La arqueología es el arte de contar historias coherentes, dotadas de un significado, a partir de fragmentos sueltos e inconexos. Esta actividad es particularmente perceptible en el Próximo Oriente, donde los restos arqueológicos son tan escasos como fragmentados, desplazados y están tan degradados. Son también difícilmente reconocibles, ya que el material de construcción -y artístico- más habitual, el adobe, se desagrega fácilmente y se confunde con la tierra que sepulta los restos.
Sin embargo, por escasos que aquéllos sean, son restos de construcciones, destruidas por causas diversas, destruidas y reconstruidas, ampliadas, acortadas y modificadas incesantemente a lo largo de milenios, que deben ser visualizadas, buscando la lógica que explique su existencia y sus sucesivas apariciones y desapariciones.
La palabra "arte" en la expresión inicial no es gratuita. La arqueología es un arte porque, al igual que la estética, da valor a lo que encuentra. Un simple ladrillo puede cambiar una historia, o la historia. Un ladrillo que no encaja en una historia que da cuenta -que cuenta- de la complejidad no de las construcciones, que siguen los mismos patrones que regulan la construcción de edificios en todas las culturas y las épocas (los mesopotámicos, al igual que nosotros -como nosotros deberíamos hacer-, construían espacios en los que se trataba de vivir bien, en armonía con el entorno visible e invisible -dioses y antepasados-), sino de la interpretación de las mismas. Construcciones sobre construcciones, unas desaparecidas sin dejar rastros, otras de las que quedan unas pocas trazas, algún ladrillo, algunos cambios en el color y la textura de la tierra, indicios de estructuras desvanecidas, la o las historias de la vida en Mesopotamia deben reconstruirse a partir de mínimas evidencias, o incluso a partir de deducciones o suposiciones. La arqueología debe hacer visible lo invisible, como cualquier técnica artística.
Pero lo que más acerca la arqueología al arte es el cuidado concedido al fragmento. Los yacimientos -en cualquier cultura y de cualquier época antigua- están cubiertos de fragmentos de piedra, vítreos y sobre todo cerámicos: vasijas, útiles y, en el caso de Mesopotamia al menos, de ladrillos (en Grecia y en Roma también se hallan restos de tejas, por ejemplo, imperceptibles en el Próximo Oriente). Los fragmentos constructivos o utilitarios son fragmentos de historia. Cuentan historias fragmentadas, historias de construcciones desaparecidas, de vidas desaparecidas, violentamente o no, que deben ser reconstruidas o al menos imaginadas, para tratar de aprender sobre nuestras propias vidas. La arqueología es el arte de entender lo que hacemos y pensamos, lo que vivimos, a partir de modelos del pasado, que debemos hallar y estudiar.
La arqueología concede el máximo valor a un simple fragmento. Es un testimonio preciso. Una muestra trabajada por un ser humano, apreciado, usado y gastado por un ser humano. Su forma, incluso moldeada, guarda, a veces de manera bien visible, las marcas del contacto físico, del roce, del desgaste causado por el uso, por la mano. Los restos son símbolos dotados de sentido, un sentido que debemos desvelar. Restos que, casi siempre, no hablan por sí solos, sin en armonía con otros restos disgregados, si bien, en ocasiones, un resto, súbitamente, echa luz sobre una historia hasta entonces incomprensible o inimaginable. El arqueólogo mira, sopesa, palpa, dibuja, interroga el fragmento -sin violentarlo: su testimonio es demasiado valioso, y su condición, frágil, casi evanescente: se dan casos en que las piezas desenterradas se desintegran y escapan, reducidas a polvo, entre los dedos, una metáfora turbadora de la historia que se nos escapa-. El fragmento tiene historias que contar. Pero la lengua que habla es desconocida. Solo con el tiempo, quizá, se logre entender, sobre todo cuando se consigue que fragmentos, aparentemente inconexos, dialoguen. La arqueología es el arte de dar voz a lo que yace callado, el arte de estar a la escucha de lo que un fragmento tiene a bien contar. En pocas otras ocasiones, restos, que a menudo desecharíamos como entes sin sentido, inservibles, que solo merecen ser rechazados al basurero de la historia, son tratados con más atención para que puedan, a veces, contar su historia: historias de vidas maltrechas, rotas, por la historia. El arqueólogo concede voz al pasado para que el presente, que siempre chilla, empiece a ser comprensible y asumible.