viernes, 3 de agosto de 2018
Naturalismo y abstracción (el juicio estético)
El llamado monumento a la Victoria, en el centro de Barcelona, era motivo de polémica tanto por las causas que lo originaron como por lo que representaba: una compleja estatua de bronce que mostraba a una figura femenina clásica, con una corona de laurel, levantando el brazo derecho estirado ofrendando espigas de trigo, y portando una pequeña estatua de la diosa de la Victoria (Atenea Niké) en la otra: Una estatua dentro de una estatua, una "mise-en-abyme" (una imagen que acoge otra, idéntica o estructurada del mismo modo, dentro de sí). El gesto -brazo levantado- y el título de la alegoría - Victoria-, mas que la imagen en sí -una estatua neo-clásica, típica del Novecentismo o del regreso al orden de los años 30- ha suscitado tales reacciones negativas ante el contenido de la obra -cuya forma no se aparta de las formas clásicas tradicionales- que la escultura ha sido retirada.
Sin embargo, esta estatua formaba parte de un conjunto. Se adosaba a un obelisco de granito -que también celebraba, faraónicamente- una victoria (o "la" victoria -de las tropas franquistas). El obelisco sigue en pie. No molesta. Nadie lo mira.
El arte no naturalista ¿no suscita reprobaciones? ¿Reaccionamos solo ante efigies en las que nos reconocemos?
En 1981, la estudiante de arquitectura china de Harvard, Maya Lin (1959), que contaba veintiún años, ante la sorpresa general, ganó el concurso para un monumento dedicado a los soldados fallecidos en la Guerra de Vietnam, que debía erigirse en un parque de Washington. Pese a que se le considera el monumento más hermoso y sugerente del siglo XX, suscitó de inmediato el rechazo de asociaciones de antiguos combatientes: el monumento no era "evocativo". Se sostenía que ningún afectado por la guerra -familiares y amigos de los fallecidos- se sentiría afectado, movido por esta obra.
Este celebre monumento destaca por su invisibilidad. No se distingue hasta que se está delante de él. Unos metros más lejos y vuelve a desaparecer, como tragado literalmente) por la tierra. Consiste en una leve intervención en un parque, una incidencia paisajística. Un camino serpenteante por un parque arbolado inglés se adentra súbitamente en un estrecho tajo, como si descendiera por un valle angosto. Un centenar de metros más lejos, vuelve a ascender y recupera la cota del parque. A un lado, una delgada placa de mármol negro pulido, que actúa casi de espejo - reflejando el talud enfrentado, por lo que pasa casi desapercibida- actúa de contrafuerte vertical, conteniendo el corte vertical de las tierras. Sobre esta placa ,grabados en bajo relieve, la decena de miles de nombres de los soldados norteamericanos fallecidos en la Guerra del Viertnan. dispuestos de tal modo que, en la esquina superior de la placa, conforme el sentido del paso, aparece un primer nombre: el nombre del primer fallecido. El el extremo superior del otro lado, otro nombre, un único nombre de nuevo: el nombre del último fallecido. Entre ambos extremos, filas verticales crecientes y decrecientes de nombres grabados que muestran la extensión de la guerra, el impresionante crecimiento del número de los muertos hasta que, lentamente , éste aminora hasta desaparecer. El monumento no contiene nada más, no permite ni necesita nada más. Amigos y parientes emprenden el camino -un camino sin retorno-. Se detienen ante uno o varios nombres. Se recogen. Muchos sacan una hoja de papel en blanco y un lápiz graso, apoyan la hoja en la placa y frotan con el lápiz. Los nombres en bajo relieve se inscriben allí donde el papel no apoya sobre la placa. Y parten en silencio, llevándose el nombre del difunto, lo único que queda de él, tras haberse podido reunirse con los muertos a través del propio reflejo del visitante en la placa, convertidos así, en pálidos espectros. El nombre del difunto les queda grabado.
Diversos colectivos pidieron el derribo y la sustitución del monumento. No "representaba" el dolor de las víctimas, no las "honraba"; el monumento no "decía" nada. Exigían un monumento funerario naturalista. Defensores de la obra de Maya Lin se opusieron. Tres años más tarde se llegó a un acuerdo, un compromiso. Se desveló un gran grupo escultórico que representaba, de manera hiperrrealista ,a tres marines, perdidos en la selva, a tamaño algo superior al natural. El escultor tuvo un especial cuidado, como los artistas académicos del siglo XIX, en ser "fiel" al vestuario. El monumento, un despliegue de habilidad en el modelado y en la fundición en bronce, se ubicó a cierta distancia del muro -después de que se hubiera intentado colocar sobre aquél, visualmente dominándolo, neutralizándolo.
Meses más tarde, ya nadie se fijaba en los Tres Soldados (tal es el título del grupo escultórico). Hoy, sigue pasando desapercibido. Ni una ojeada furtiva. todos los visitantes se encaminan hacia el monumento de Maya Lin. El grupo escultórico no tiene nada que "ofrecer", tan solo una imagen que parece extraída de una superproducción cinematográfica.
¿Qué nos motiva, entonces?: Posiblemente, obras que nos remueven, independientemente de lo que "representan". El creciente despliegue de nombres de fallecidos, que componen la proyección vertical de un cementerio, "expresa" mejor, de manera más emotiva y turbadora, el horror de la guerra que las efigies de tres soldados perdidos, en forzada actitud patética.
Quizá las obras con las que conectamos y que nos mueven, son aquellas que no parecen haber sido creadas para movernos y que, como los tótems y los fetiches, nos miran desde otro mundo sin tratar de rebajarse ante nosotros, de situarse a nuestro "nivel", ya que, en este caso, es posible que las despreciemos. Las obras no tienen que satisfacernos, responden a nuestros (bajos) instintos, sino que tienen que dar la "imagen" que les somos indiferentes, que reinan en un mundo por encima de los humanos, o inhumanos. Las obras no son mercancías a nuestra disposición. No replican lo que esperamos. Ante bien, tienen que retarnos, desde una posición de superioridad. Las obras nos tienen que dominar, mandar, y no buscar nuestra fácil aprobación. Por eso las agredimos o las besamos: nos "emocionan" o nos desvelan lo que no querríamos ver o saber, el anverso de la humanidad, es decir lo que nos constituye.
jueves, 2 de agosto de 2018
Creación y destrucción en el arte, II
¿Somos conscientes que la obra emblemática del arte clásico, la segunda obra más contemplada del Museo del Louvre en París -el museo más visitado del mundo-, la admirada Venus de Milo, es una gran escultura severamente mutilada o es la imagen de una diosa manca? Hasta se han escrito canciones acerca de los brazos perdidos de Venus.
Del mismo modo, ¿alguien ha echado en falta la mayor parte del cuerpo del busto del Belvedere (en los Museos Vaticanos), una obra maestra helenística que hasta inspiró a Miguel Ángel, a poco de ser descubierta: las piernas, la cabeza y los brazos?
Cuando el ejército persa conquistó la ciudad estado de Atenas, a principios del siglo V, saqueó el acrópolis hasta tal punto que, tras la retirada de los vencedores, Pericles, en nuevo gobernante ateniense, tuvo que lanzar una costosísima operación urbanística y constructiva de restauración y reconstrucción del recinto sagrado ateniense. Los templos habían quedado devastados y las estatuas sagradas, ofrendas de ciudades e individuos depositadas tanto en el tesoro del templo (el Partenón precedente del actual) cuanto al exterior, destrozadas. Los griegos no pudieron más que recoger con cuidado los fragmentos y enterrarlos: se trataba de estatuas sagradas, esto es, vivas, que habían muerto por la furia saqueadora persa, y debían ser enterradas como cualquier ser que hubiera perdido la vida.
La acción destructiva de los Persas no se desmarcaba de lo que cualquier ejército llevaba a cabo cuando tomaba una ciudad: el incendio de los templos y el derribo, la mutilación y el robo de estatuas, de manera que los dioses invisibles, que hasta entonces habían velado sobre la ciudad tomada, perdieran cualquier contacto con el mundo terrenal y ya no pudieran manifestarse sensible, visiblemente, a través del cuerpo de las estatuas a las que animaban. Éstas eran vehículos para que los espíritus divinos moraran en la tierra -en los templos o en los recintos sagrados- y pudieran dialogar con los humanos, recibiendo sus ofrendas y sus plegarias.
Todas las estatuas griegas de los inicios de la época clásica, todas las figuras jóvenes masculinas y femeninas (las Kore y los Kuroi), expuestas en el Museo del Acrópolis en Atenas, son estatuas destruidas y rescatadas. Todas están incompletas. Amén de los perdidos colores, la que no ha perdido un brazo -o ambos-, está falto de una pierna. Son estatuas fragmentadas, mutiladas. Mas, ¿quien lamenta la grave pérdida de miembros superiores e inferiores del Efebo de Kritios, o la aún más grave pérdida del Jinete Rampin? Son estatuas admirables, que admiramos, sin pensar en lo que han perdido, en que han quedado muy dañadas. Se diría que siempre han estado así, que este su estado ha sido el que han gozado desde su creación, y que las faltas que no percibimos son intencionadas y ayudan a expresar lo que la estatua sugiere (o lo que el escultor quiso comunicar -quizá acerca de la fragilidad de la vida, o de la evanescencia de la juventud o de la belleza).
La destrucción, en estos casos, ha dado lugar, casualmente, a la creación de una obra que nos parece perfecta, incluso cuando la mirada no estaba familiarizada con el fragmento percibido como una obra completa, que no hubiera perdido su unicidad. El magnetismo del célebre busto egipcio de Nefertiti, su turbadora mirada, ¿no reside en la pérdida de un globo ocular, posiblemente debido a una mutilación intencionada?
Es cierto que, tras el creciente descubrimiento de estatuas clásicas (romanas, casi siempre) en Italia, a partir del siglo XVI, escultores de la talla de Bernini completaron las obras sustituyendo las partes que suponían se habían perdido, hasta dar con la efigie de un dios o un héroes que pensaban había sido representado. A menudo, las estatuas cambiaron de modelo. Apolos se convirtieron en Mercurios, y Hércules jóvenes, en Apolos. Hoy, en la mayoría de los casos, dichos añadidos han sido retirados, salvo cuando la restitución fue obra de algún escultor reputado.
También es cierto que se han perdido para siempre un ingente número de obras, por incendios, naufragios, o manipulaciones imprudentes. Las desmesuradas estatuas griegas criselefantinas (de madera y márfil) de Fidias, desaparecieron en incendios debido a la frágil naturaleza de los materiales, muy sensibles al fuego.
Pero, en muchos casos, las obras, rotas, devastadas, dañadas, han podido recuperarse. Nunca sabremos qué aspecto tuvieron una vez concluidas. Las aceptamos tal como están. Y nos parecen hermosas, quizá más hermosas de cómo e mostraban cuando los hombres no hubieran atentado voluntariamente contra ellas.
La destrucción daña, sin duda. Pero puede dar lugar a una nueva obra, posiblemente superior, más enigmática o sugerente que la obra completa.
La decapitada estatua de Franco, del escultor Josep Viladomat, una obra mediocre o indiferente, ha adquirido un extraña, turbadora, hipnótica presencia tras su decapitación.
Si crear es destruir (desbastar un bloque de mármol, tallar un árbol, recortar y manchar na tela, por ejemplo), la destrucción también es creadora. Quizá la destrucción no atenta contra el arte, quizá no se pueda atentar contra él, sino acelerar, intencionadamente o no, su constante cambio. Las obras no son eternas. Algunos artistas modernos o contemporáneos han hecho bien en recordarnos esta evidencia. Las obras, como todos los seres vivos, mutan, se transforman, antes de su lenta, siempre postergada, pero inevitable, desaparición.
Del mismo modo, ¿alguien ha echado en falta la mayor parte del cuerpo del busto del Belvedere (en los Museos Vaticanos), una obra maestra helenística que hasta inspiró a Miguel Ángel, a poco de ser descubierta: las piernas, la cabeza y los brazos?
Cuando el ejército persa conquistó la ciudad estado de Atenas, a principios del siglo V, saqueó el acrópolis hasta tal punto que, tras la retirada de los vencedores, Pericles, en nuevo gobernante ateniense, tuvo que lanzar una costosísima operación urbanística y constructiva de restauración y reconstrucción del recinto sagrado ateniense. Los templos habían quedado devastados y las estatuas sagradas, ofrendas de ciudades e individuos depositadas tanto en el tesoro del templo (el Partenón precedente del actual) cuanto al exterior, destrozadas. Los griegos no pudieron más que recoger con cuidado los fragmentos y enterrarlos: se trataba de estatuas sagradas, esto es, vivas, que habían muerto por la furia saqueadora persa, y debían ser enterradas como cualquier ser que hubiera perdido la vida.
La acción destructiva de los Persas no se desmarcaba de lo que cualquier ejército llevaba a cabo cuando tomaba una ciudad: el incendio de los templos y el derribo, la mutilación y el robo de estatuas, de manera que los dioses invisibles, que hasta entonces habían velado sobre la ciudad tomada, perdieran cualquier contacto con el mundo terrenal y ya no pudieran manifestarse sensible, visiblemente, a través del cuerpo de las estatuas a las que animaban. Éstas eran vehículos para que los espíritus divinos moraran en la tierra -en los templos o en los recintos sagrados- y pudieran dialogar con los humanos, recibiendo sus ofrendas y sus plegarias.
Todas las estatuas griegas de los inicios de la época clásica, todas las figuras jóvenes masculinas y femeninas (las Kore y los Kuroi), expuestas en el Museo del Acrópolis en Atenas, son estatuas destruidas y rescatadas. Todas están incompletas. Amén de los perdidos colores, la que no ha perdido un brazo -o ambos-, está falto de una pierna. Son estatuas fragmentadas, mutiladas. Mas, ¿quien lamenta la grave pérdida de miembros superiores e inferiores del Efebo de Kritios, o la aún más grave pérdida del Jinete Rampin? Son estatuas admirables, que admiramos, sin pensar en lo que han perdido, en que han quedado muy dañadas. Se diría que siempre han estado así, que este su estado ha sido el que han gozado desde su creación, y que las faltas que no percibimos son intencionadas y ayudan a expresar lo que la estatua sugiere (o lo que el escultor quiso comunicar -quizá acerca de la fragilidad de la vida, o de la evanescencia de la juventud o de la belleza).
La destrucción, en estos casos, ha dado lugar, casualmente, a la creación de una obra que nos parece perfecta, incluso cuando la mirada no estaba familiarizada con el fragmento percibido como una obra completa, que no hubiera perdido su unicidad. El magnetismo del célebre busto egipcio de Nefertiti, su turbadora mirada, ¿no reside en la pérdida de un globo ocular, posiblemente debido a una mutilación intencionada?
Es cierto que, tras el creciente descubrimiento de estatuas clásicas (romanas, casi siempre) en Italia, a partir del siglo XVI, escultores de la talla de Bernini completaron las obras sustituyendo las partes que suponían se habían perdido, hasta dar con la efigie de un dios o un héroes que pensaban había sido representado. A menudo, las estatuas cambiaron de modelo. Apolos se convirtieron en Mercurios, y Hércules jóvenes, en Apolos. Hoy, en la mayoría de los casos, dichos añadidos han sido retirados, salvo cuando la restitución fue obra de algún escultor reputado.
También es cierto que se han perdido para siempre un ingente número de obras, por incendios, naufragios, o manipulaciones imprudentes. Las desmesuradas estatuas griegas criselefantinas (de madera y márfil) de Fidias, desaparecieron en incendios debido a la frágil naturaleza de los materiales, muy sensibles al fuego.
Pero, en muchos casos, las obras, rotas, devastadas, dañadas, han podido recuperarse. Nunca sabremos qué aspecto tuvieron una vez concluidas. Las aceptamos tal como están. Y nos parecen hermosas, quizá más hermosas de cómo e mostraban cuando los hombres no hubieran atentado voluntariamente contra ellas.
La destrucción daña, sin duda. Pero puede dar lugar a una nueva obra, posiblemente superior, más enigmática o sugerente que la obra completa.
La decapitada estatua de Franco, del escultor Josep Viladomat, una obra mediocre o indiferente, ha adquirido un extraña, turbadora, hipnótica presencia tras su decapitación.
Si crear es destruir (desbastar un bloque de mármol, tallar un árbol, recortar y manchar na tela, por ejemplo), la destrucción también es creadora. Quizá la destrucción no atenta contra el arte, quizá no se pueda atentar contra él, sino acelerar, intencionadamente o no, su constante cambio. Las obras no son eternas. Algunos artistas modernos o contemporáneos han hecho bien en recordarnos esta evidencia. Las obras, como todos los seres vivos, mutan, se transforman, antes de su lenta, siempre postergada, pero inevitable, desaparición.
miércoles, 1 de agosto de 2018
ERASMO DE RÓTERDAM (1466-1536): "LA VIDA HUMANA NO ES MÁS QUE UN JUEGO DE NECIOS (ELOGIO DE LA LOCURA, CAP: XXVII)
"¿Qué
estados quisieron adoptar alguna vez las leyes de Platón o de Aristóteles o las
máximas de Sócrates? ¿Qué fue lo que determinó a los dacios a sacrificarse espontáneamente
a los dioses manes, y lo que arrastró a Quinto Curcio hasta el abismo sin la
vanagloria, esa encantadora sirena tan extraordinariamente vilipendiada por
aquellos filósofos? Porque ellos os dicen que nada hay más necio que un
candidato que halaga al pueblo para obtener sus votos, comprar con
prodigalidades sus favores, andar a caza de los aplausos de los tontos,
complacerse con las aclamaciones, ser llevado en triunfo como una bandera, y
hacerse levantar una estatua de bronce en medio del Foro. Agregad a esto,
continúan, la adopción de nombres y sobrenombres, los honores divinos otorgados
a gentes que apenas merecen el calificativo de hombres, y los que en las públicas
ceremonias se dedican a tiranos infames, equiparándolos a los dioses, y dígase
si todo esto no es tan rematadamente necio, que no bastaría un solo Demócrito
para reírse de ello. Y yo contesto: ¿Quién lo niega? Mas, a pesar de ser así,
esa necedad es el manantial de donde nacieron los hechos famosos de los grandes
héroes que han exaltado hasta las nubes los oradores y literatos; y ella es la
que engendra las naciones, conserva los imperios, las leyes, la religión, las
asambleas y los tribunales, porque la vida humana no es otra cosa que un juego
de necios."
(Erasmo de Róterdam: Elogio de la locura, 27)
martes, 31 de julio de 2018
La Escocesa (Centro de Creación -¿en peligro?)
Fotos: Tocho, Barcelona, Julio de 2018
La Escocesa es una antigua fábrica textil, fundada a mediados del siglo XIX, abandonada en el barrio de Sant Martí, cabe el de Poble Nou, convertida, gracias a la decidida intervención de algunos artistas, en un centro de creación privado a finales del siglo XX que, tras un intento de una operación inmobiliaria de lujo, fue adquirida por el ayuntamiento, y espera una renovación que quizá no llegue nunca antes de su derribo, dadas las malas condiciones estructurales de algunas naves -pisos de madera y escaleras tambaleantes, puertas y ventanas tapiadas, grietas, etc.-, por las que campean gatos y palomas.
Conserva una colección de grafitis de diversos artistas y estancias habilitadas en estudios para artistas y arquitectos -así como espacios expositivos para instalaciones-, y constituye un espléndido espacio tranquilo -vacío, sucio y majestuoso-, en medio de un barrio entregado a las nuevas tecnologías, que posiblemente desaparezca,
Muchas gracias a los arquitectos Saray Bosch por la visita comentada y Aureli Santos quien luchó, desde la administración, por la catalogación y preservación de esos edificios y del entorno.
Creación y destrucción en el arte
Cuenta la leyenda que el gran pintor griego Apeles, considerado en su tiempo como el mejor de la historia, irritado por no haber logrado retratar de manera convincente, pese a todos sus esfuerzos, a un caballo encabritado, tiró con furia una esponja embebida de pigmentos contra el cuadro. La esponja vino a dar contra la boca del caballo y, como por arte de magia, dejó una mancha que reproducía a la perfección la espuma que el caballo escupía y que había tratado en vano de reproducir. La imagen mancillada se convertía de pronto en un retrato fiel de la realidad. El gesto destructor y el azar habían remendado los errores del pintor. La imagen era perfecta.
Dos mil quinientos años más tarde, en 1953, el pintor Robert Rauschenberg pidió al también artista, que admiraba, Wilhem de Kooning, si le entregaba un dibujo a lápiz que pudiera borrar. La obra iba a consistir en un dibujo ajeno, de un artista reconocido, borrado cuidadosamente, hasta evocar los palimpsestos, esto es, los pergaminos escritos antiguos que los monjes medievales adquirían y rascaban hasta hacer desaparecer la escritura previa y poder reutilizarlos como soportes, en una época en que el pergamino era muy costoso y difícil de obtener. El rascado, sin embargo, era imperfecto o incompleto, por lo que, debajo del texto medieval, aun se trasluce apenas rastros de escrituras precedentes, que convierten a los palimpsestos en remedos de yacimientos arqueológicos en los que las trazas de construcciones sucesivas se superponen en un mismo terreno. La obra de Rauschenberg, que él mismo encuadró en un marco de oro y titulo Dibujo Borrado de De Kooning, y que, de algún modo, seguía la senda de Duchamp, a princupios del siglo XX, pintando bigotes a una postal de la Mona Lisa de Leonardo de Vinci, fue percibida tanto como un gesto de iconoclastia -que significa destrucción intencionada de iconos o imágenes- cuanto de admiración y devoción hacia la obra de De Kooning -según sostenía Rauschenberg-, convertida en una imagen invisible, inalcanzable, ideal. La destrucción de la obra le evitaba caer en las contingencias del tiempo. Solo se destruye lo que se ama.
¿Qué se destruye cuando se destruye intencionadamente una obra de arte? Incluso cuando el mármol se pulveriza para convertirlo en cal (usado como material de construcción, de una nueva construcción), y un metal -oro, plata, bronce- se funde para obtener material para una nueva forma, la materia no se destruye. Tan solo entra a formar parte de una nueva obra -salvo si los fragmentos son abandonados y la erosión del tiempo los disuelve y los vuelve indistinguibles (aunque no nos aniquila). Lo que se destruye es la forma (shape, en inglés). Pero los fragmentos materiales, incluso informes, tienen una forma (form); una forma (shape) no deseada o pensada por un artista, ciertamente, aunque, en cualquier momento, un artista puede escoger dichos fragmentos y presentarlos como una nueva obra de arte (dotada de shape y de form, diríamos que de forma trabajada o pensada). Si nos fijamos bien, la mayoría de las obras antiguas están fragmentadas, lo que no impide que sean apreciadas como creaciones humanas. Del mismo modo, un gran número de pinturas clásicas han sido recortadas o ampliadas a lo largo de los siglos, sin que estas mutilaciones y alteraciones invaliden su condición de obra de arte ni disminuyan su atractivo.
Crear es destruir. El escultor trabaja con un martillo. Ataca un bloque de mármol. Lo desbasta. Lo va reduciendo. El suelo queda cubierto de cascotes, parecidos a los que rodean a una escultura cuando es atacaba con un objeto punzante. El pintor utiliza espátula, esponja, el dibujante una goma de borrar. El propio lápiz deja una huella a veces indeleble. El grabador, un punzón que hiere el metal o el linóleo. Una plancha utilizada para grabar es una plancha rasgada. El acto creador que requiere un trabajo manual desgaja, rompe, discrimina, segrega. Lo que se obtiene es a costa de una forma material fuertemente alterada -incluso en el caso de una obra consistente en un elemento material sobre el que no se ha incidido: este elemento ha sido separado del medio en el que se insertaba. Ha perdido sus referencias.
La destrucción no se opone a la creación. Da lugar a una nueva creación. Los fragmentos, de pronto, adquieren una presencia de la que carecían cuando formaban parte de un conjunto. Se individualizan. Se convierten en seres preciados y preciosos. Su unidad, su "lógica" se manifiesta. No aparecen como entes mutilados, sino "reducidos" a lo esencial. El todo, todo lo que son, está en este diminuto fragmento recuperado. La destrucción multiplica la creación. Da lugar a nuevos entes, fruto de la pasión, la pulsión -la creación y la destrucción son actos pasionales- que devuelve a la vida a obras que quizá la hubieran perdido, no la hubieran tenido nunca o hubieran pasado indiferentes. El fragmento hace soñar. Un fragmento, una obra rota, exuda una vitalidad, una fuerza, y ejerce una fascinación, infunde un respeto que una obra "completa" quizá nunca hubiera despertado. Un fragmento es un recordatorio de la fragilidad de la vida. Un fragmento es humano. Evoca una vida que resiste, una vida tenaz y admirable. La destrucción despierta la obra -y manifiesta que es mortal. La destrucción es el fruto, quizá desesperado, de volver a dotar de sentido obras que lo habían perdido.
lunes, 30 de julio de 2018
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