sábado, 25 de noviembre de 2017

La imagen divina

Una visita a la primera iglesia de Boston, de mediados del siglo XVII, un templo Batista en el corazón del primer barrio de la ciudad, habitado por emigrantes italianos desde el siglo XIX, sorprendería si no fuera idéntica a tantos templos protestantes del norte de Europa. Se asemejan a sinagogas. Son espacios comunitarios, que bien podrían confundirse con espacios públicos laicos o profanos si no fuera por el esbelto y prominente campanario: interiores blancos, libres de cualquier ornamentación (pinturas, frescos, estatuas y vidrieras). La luz  entra a raudales a través de amplios ventanales cerrados por vidrios transparentes. Ni siquiera una cruz indica orienta el espacio.
Esta ausencia de figuración -común  también en sinagogas y nezquitas- revela una concepción de una divinidad irrepresentable, incluso en el caso del protestantismo que tiene como Dios a un ser sobrenatural que se hizo hombre y que, por tanto, como defiende el catolicismo, puede ser representado, sin que dicha imagen naturalista afecte o limite la otra  naturaleza, divina, de este ser.
La ausencia de imágenes -y la prohibición y destrucción de las mismas cuando se encuentran- revela, paradójicamente, la presencia de la divinidad. El vacío, la negación, el blanco sin símbolos de lo que no puede simbolizarse (salvo por la ostentosa ausencia de símbolos).
Las imágenes, sin embargo, son necesarias. Nos permiten recordar a la figura representa. Las plegarias , dirigidas a la divinidad, son canalizadas por la imagen. Pero bien es cierto que las imágenes  están en el origen del culto a las mismas. ¿Cuántos fieles que besan, acarician o porten estatuas o iconos son conscientes que su adoración debería dirigirse a la figura representada y no a su representación? Las saetas ¿se cantan a las imágenes o a quien figuran? La frontera entre la contemplación estética y la “idolatría” es incierta. Entre la desinteresada admiración y el fetichismo, es difícil dilucidar cómo calificar nuestra relación con las imágenes. Eso significa que la imagen es necesaria para recordar la hora y el destino de las oraciones pero también lleva a equívocos: la oración birn puede tener como meta la propia imagen y no lo que ésta representa pero no encierra porque, por definición, lo divino no puede ceñirse a forma delimitada alguna. La propia imagen Cristiana representa a la naturaleza humana pero no a la naturaleza divina (unida a la anterior, sin embargo) de la divinidad.
La prohibición de la imagen o su destrucción revela, pues, la conciencia de la naturaleza sobrenatural de la divinidad, a la que solo se puede aludir por la ausencia de signos naturalistas o por la presencia de signos que en nada recuerdan una condición divina, como, por ejemplo, espacios profanos, asamblearios, que denotan el abismo entre los hombres y su dios. Darle la espalda, negar su presencia figurada es, extraña pero lógicamente, la manera de simbolizar que la divinidad está presente. Está allí, ante los fieles, cuando éstos no la pueden ver. La ceguera es el signo de que se entra en contacto visual con la divinidad, una paradoja explorada por los primeros artistas abstractos del siglo XX, casi todos protestantes, creyentes en la invisibilidad de la divinidad, evocada por su ausencia, un blanco, o la negación de cualquier alusión a una condición o una situación no profana, no cotidiana. El templo protestante es una casa comunal y no un palacio, porque ningún palacio puede ser “digno” de la divinidad y solo es una muestra de soberbia humana. La blancura es el símbolo de la invisible presencia de todos los colores que configuran la naturaleza inmaterial divina.

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