domingo, 23 de septiembre de 2018

El almacén de las estatuas tristes













Fotos: Tocho
Agradecimientos al Ayuntamiento de Barcelona

A un lado de un depósito municipal, donde entran y salen camiones incesantemente, un largo almacén, cerrado por puertas correderas, acoge a un sin fin de estatuas que han tenido que retiradas de la vía pública: estatuas, a veces de gran tamaño, de piedra, mármol o bronce, de artistas en ocasiones conocidos, como Marés o Gargallo, apretujadas, como en un cementerio de momias, estatuas irrecuperables y sin embargo, aún extrañamente vivas pese a sus heridas que no dudan en mostrar, de manera contenida, sin impudicia ni voluntad de denuncia. Se mantienen dignas, en silencio: no nos reprochan nada, ni expresión un sentimiento de honor ultrajado. su silencio es pacífico, no altanero. No se yerguen por encima de nostoros, aunque bien lo podrían.
Más que el estado en el que se hallan, impresiona que detrás de las heridas, casi siempre intencionadas, se halle la furia, la violencia humana, incapaz de detenerse ante la presencia de las efigies. Apenas algunas -que se hallaban en la plaza Cataluña, o en el Estadio de Montjuich, por ejemplo- han sido apartadas por la incuria del tiempo, o por cambios de gusto: la figura de la diosa Atenea, ennegrecida por la polución ambiental, ya no seduce.
Estatuas rotas, pintadas, manchadas, mutiladas, decapitadas -la cabeza, en algún caso, apenas se sostiene sobre un cuello sesgado-, la diversidad de los daños, cometidos una y otra vez, con saña, sobrecoge. Caín mata a Abel cada día, a cada hora. La matanza se repite mecánica, ciegamente. Apenas restauradas y devueltas a su emplazamiento, las estatuas vuelven a ser violentadas, mutiladas. Las estatuas nos emplazan: nos fuerzan a mirarlas, pero no aguantamos su mirada. Una figura femenina lee aun un libro -o quizá duerma un sueño eterno-, pese a la raja que separa la cabeza del cuello. La mayoría ya no podrán regresar a la luz. Las figuras -como condenados a muerte- han sido amputadas de manos, brazos y pies; degolladas; los animales han perdido una y otra vez cuernos, astas, cabeza. Yacen decapitados a nuestros pies, y, extrañamente, se diría que nos miran pese a no tener cabeza. La visión de los restos suscita desesperación. ¿Acaso es la incultura, la incomprensión, la insensibilidad, el vandalismo, un desgraciado accidente -pero las estatuas involuntariamente dañadas se restauran y, una vez devueltas al lugar que les pertenece, suelen no sufrir más-  o el miedo -miedo a que cobren vida, a que nos afecten- el que ha llevado a la muerte de las estatuas? ¿Se decapitarían las estatuas -el daño infligido más común- por curiosidad morbosa, para ver qué contienen, qué las anima, para hurgar en sus entrañas, tratando quizá de descubrir o de apoderarse de su secreto, de su secreta vitalidad, como si fueran seres sobrenaturales, que las mantiene aún vivas cuando han perdido la cabeza? El daño que han padecido es un testimonio de cómo afectan nuestra vida -y posiblemente del temor que nos infunden, porque sabemos o intuimos que siempre estaremos sometidos -y guiados- por ellas.


A Carmen Hosta, Carmen Cantarell y Aurelio Santos

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