vidrios transparentes. Ni siquiera una cruz indica orienta el espacio.
Esta ausencia de figuración -común también en sinagogas y nezquitas- revela una concepción de una divinidad irrepresentable, incluso en el caso del protestantismo que tiene como Dios a un ser sobrenatural que se hizo hombre y que, por tanto, como defiende el catolicismo, puede ser representado, sin que dicha imagen naturalista afecte o limite la otra naturaleza, divina, de este ser.
La ausencia de imágenes -y la prohibición y destrucción de las mismas cuando se encuentran- revela, paradójicamente, la presencia de la divinidad. El vacío, la negación, el blanco sin símbolos de lo que no puede simbolizarse (salvo por la ostentosa ausencia de símbolos).
Las imágenes, sin embargo, son necesarias. Nos permiten recordar a la figura representa. Las plegarias , dirigidas a la divinidad, son canalizadas por la imagen. Pero bien es cierto que las imágenes están en el origen del culto a las mismas. ¿Cuántos fieles que besan, acarician o porten estatuas o iconos son conscientes que su adoración debería dirigirse a la figura representada y no a su representación? Las saetas ¿se cantan a las imágenes o a quien figuran? La frontera entre la contemplación estética y la “idolatría” es incierta. Entre la desinteresada admiración y el fetichismo, es difícil dilucidar cómo calificar nuestra relación con las imágenes. Eso significa que la imagen es necesaria para recordar la hora y el destino de las oraciones pero también lleva a equívocos: la oración birn puede tener como meta la propia imagen y no lo que ésta representa pero no encierra porque, por definición, lo divino no puede ceñirse a forma delimitada alguna. La propia imagen Cristiana representa a la naturaleza humana pero no a la naturaleza divina (unida a la anterior, sin embargo) de la divinidad.
La prohibición de la imagen o su destrucción revela, pues, la conciencia de la naturaleza sobrenatural de la divinidad, a la que solo se puede aludir por la ausencia de signos naturalistas o por la presencia de signos que en nada recuerdan una condición divina, como, por ejemplo, espacios profanos, asamblearios, que denotan el abismo entre los hombres y su dios. Darle la espalda, negar su presencia figurada es, extraña pero lógicamente, la manera de simbolizar que la divinidad está presente. Está allí, ante los fieles, cuando éstos no la pueden ver. La ceguera es el signo de que se entra en contacto visual con la divinidad, una paradoja explorada por los primeros artistas abstractos del siglo XX, casi todos protestantes, creyentes en la invisibilidad de la divinidad, evocada por su ausencia, un blanco, o la negación de cualquier alusión a una condición o una situación no profana, no cotidiana. El templo protestante es una casa comunal y no un palacio, porque ningún palacio puede ser “digno” de la divinidad y solo es una muestra de soberbia humana. La blancura es el símbolo de la invisible presencia de todos los colores que configuran la naturaleza inmaterial divina.
Esta ausencia de figuración -común también en sinagogas y nezquitas- revela una concepción de una divinidad irrepresentable, incluso en el caso del protestantismo que tiene como Dios a un ser sobrenatural que se hizo hombre y que, por tanto, como defiende el catolicismo, puede ser representado, sin que dicha imagen naturalista afecte o limite la otra naturaleza, divina, de este ser.
La ausencia de imágenes -y la prohibición y destrucción de las mismas cuando se encuentran- revela, paradójicamente, la presencia de la divinidad. El vacío, la negación, el blanco sin símbolos de lo que no puede simbolizarse (salvo por la ostentosa ausencia de símbolos).
Las imágenes, sin embargo, son necesarias. Nos permiten recordar a la figura representa. Las plegarias , dirigidas a la divinidad, son canalizadas por la imagen. Pero bien es cierto que las imágenes están en el origen del culto a las mismas. ¿Cuántos fieles que besan, acarician o porten estatuas o iconos son conscientes que su adoración debería dirigirse a la figura representada y no a su representación? Las saetas ¿se cantan a las imágenes o a quien figuran? La frontera entre la contemplación estética y la “idolatría” es incierta. Entre la desinteresada admiración y el fetichismo, es difícil dilucidar cómo calificar nuestra relación con las imágenes. Eso significa que la imagen es necesaria para recordar la hora y el destino de las oraciones pero también lleva a equívocos: la oración birn puede tener como meta la propia imagen y no lo que ésta representa pero no encierra porque, por definición, lo divino no puede ceñirse a forma delimitada alguna. La propia imagen Cristiana representa a la naturaleza humana pero no a la naturaleza divina (unida a la anterior, sin embargo) de la divinidad.
La prohibición de la imagen o su destrucción revela, pues, la conciencia de la naturaleza sobrenatural de la divinidad, a la que solo se puede aludir por la ausencia de signos naturalistas o por la presencia de signos que en nada recuerdan una condición divina, como, por ejemplo, espacios profanos, asamblearios, que denotan el abismo entre los hombres y su dios. Darle la espalda, negar su presencia figurada es, extraña pero lógicamente, la manera de simbolizar que la divinidad está presente. Está allí, ante los fieles, cuando éstos no la pueden ver. La ceguera es el signo de que se entra en contacto visual con la divinidad, una paradoja explorada por los primeros artistas abstractos del siglo XX, casi todos protestantes, creyentes en la invisibilidad de la divinidad, evocada por su ausencia, un blanco, o la negación de cualquier alusión a una condición o una situación no profana, no cotidiana. El templo protestante es una casa comunal y no un palacio, porque ningún palacio puede ser “digno” de la divinidad y solo es una muestra de soberbia humana. La blancura es el símbolo de la invisible presencia de todos los colores que configuran la naturaleza inmaterial divina.
viernes, 24 de noviembre de 2017
martes, 21 de noviembre de 2017
El origen de Yahvé
Originariamente, antes de convertirse en el dios de la tribu de Israel, Yahvé era el dios de las tormentas del monte Sinaí. Se trataba de un dios local, ajeno al panteón egipcio, dotado de un escaso poder.
Recientes descubrimientos arqueológicos en Jersusalén enriquecen esta visión.
Sellos y estampaciones sobre arcilla, datadas de los siglos X y IX aC, muestran, unas a divinidades y animales ligados a la fertilidad -toros, por ejemplo- y dioses de la guerra y de las tormentas -reconocibles a atributos como cascos y rayos-, comunes en el siglo X dC, mientras que, un siglo más tarde, estas imágenes fueron sustituidas por figuras de origen o inspiración egipcias que representaban a un sol sentado en un trono, una iconografía que remitía al Egipto faraónico si bien nunca se ha hallado nada parecido en Egipto: el sol nunca se mostró sobre un trono, como si fuera una figura antropomórfica.
Estos dos tipos de imágenes plantean preguntas para las que no se tienen aún respuestas: el cambio o la sustitución de dioses de la guerra y la fertilidad (o de la creación y la procreación, y de la destrucción) por dioses soles (dotados del simbolismo asociado al sol: omnipotencia, omniciencia, justicia) quizá revele un cambio en las creencias religiosas, o un cambio de población en Palestina.
Yahvé debía de existir ya en los siglos X y IX aC. No se ha encontrado, sin embargo, ninguna prueba acerca de su culto.
¿Significaría eso que Yahvé fue inicialmente un dios de las tormentas que ganó en presencia bajo la influencia de Egipto, asumiendo los valores asociados a los dioses solares, como Râ u Horus?
Yahvé habría sido una creación que sintetizaría dioses de origen oriental -no existieron dioses de las tormentas en el panteón egipcio que no incluía al panteón más oriental del Sinaí- y dioses propiamente egipcios.
La pregunta por vez primera se ha planteado en una ponencia en el actual congreso de la ASOR en Boston
Recientes descubrimientos arqueológicos en Jersusalén enriquecen esta visión.
Sellos y estampaciones sobre arcilla, datadas de los siglos X y IX aC, muestran, unas a divinidades y animales ligados a la fertilidad -toros, por ejemplo- y dioses de la guerra y de las tormentas -reconocibles a atributos como cascos y rayos-, comunes en el siglo X dC, mientras que, un siglo más tarde, estas imágenes fueron sustituidas por figuras de origen o inspiración egipcias que representaban a un sol sentado en un trono, una iconografía que remitía al Egipto faraónico si bien nunca se ha hallado nada parecido en Egipto: el sol nunca se mostró sobre un trono, como si fuera una figura antropomórfica.
Estos dos tipos de imágenes plantean preguntas para las que no se tienen aún respuestas: el cambio o la sustitución de dioses de la guerra y la fertilidad (o de la creación y la procreación, y de la destrucción) por dioses soles (dotados del simbolismo asociado al sol: omnipotencia, omniciencia, justicia) quizá revele un cambio en las creencias religiosas, o un cambio de población en Palestina.
Yahvé debía de existir ya en los siglos X y IX aC. No se ha encontrado, sin embargo, ninguna prueba acerca de su culto.
¿Significaría eso que Yahvé fue inicialmente un dios de las tormentas que ganó en presencia bajo la influencia de Egipto, asumiendo los valores asociados a los dioses solares, como Râ u Horus?
Yahvé habría sido una creación que sintetizaría dioses de origen oriental -no existieron dioses de las tormentas en el panteón egipcio que no incluía al panteón más oriental del Sinaí- y dioses propiamente egipcios.
La pregunta por vez primera se ha planteado en una ponencia en el actual congreso de la ASOR en Boston
lunes, 20 de noviembre de 2017
EERO SAARINEN (1910-1961): THE MIT CHAPEL (LA CAPILLA DEL MASSACHUSSETS INSTITUTE OF TECHNOLOGY, 1955)
Fotos y vídeos: Tocho, noviembre de 2017
La pequeña capilla para diversas religiones del MIT, en Cambridge (Mass.), es un cilindro macizo, sin ventanas, por fuera, y un cuerpo de perímetro ondulado por dentro.
El edificio, de ladrillo, ubicado en un bosquecillo, lejos del resto de los edificios del complejo del Instituto de Tecnología, flota sobre las aguas de un estanque que lo circundan; tan solo se apoya en varios soportes situados en aquél.
La separación entre los muros exterior e interior permite que la luz, filtrada y movida por el agua, ascienda al interior de la capilla a través de celosías de ladrillo, luz que se suma a la que también emana de los reflejos del estanque a través de un lucernario ondulado que recorre la parte inferior del muro interior, y la que desciende de un lucernario en forma de ojo o de almendra ubicado en el alto techo justo encima del altar, y que un ligero móvil compuesto por leves varillas doradas que cuelga tras el altar de mármol blanco multiplica.
Se accede por una estrecho pasillo delimitado por vidrieras, que desemboca en el interior donde solo la luz, el silencio o la música del órgano dan "cuerpo" a una divinidad inmaterial. Ningún otro signo religioso identificable.
Uno de los mejores templos -recoletos, acogedores- del siglo XX
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