martes, 2 de octubre de 2018

EILEEN GRAY (1878-1976): VILLA E1027 (ROQUEBRUNE-CAP-MARTIN, 1926-1929)






















































Fotos: Tocho y Mónica Gili


La Villa E1027 -cuyo nombre enlaza la posición en alfabeto de las iniciales de su autora, la diseñadora irlandesa Eileen Gray y de su esposo, el arquitecto John Badovici-, construida en un acantilado de la Costa Azul, cerca de la frontera italiana, en la segunda mitad de los años 20, puede ser visitada, pese a que la restauración no ha concluido, tras más de medio siglo de vandalismo, olvido - se desconocía incluso el nombre de la autora, en los años sesenta-  y de haber sido incluso el lugar del asesinato del último propietario.
 La degradación empezó con el saqueo que la villa sufrió por un seguramente envidioso Le Corbusier, que llegaría a presentar esta villa como una obra suya, superior a sus propios proyectos. Que la villa fuera de una mujer que ni siquiera era arquitecta debió de contribuir a su furia, materializada en unos frescos chillones con los que cubrió varias paredes en los dos pisos, invitado por Badovici (ya separado de Gray), cuya confianza quebró. Años más tarde, la propia Gray describió el atentado como una violación. Dichos frescos, por desgracia, no se pueden retirar o cubrir porque toda la obra de Le Corbusier forma parte del Patrimonio Nacional y debe de ser preservada in situ, aunque no fueron nunca aceptados por Gray.
La villa comprende unos pocos y amplios espacios - estancia principal, habitación y baño- que destacan por la luz y sus reflejos en paramentos de vidrio horizontales y verticales, por el ingenio en la solución del mobiliario, y por el protagonismo concedido a estancias y útiles, novedosas en los años 20, los cuartos de baño y de asea, que corresponden al culto al higienismo y al sol -el solarium es un elemento destacado del jardín-. propio de esos años. La cocina, en cambio, se halla al aire libre -aunque en un nivel inferior-, quizá para desacralizar esta área convertida tradicionalmente en el emblema del hogar -pero paradójicamente oculta, considerada el espacio de la servidumbre, y aquí expuesta a plena luz.  La luz es precisamente lo que estructura la casa: un pozo de luz, por que el asciende una escalera de caracol, une los pisos superior e inferior, y la propia casa levita, apenas tocando la tierra, apoyada sobre unos pilares, abriendo el espacio de la cocina y del comedor, donde los dueños recibían a los invitados -entre los que nunca se hubiera encontrado Le Corbusier que nunca encontró personalmente a la arquitecta.


lunes, 1 de octubre de 2018

LE CORBUSIER (1887-1965): LE CABANON (LA CABAÑA, ROQUEBRUNE-CAP-MARTIN, 1951)























Fotos: Mónica Gili y Tocho, septiembre de 2018

El Cabanon es una de las últimas obras de Le Corbusier; obra personal (un modesto refugio, una demostración de las virtudes y limitaciones de su concepción del hábitat, también), aunque se trata más un documento psicológico que arquitectónico.
Situado muy cerca de la Villa E1027 racionalista de la diseñadora Eileen Gray, que envidiaba, dominándola desde las alturas, después de haber insistido, durante años, ante un modesto propietario de un cercano chiringuito para que le vendiera una parcela de su terreno para poder asediar la villa de Gray, la obsesión de su vida, el Cabanon es un cubo de madera de pequeñas dimensiones lindante con el chiringuito con el que comparte una pared medianera.
Enteramente construido de madera oscura, el interior se asemeja a una tumba etrusca (más que a una celda). Una mesa, una cama individual -como un lecho mortuorio-, un lavabo y un sanitario. Pocas y pequeñas ventanas con porticones cubiertos por dentro de espejos que reflejan el bosque circundante y oscurecen aún más el interior. Poyos de madera tan sombría como el resto de los muros y los muebles que parecen esculpidos junto con los límites del espacio que solo el frío y duro contraste de un cielo raso de madera, compuesto de un damero verde y rojo, anima -y empequeñece. Atmósfera lúgubre, opresiva. Cuadros que narran, de manera sintética, la vida y la muerte de un Adán y una Eva, un toro y un demonio, un sátiro y una diosa tentadora. El acceso se realiza por un angosto pasillo con un gran fresco en uno de los lados con imágenes de órganos sexuales. La caja, es al mismo tiempo una cuna y un sarcófago. Le Corbusier lo habitaba solo, su mujer quedándose en un hotel en Montecarlo.
El Cabanon cumple con las proporciones matemáticas con la el arquitecto quiso encapsular la vida. Pero la vida no se dejó encerrar.

viernes, 28 de septiembre de 2018

CHARLIE CHAPLIN (1889-1977): MONSIEUX VERDOUX (ESCENA FINAL, 1947)




Monsieur Verdoux no es solo la mejor película de Chaplin sino posiblemente una de las tres mejores de la historia, junto con Iván el Terrible de Sergéi Eisenstein y Sed de Mal de Orson Welles.
Sin embargo, no es la película de Chaplin más popular o conocida: Chaplin (que interpretó durante tantos años a Charlot) convertido en un metódico y sin embargo piadoso asesino en serie de viudas no era un papel que agradara.

La escena final, un breve y terrible monólogo, como el que clausura El gran dictador, quizá pudiera ser hoy nuevamente de actualidad -si es que hubiera dejado de serlo en algún momento.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Arte degenerado (Tartufo)

Una apasionante discusión teológico-artística recorría los cenáculos de la Alta Edad Media: ¿cómo representar a Jesucristo? ¿Se debía escoger un modelo apolíneo o hercúleo, en todo caso, un modelo heroico, y adolescente, como había ocurrido en el arte tardoimperial cristiano en el que es difícil de distinguir a Cristo de Apolo, o se debía, por el contrario, mostrarlo como un hombre feo o incluso repulsivo? Por otra parte, ¿se le debía representar en su plenitud física, o más bien moribundo en la cruz, con el cuerpo famélico, ensangrentado y llagado?

La respuesta a esta pregunta era esencial pues  partía de la sospecha que los incultos podían ser incapaces de distinguir a un modelo de su imagen y, por tanto, podían caer en el pecado de la idolatría, fascinados por un cuerpo hermoso, tentadoramente ofrecido a la vista, lo que llevaba a adorar a un humano, a un ser carnal expuesto públicamente y no a un dios espiritual.

Los presupuestos teóricos que inducían la pregunta eran claros: la cualidad de la imagen depende exclusivamente de la cualidad del tema, motivo o modelo. Así, una obra hermosa era la que mostraba naturalísticamente un cuerpo hermoso. La imagen era, como sostenía Platón -que tanta influencia tuvo en las consideraciones de los Padres de la Iglesia-, un espejo y devolvía, sin deformarla, la imagen de lo que se miraba en él. Toda vez que las imágenes eran peligrosas porque podían inducir al error y llevar al espectador a creer en la realidad de lo que la imagen mostraba, una imagen cristiana hermosa, es decir una imagen de un cuerpo hermoso, el cuerpo hermoso de Cristo, podía hacer creer que Cristo era un Apolo y que se hallaba al alcance de la mano de la mano. ¿Quién sabe qué pensamientos pudiera despertar un cuerpo joven hermoso y desnudo?

Esta teoría que permite distinguir entre imágenes aceptables, dignas de ser mostradas al público (inculto) e imágenes inaceptables, ha revivido -junto con la actualización de teorías estéticas de los años treinta- en la reciente prohibición de unas fotos de unos bomberos ejerciendo de modelos, por parte del ayuntamiento de Zaragoza. Por ley, los bomberos deben de tener ciertas condiciones físicas y ciertas medidas o mesuras. Por tanto, es imposible que sus cuerpos no llamen la atención por su singularidad.
La prohibición se basa en que se trata de cuerpos hermosos cuya imagen puede suscitar la creencia en la existencia de dichos modelos, puede ser tentadora. La mano, el estilo, la forma o manera de representar, el papel de la luz y la composición, el "arte" en suma del artista (el fotógrafo), no son tenidos en cuenta. No juegan papel alguno en la cualidad estética de la imagen. Ésta solo deriva de la cualidad del modelo. Por tanto, una imagen es hermosa, y por tanto puede suscitar deseos y creencias en la existencia de cuerpos ideales, si lo que muestra es hermosa. La obra es transparente. No modifica nada de lo que muestra o refleja.

Esta interesante teoría simplifica mucho el endiablado juicio estético y, por tanto, lo que se puede y no se puede mostrar. Un retrato de Francisco Franco es feo porque Franco no era un Adonis y, pues, se puede mostrar, porque no suscitará deseos libidinosos (el deseo es siempre profundamente perturbador; altera el orden público; los ánimos se inflaman, y las mases, alteradas, deslumbradas por la visión de cuerpos hermosos, pueden descuidar, como comentaba Platón, sus tareas y diligencias ciudadanas y familiares. Pueden perderse), mientras que un retrato de la Gioconda es hermoso porque la modelo lo es y debe, así, ser retirado de inmediato, no fuera a causar desórdenes públicos.
Los retratos de enanos y deficientes mentales de Velázquez son dignos de ser mostrados -son feos porque el modelo es feo, y su incapacidad de atraer los convierte en obras modélicas porque nunca turbarán la paz ciudadana y de los hogares-, mientras que los retratos de ciertas jóvenes reinas... ¡ay!

La aplicación de este juicio o punto de vista ayudaría a controlar lo que se muestra. Se retiraría toda la estatuaria clásica, reemplazada por imágenes de santos torturados, de cuerpos mutilados, obviamente difíciles de contemplar, que dan lugar a imágenes repulsivas, y, por tanto, perfectamente mostrables por sus efectos narcotizantes. Nadie puede quedar seducido o abducido por un cuerpo deformado por el dolor. Se levantarían piras purificadoras -en la que las imágenes de modelos hermosos se reducirían a ceniza (la ceniza del Viernes Santo-, como en los tiempos de la Florencia de Savonarola, el Andalus de los talibanes, o el Ayuntamiento de Zaragoza.

Los poderes públicos, hoy, en los años treinta o cuando la Santa Inquisición, deben de velar por la salud mental y moral de los ciudadanos -o, mejor dicho, de los súbditos (considerados menores de edad, incapaces o incapacitados de reflexionar, prohibiéndolos cualquier desvío). Nada les puede distraer. El sueño, la ensoñación, la ilusoria creencia en otras formas o modelos, aun sabiendo que son tan solo sueños, está proscrita. Un soñador siempre es peligroso.

¿Recordamos la deliciosa escena de la comedia de Molière, Tartufo, en la que el pudibundo (e hipócrita) protagonista, Tartufo, ordena, mirando intensamente de reojo, el escote de una joven noble, que "esconda este pecho que no debiera ver"...?
La grandeza de los clásicos es que no cesan de estar de actualidad.

domingo, 23 de septiembre de 2018

El almacén de las estatuas tristes













Fotos: Tocho
Agradecimientos al Ayuntamiento de Barcelona

A un lado de un depósito municipal, donde entran y salen camiones incesantemente, un largo almacén, cerrado por puertas correderas, acoge a un sin fin de estatuas que han tenido que retiradas de la vía pública: estatuas, a veces de gran tamaño, de piedra, mármol o bronce, de artistas en ocasiones conocidos, como Marés o Gargallo, apretujadas, como en un cementerio de momias, estatuas irrecuperables y sin embargo, aún extrañamente vivas pese a sus heridas que no dudan en mostrar, de manera contenida, sin impudicia ni voluntad de denuncia. Se mantienen dignas, en silencio: no nos reprochan nada, ni expresión un sentimiento de honor ultrajado. su silencio es pacífico, no altanero. No se yerguen por encima de nostoros, aunque bien lo podrían.
Más que el estado en el que se hallan, impresiona que detrás de las heridas, casi siempre intencionadas, se halle la furia, la violencia humana, incapaz de detenerse ante la presencia de las efigies. Apenas algunas -que se hallaban en la plaza Cataluña, o en el Estadio de Montjuich, por ejemplo- han sido apartadas por la incuria del tiempo, o por cambios de gusto: la figura de la diosa Atenea, ennegrecida por la polución ambiental, ya no seduce.
Estatuas rotas, pintadas, manchadas, mutiladas, decapitadas -la cabeza, en algún caso, apenas se sostiene sobre un cuello sesgado-, la diversidad de los daños, cometidos una y otra vez, con saña, sobrecoge. Caín mata a Abel cada día, a cada hora. La matanza se repite mecánica, ciegamente. Apenas restauradas y devueltas a su emplazamiento, las estatuas vuelven a ser violentadas, mutiladas. Las estatuas nos emplazan: nos fuerzan a mirarlas, pero no aguantamos su mirada. Una figura femenina lee aun un libro -o quizá duerma un sueño eterno-, pese a la raja que separa la cabeza del cuello. La mayoría ya no podrán regresar a la luz. Las figuras -como condenados a muerte- han sido amputadas de manos, brazos y pies; degolladas; los animales han perdido una y otra vez cuernos, astas, cabeza. Yacen decapitados a nuestros pies, y, extrañamente, se diría que nos miran pese a no tener cabeza. La visión de los restos suscita desesperación. ¿Acaso es la incultura, la incomprensión, la insensibilidad, el vandalismo, un desgraciado accidente -pero las estatuas involuntariamente dañadas se restauran y, una vez devueltas al lugar que les pertenece, suelen no sufrir más-  o el miedo -miedo a que cobren vida, a que nos afecten- el que ha llevado a la muerte de las estatuas? ¿Se decapitarían las estatuas -el daño infligido más común- por curiosidad morbosa, para ver qué contienen, qué las anima, para hurgar en sus entrañas, tratando quizá de descubrir o de apoderarse de su secreto, de su secreta vitalidad, como si fueran seres sobrenaturales, que las mantiene aún vivas cuando han perdido la cabeza? El daño que han padecido es un testimonio de cómo afectan nuestra vida -y posiblemente del temor que nos infunden, porque sabemos o intuimos que siempre estaremos sometidos -y guiados- por ellas.


A Carmen Hosta, Carmen Cantarell y Aurelio Santos