La universidad se ha cerrado.
Las clases ya no tienen lugar.
La pantalla las sustituye.
Cuando daba clase -ya recurro al pasado-, subía a una tarima, larga y baja. La pizarra, con la tiza y la esponja, a mis espaldas; cerca de la puerta de acceso, colgando sobre la pizarra, una pantalla enrollable, sobre la que se proyectaban las imágenes que escogía desde un ordenador fijo situado sobre una pequeña mesa de despacho, con un sillón de madera, ubicado en un extremo de la tarima, cerca de la estrecha ventana por el que se filtra la luz, aunque apenas permite ventilar la sala.
La tarima es un escenario; separa el espacio del profesor del que ocupan los estudiantes, sentados, en filas prietas, en sillas de planchas curvadas de contrachapado sobre una estructura metálica, y un apoyabrazos, a la derecha -los zurdos lo tienen mal para tomar notas- que sostiene una tableta plegable.
El profesor habla, de pie, ante los estudiantes. Se desplaza constantemente. Fija la mirada en unos pocos, casi siempre en las primeras filas, atento a los imperceptibles movimientos de la cabeza, de aprobación o escepticismo. También vigila que, en las primeras filas, nadie cabecee. De pronto, un brazo se alza, quizá al fondo del aula. Una pregunta, a la que podría responder otro estudiante. El tema se amplía y se matiza. El esquema lineal que se intenta seguir, punto por punto, durante las explicaciones se convierte en en un esquema arbórea. Una pregunta lleva por ramas antes no exploradas. Se vuelve al tronco principal del que una posible nueva pregunta vuelva a apartarnos, permitiendo dibujar explicaciones más complejas y, sin duda más ricas, que respondan mejor a las preguntas que una clase suscite.
La pantalla del ordenador. La clase se sustituye por un video, una filmación o retransmisión en directo o no. El profesor habla ante la pantalla, es decir habla ante su imagen captada por la diminuta cámara del ordenador. La pantalla es el aula y la pizarra, sobre la que se proyectan imágenes y filmaciones previamente escogidas, almacenadas en un archivo que se debe abrir. El profesor intenta no mirarse; pero la pantalla solo le devuelve su imagen. En un busto parlante que habla -o tartamudea porque nadie puede, con un movimiento de cabeza, animarle a vencer el obstáculo- a todos sin hablar a nadie; que habla solo, como si estuviera loco.
Si trata de gesticular, para dar énfasis a lo que cuenta, y para que la imagen de su rostro deje de ser el centro de atención, de ocupar el centro de la imagen, debe alzar las manos a la altura de la cámara, casi por encima de la cabeza, como si bailara solo un extraño baile popular sin saber bien porqué; la cámara capta las manos en primer plano, casi borrosas, que revolotean desordenadamente como gigantescas aves de presa, como si se quisiera arrancar el ojo de la cámara.
La clase parece el ensayo de una obra de teatro, sin público, pero sin director, ya que uno es su propio director, cuyos gestos y cuyas muecas se reflejan en la pantalla. A fin de evitar que la mirada se encuentre consigo misma, uno levanta la vista, produciendo la casi ridícula imagen de un místico en trance. La mirada vuelve a enfocar, a encararse con la cámara, es decir volvería a mirarse en si misma si el brillo de la pantalla no obligara a achinar los ojos, como los ojos de un miope que anda a tientas, sin saber dónde va, ni a quien se dirige.
Y, de pronto, la imagen en la pantalla se congela, en un rictus. El programa se ha bloqueado. La grabación debe emprenderse de nuevo, esta vez, consciente de la situación tan absurda de dar clase a una máquina que, como el espejo de la madrastra, goza de cazar y de reproducir nuestras inseguridades.
miércoles, 25 de marzo de 2020
STEVE CUTTS (¿1995?): HAPPINESS (FELICIDAD, 2017)
martes, 24 de marzo de 2020
CARLOS PÉREZ SIQUIER (1930): LA CHANCA, ALMERÍA (1953-1963)
Sin insistir en la evidente miseria, muestra la armónica relación entre el pequeño barrio, que parece no planificado -pero que sin embargo, se ordena al pie de los riscos, sacando un partido "arquitectónico" de la disposición de las rocas, apenas talladas- y el entorno natural, y el uso del espacio exterior, convertido en una área de juego recorrida sobre todo por niños, felices en un paisaje de construcciones blancas, y de colores, que ponen coto a la aridez de las rocas, y que parecen dispuestas para azuzar la imaginación y la aventura, olvidándose del día a día.
lunes, 23 de marzo de 2020
Ética y estética
La ética es la determinación y la valoración de la finalidad de nuestras acciones: ¿por qué actuamos, qué perseguimos, qué queremos obtener?
Tradicionalmente el valor que persigue la acción es el bien: lograr vivir bien, el bienestar personal y de lo demás. Es decir, se obtiene -y quizá se persiga- una recompensa.
Sin embargo, esta consideración no siempre es cierta. El fin que la acción persigue es la misma acción. El bien no es un objetivo externo, al que se tiende, sino que resulta de la propia acción. Se actúa porque se tiene qué actuar. Un impulso nos lleva a acometer una acción. Y está "bien" que la llevemos a cabo. No actuar, no hacer nada, dejar pasar el tiempo y que las cosas se pudran, por el contrario "está mal": es el mal, una "mala" actuación, una muestra de "mala" educación.
Le estética, por su parte, es la ciencia que determina y valora la finalidad de la percepción artística: ¿porqué nos relacionamos con el arte? ¿qué esperamos de dicha contemplación? Podríamos ampliar el campo de estudio y decir también que la estética incluye el estudio de las motivaciones y de los fines que alientan y persigue la creación artística. En este caso, diríamos: ¿por qué hacemos arte?
¿Desinteresadamente? ¿Sin esperar nada a cambio? ¿Obramos o contemplamos porque sí, y esta acción o esta reflexión es intrínsicamente "buena"?
Podemos vivir sin hacer ni contemplar arte. No podemos vivir sin actuar, en cambio. Vivir es moverse, movimiento, gesto que nos hace "bien".
El arte es, y así a sido tradicionalmente, un don, un regalo. La mayoría de las obras de arte, de las imágenes (estatuillas, joyas, objetos, etc.) antiguas son ofrendas. Presentes que se entregan o se intercambian. Entes que tejen lazos, facilitan relaciones, solventar diferencias, suavizan relaciones. Objetos con los que compramos voluntades, vencemos resistencias, alabamos o criticamos a otro ser; objetos que se insertan en un tejido social, y permiten tender puentes entre los mortales, y entre los mortales y los inmortales, los vivos y quienes han vencido a la muerte, entre el aquí y el más allá. La creación artística entra a formar parte de negociaciones, es objeto de debate. El don, el presente no se llevan a cabo porque sí. Algo se espera a cambio: un favor, una promesa, una redención; el perdón de los pecados, un remedio, un acuerdo, unas buenas relaciones (de amistad, amor, "buena" -es decir, bella- vecindad). El don desactiva conflictos (también los crea). Quien lo recibe, de pronto, está en deuda. Tiene que responder, corresponder. Si los dioses no responden a nuestras súplicas, destruimos sus efigies, los suplantamos. Un regalo es una invitación al intercambio. A cambio, se espera algo, siquiera unas palabras que alienten. La creación embellece el mundo, y descubre la belleza, la luz que puede hallarse oscurecida por la materia, modales y comportamientos ariscos.
Se hace arte con la esperanza de un beneficio (un hecho que nos haga bien, bien que no procede de nuestra acción, sino que ésta lo activa). La economía rige la transacción.
Es cierto que podemos pensar que el artista -y el teórico- es desinteresado: que crea o reflexiona para sí, porque sí. Pero el resultado colma; alegra (o desespera). Satisface no no el amor propio. Uno se siente orgulloso -o avergonzado- de lo que ha logrado. La prueba es la reacción ante el resultado: la obra se conserva, se corrige o se destruye, porque está a la altura o no de lo que "esperamos". La satisfacción, íntima, secreta, aguarda el final de la obra, que espera no decepcionar, y dar una imagen que no responda a lo que la idea promete.
Actuamos sin esperar nada, pero creamos con la esperanza de obtener algo: una obra, una creación, que mantendrá vivo nuestro recuerdo. Nos prolongamos, nos proyectamos en la obra. La creación aspira a que, hoy o mañana, alguien hable de nosotros o de nuestra obra.
Quizá la estética sea más humana que la ética y su imperativo (haz porque has de hacer): tiene en cuenta el otro, y nuestras debilidades. Acepta que otros son mejores, y que nos necesitemos. Asume que creamos para sentirnos mejores. Asume que existen más "tiempos" -pasado, presente y futuro, que prolonga, posterga, o acelera la acción, en función del contexto y las necesidades, personales o de quienes nos importan, a los que tendemos lo que mejor sabemos hacer.
Tradicionalmente el valor que persigue la acción es el bien: lograr vivir bien, el bienestar personal y de lo demás. Es decir, se obtiene -y quizá se persiga- una recompensa.
Sin embargo, esta consideración no siempre es cierta. El fin que la acción persigue es la misma acción. El bien no es un objetivo externo, al que se tiende, sino que resulta de la propia acción. Se actúa porque se tiene qué actuar. Un impulso nos lleva a acometer una acción. Y está "bien" que la llevemos a cabo. No actuar, no hacer nada, dejar pasar el tiempo y que las cosas se pudran, por el contrario "está mal": es el mal, una "mala" actuación, una muestra de "mala" educación.
Le estética, por su parte, es la ciencia que determina y valora la finalidad de la percepción artística: ¿porqué nos relacionamos con el arte? ¿qué esperamos de dicha contemplación? Podríamos ampliar el campo de estudio y decir también que la estética incluye el estudio de las motivaciones y de los fines que alientan y persigue la creación artística. En este caso, diríamos: ¿por qué hacemos arte?
¿Desinteresadamente? ¿Sin esperar nada a cambio? ¿Obramos o contemplamos porque sí, y esta acción o esta reflexión es intrínsicamente "buena"?
Podemos vivir sin hacer ni contemplar arte. No podemos vivir sin actuar, en cambio. Vivir es moverse, movimiento, gesto que nos hace "bien".
El arte es, y así a sido tradicionalmente, un don, un regalo. La mayoría de las obras de arte, de las imágenes (estatuillas, joyas, objetos, etc.) antiguas son ofrendas. Presentes que se entregan o se intercambian. Entes que tejen lazos, facilitan relaciones, solventar diferencias, suavizan relaciones. Objetos con los que compramos voluntades, vencemos resistencias, alabamos o criticamos a otro ser; objetos que se insertan en un tejido social, y permiten tender puentes entre los mortales, y entre los mortales y los inmortales, los vivos y quienes han vencido a la muerte, entre el aquí y el más allá. La creación artística entra a formar parte de negociaciones, es objeto de debate. El don, el presente no se llevan a cabo porque sí. Algo se espera a cambio: un favor, una promesa, una redención; el perdón de los pecados, un remedio, un acuerdo, unas buenas relaciones (de amistad, amor, "buena" -es decir, bella- vecindad). El don desactiva conflictos (también los crea). Quien lo recibe, de pronto, está en deuda. Tiene que responder, corresponder. Si los dioses no responden a nuestras súplicas, destruimos sus efigies, los suplantamos. Un regalo es una invitación al intercambio. A cambio, se espera algo, siquiera unas palabras que alienten. La creación embellece el mundo, y descubre la belleza, la luz que puede hallarse oscurecida por la materia, modales y comportamientos ariscos.
Se hace arte con la esperanza de un beneficio (un hecho que nos haga bien, bien que no procede de nuestra acción, sino que ésta lo activa). La economía rige la transacción.
Es cierto que podemos pensar que el artista -y el teórico- es desinteresado: que crea o reflexiona para sí, porque sí. Pero el resultado colma; alegra (o desespera). Satisface no no el amor propio. Uno se siente orgulloso -o avergonzado- de lo que ha logrado. La prueba es la reacción ante el resultado: la obra se conserva, se corrige o se destruye, porque está a la altura o no de lo que "esperamos". La satisfacción, íntima, secreta, aguarda el final de la obra, que espera no decepcionar, y dar una imagen que no responda a lo que la idea promete.
Actuamos sin esperar nada, pero creamos con la esperanza de obtener algo: una obra, una creación, que mantendrá vivo nuestro recuerdo. Nos prolongamos, nos proyectamos en la obra. La creación aspira a que, hoy o mañana, alguien hable de nosotros o de nuestra obra.
Quizá la estética sea más humana que la ética y su imperativo (haz porque has de hacer): tiene en cuenta el otro, y nuestras debilidades. Acepta que otros son mejores, y que nos necesitemos. Asume que creamos para sentirnos mejores. Asume que existen más "tiempos" -pasado, presente y futuro, que prolonga, posterga, o acelera la acción, en función del contexto y las necesidades, personales o de quienes nos importan, a los que tendemos lo que mejor sabemos hacer.
domingo, 22 de marzo de 2020
Una mirada "occidental" a la creación "no occidental": el Museu de les Cultures del Mòn de Barcelona (España), parte 2
Montaje, correcciones y edición: Lucas Dutra
Continuación de la visita "virtual" de la planta baja del Museu de les Cultures del Mòn, de Barcelona, organizada como práctica para les estudiantes de la asignatura de Teoría II de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB), iniciada en una entrada anterior
(http://tochoocho.blogspot.com/2020/03/una-mirada-occidental-la-creacion-no.html):
a) la ciudad de Edo -la capital más poderosa y mejor urbanizada del mundo, entre los siglos XII y XV, arrasada por el Imperio Británico en 1897- y el arte del reino de Benin;
b) el arte cristiano etíope (Etiopía fue junto con Siria el territorio en el que más tempranamente se asentaron comunidades paleocristianas) -y porqué no se expone junto otras obras cristianas de diversas culturas occidentales.
La casa
La casa no es dónde uno está habitualmente; durante la mayor parte de la vida, nadie se halla en casa. La casa es el lugar de dónde partimos y al que regresamos cuando sentimos que toca cerrar y deshacer las maletas, como comentaba el filósofo Xavier Rubert de Ventós.
Salimos de casa cuando podemos desenvolvernos solos. La casa es un espacio en el que se sueña, al que se aspira. Se trata de un espacio imaginado, pero aún lejano. Nos queda una vida antes de llegar a él. La casa es una meta final. Siempre se tiene en mente, se quiere, un día volver. Antes, pasamos por un largo tránsito. La casa concluye un viaje, de la que ya no se saldrá.
La casa constituye un espacio de meditación: un lugar donde recogerse por primera vez, tras haber efectuado todos los trabajos, explorado y sentido todo lo que cabe recorrer en una vida. La casa es la única casa, la primera y la última. Se regresa de dónde se ha partido. Se vuelve para pensar en lo vivido.
Pero casi nunca tenemos bastantes impresiones. Siempre queda un recodo por alcanzar, un último lugar, que nunca es el último, por llegar. La casa es el destino final, postergado y deseado a la vez. A medida que nos acercamos a ella, retrocede. El día del descanso aún no ha llegado. La casa está a siete días del inicio. El descanso que brinda es eterno. Se trata de un lugar donde quedarse para siempre, sin la nostalgia de los días que han pasado; un lugar donde refugiarse y soñar, recordar lo vivido, un lugar donde vivir plenamente, ya que solo se alcanza la plenitud cuando se recuerda.
Lo que se recuerda pasó, pasó sin que nos diéramos cuenta. Ahora, todo lo pasado se despliega ante nosotros. La casa es una caja de resonancia, el lugar acogedor y protector donde la vida se despliega, vida que se vive al fin, porque ya no hay nada más que hacer: hemos transitado por todas partes, yendo siempre adelante, atentos a lo que vendrá y no a lo que está aquí, esperando siempre alcanzar nuevos lugares en los que no podremos detenernos porque la vida sigue incitándonos a levantarnos y a proseguir.
Pero la memoria, atenta, observadora e implacable recoge y guarda todo a lo que no prestamos la debida atención. Cuando, al final, volvamos a casa, podremos, no recordar sino vivir lo que no vivimos, aunque esta impresión de vida plena es fugaz. Los recuerdos evocados desaparecen y ya no regresan. Y cuando ya no tengamos nada que recordar....
La casa no es un lugar donde encerrarse o confinarse, sino para recogerse, recogiendo los últimos recuerdos, las últimas sensaciones vidas -sentidas plenamente- para el último paso.
Salimos de casa cuando podemos desenvolvernos solos. La casa es un espacio en el que se sueña, al que se aspira. Se trata de un espacio imaginado, pero aún lejano. Nos queda una vida antes de llegar a él. La casa es una meta final. Siempre se tiene en mente, se quiere, un día volver. Antes, pasamos por un largo tránsito. La casa concluye un viaje, de la que ya no se saldrá.
La casa constituye un espacio de meditación: un lugar donde recogerse por primera vez, tras haber efectuado todos los trabajos, explorado y sentido todo lo que cabe recorrer en una vida. La casa es la única casa, la primera y la última. Se regresa de dónde se ha partido. Se vuelve para pensar en lo vivido.
Pero casi nunca tenemos bastantes impresiones. Siempre queda un recodo por alcanzar, un último lugar, que nunca es el último, por llegar. La casa es el destino final, postergado y deseado a la vez. A medida que nos acercamos a ella, retrocede. El día del descanso aún no ha llegado. La casa está a siete días del inicio. El descanso que brinda es eterno. Se trata de un lugar donde quedarse para siempre, sin la nostalgia de los días que han pasado; un lugar donde refugiarse y soñar, recordar lo vivido, un lugar donde vivir plenamente, ya que solo se alcanza la plenitud cuando se recuerda.
Lo que se recuerda pasó, pasó sin que nos diéramos cuenta. Ahora, todo lo pasado se despliega ante nosotros. La casa es una caja de resonancia, el lugar acogedor y protector donde la vida se despliega, vida que se vive al fin, porque ya no hay nada más que hacer: hemos transitado por todas partes, yendo siempre adelante, atentos a lo que vendrá y no a lo que está aquí, esperando siempre alcanzar nuevos lugares en los que no podremos detenernos porque la vida sigue incitándonos a levantarnos y a proseguir.
Pero la memoria, atenta, observadora e implacable recoge y guarda todo a lo que no prestamos la debida atención. Cuando, al final, volvamos a casa, podremos, no recordar sino vivir lo que no vivimos, aunque esta impresión de vida plena es fugaz. Los recuerdos evocados desaparecen y ya no regresan. Y cuando ya no tengamos nada que recordar....
La casa no es un lugar donde encerrarse o confinarse, sino para recogerse, recogiendo los últimos recuerdos, las últimas sensaciones vidas -sentidas plenamente- para el último paso.
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