sábado, 28 de marzo de 2020
Museu de les Cultures del Mòn (Museo de las Culturas del Mundo, Barcelona): segunda visita
Edición: Lucas Dutra
Estos tres nuevos vídeos prosiguen la visita de algunas obras del Museu de les Cultures del Mòn, de Barcelona, cuyos dos primeros vídeos ya se han presentado en este blog, y que concluirá con cinco próximos vídeos.
La visita, en total, durará unas seis horas y media.
Las explicaciones se centran en algunas obras destacadas o que pueden dar pie a una reflexión sobre la entidad y significación o finalidad de las creaciones, así como sobre la relación que tejen o se tejen con nosotros.
Los comentarios suscitados por las obras, por tanto, se preguntan por la existencia y la necesidad de estas obras, sobre cómo entran en contacto con nosotros y porqué, y tienen como finalidad ampliar nuestra comprensión de la creación humana, a veces excesiva -aunque inevitablemente- centrada en obras occidentales, desde el Renacimiento hasta nuestros días, sin que a veces seamos conscientes que artistas de otras culturas y otras épocas, se han enfrentado a unas mismas preguntas a las que han tratado de responder con formas parecidas o distintas, pero siempre pertinentes, a las que estamos más acostumbrados.
Estos comentarios no se dirigen a especialistas sino a aficionados al arte o curiosos por la amplitud de los temas y problemas y delas soluciones que los humanos nos hemos hecho y a los que hemos respondido.
Estas y las próximas grabaciones suplen unas prácticas presenciales de la asignatura de Teoría II de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (UPC-ETSAB), que no pueden, hoy, tener lugar.
El espantapájaros
Prosiguiendo las clases sobre la imagen naturalista o mimética -adjetivos que no significan lo mismo-, y sobre las diferencias entre ídolos e iconos, ¿cúal es el lugar de obras o artefactos con un estatuto incierto, como por ejemplo las veletas o los espantapájaros?
No es una estatua, un maniquí, ni un mecanismo articulado, dotado de movimiento, pero aúna rasgos, propiedades y funciones de todas esas figuras.
Desde luego, no es muerto, aunque evoque la muerte.
Un espantapájaros en una creación humana. Representa a una figura antropomórfica. No es necesario que sea un retrato -el rostro no es lo más importante-, pero la estructura y el tamaño deben evocar o asociarse a una figura humana. Los espantapájaros se realizan de manera similar a los pasos de Semana Santa y las estatuas de culto de la antigüedad, como, por ejemplo, la gran estatua criselefantina -hecha de oro y de marfil- de Atenea, obra de Fidias, en el interior del Partenón en el acrópolis de Atenas: una estructura de listones de madera tosca pero sólidamente ensamblados, recubiertos de ligeras ropas "reales" que el viento pueda agitar, cuyas extremidades sujetan manos y una cabeza, esquemática pero sugerentemente representados.
Un espantapájaros es un amuleto que tiene que ahuyentar a los pájaros que puedan acabar con la cosecha. Se planta en medio de un campo cultivado, a cierta altura, para que sobresalga sobre los cultivos cuando éstos alcancen la altura máxima. Un espantapájaros debe conjugar la inmovilidad y el movimiento. Debe de estar siempre hincado en el campo, pero debe permitir que el viento agite la ropa. Al mismo tiempo, debe de tener un aspecto imponente, que asuste a los pájaros, pero no a las personas: de aquí el aspecto cómico, de payaso que posee. En francés, la palabra que los designa, épouvantail, deriva de la épouvante, el terror. La novela gótica, el cómic y el cine de terror ha jugado con la inquietante inmovilidad del espantapájaros, que debe dar la sensación que podría cobrar vida. Hasta el Espantapájaros que aparece en la película El Mago de Oz es extraño: de hecho vive en el mundo paralelo del mago.
Siendo una imagen toscamente humana, el espantapájaros parece más humano, más vivo que una estatua naturalista. Su imperfección, los rasgos someramente evocados, lo dotan de una extraña humanidad, convirtiéndolo, al mismo tiempo en un ser situado entre varios mundos: el natural y el artificial, el mortal y el inmortal, el mundo de los vivos y el de los muertos. Su figura, a menudo, se asemeja a una aparición, un espectro emanado de las entrañas de la tierra. Sus movimientos no son los propios de un artilugio mecánico, sino de un ser impredecible: se halla a la merced del viento, que lo agita, y lo anima inesperadamente, sin que sepa bien cómo seguirá.
Los brazos en cruz, que permiten que el viento penetre en las mangas y dote de cierto temblor a la figura, evoca a un supliciado a la vista de todos, en un espacio abierto: un empalado y un crucificado; el ladrón clavado en la cruz, antes que Jesús. El espantapájaros debe infundir respecto -aunque no miedo. Ante su presencia, incluso los humanos, al atardecer, dan un rodeo. Su cuerpo clavado y ensombrecido encoge el ánimo. Evoca a un muerto, a un ser disecado -que en francés, se dice empaillé, lleno de paja, precisamente el material que da cuerpo al espantapájaros. Es una creación más propia de un taxidermista, que trata de dotar de una apariencia real, y de un rigidez sobrenatural -tan artificial que se teme que en cualquier momento, el ser forzadamente quieto, recobre una posición, una vitalidad "natural", lo que acrecentaría el temor que ya suscita-, a un fallecido. Un muerto que regresa del mundo de los muertos. Después de todo, los pájaros son almas de los difuntos, aves de mal agüero -como bien sabia Hitchcock. Si los espantapájaros los ahuyentan es porque ambos se conocen y se temen. Un espantapájaros es aún más temible que un ser humano porque no tiene miedo; y su apariencia falsamente amable da la sensación que esconde negras intenciones.
No sé si existen colección de espantapájaros -aunque sí existe un festival de espantapájaros en el pueblo de Meyrals, en el centro de Francia. Cuando el tiempo los abate, no se guardan, sino que se sustituyen fácilmente. pero vuelven a la "vida", idénticos a sí mismo, como seres inmortales, o resucitados. El espantapájaros siempre sonríe, con la mirada fija. Por eso, no sabemos bien qué es: ser o ente, ente capaz de transitar entre el ente y el ser, el espíritu y el cuerpo, el alma y el espectro.
No es una estatua, un maniquí, ni un mecanismo articulado, dotado de movimiento, pero aúna rasgos, propiedades y funciones de todas esas figuras.
Desde luego, no es muerto, aunque evoque la muerte.
Un espantapájaros en una creación humana. Representa a una figura antropomórfica. No es necesario que sea un retrato -el rostro no es lo más importante-, pero la estructura y el tamaño deben evocar o asociarse a una figura humana. Los espantapájaros se realizan de manera similar a los pasos de Semana Santa y las estatuas de culto de la antigüedad, como, por ejemplo, la gran estatua criselefantina -hecha de oro y de marfil- de Atenea, obra de Fidias, en el interior del Partenón en el acrópolis de Atenas: una estructura de listones de madera tosca pero sólidamente ensamblados, recubiertos de ligeras ropas "reales" que el viento pueda agitar, cuyas extremidades sujetan manos y una cabeza, esquemática pero sugerentemente representados.
Un espantapájaros es un amuleto que tiene que ahuyentar a los pájaros que puedan acabar con la cosecha. Se planta en medio de un campo cultivado, a cierta altura, para que sobresalga sobre los cultivos cuando éstos alcancen la altura máxima. Un espantapájaros debe conjugar la inmovilidad y el movimiento. Debe de estar siempre hincado en el campo, pero debe permitir que el viento agite la ropa. Al mismo tiempo, debe de tener un aspecto imponente, que asuste a los pájaros, pero no a las personas: de aquí el aspecto cómico, de payaso que posee. En francés, la palabra que los designa, épouvantail, deriva de la épouvante, el terror. La novela gótica, el cómic y el cine de terror ha jugado con la inquietante inmovilidad del espantapájaros, que debe dar la sensación que podría cobrar vida. Hasta el Espantapájaros que aparece en la película El Mago de Oz es extraño: de hecho vive en el mundo paralelo del mago.
Siendo una imagen toscamente humana, el espantapájaros parece más humano, más vivo que una estatua naturalista. Su imperfección, los rasgos someramente evocados, lo dotan de una extraña humanidad, convirtiéndolo, al mismo tiempo en un ser situado entre varios mundos: el natural y el artificial, el mortal y el inmortal, el mundo de los vivos y el de los muertos. Su figura, a menudo, se asemeja a una aparición, un espectro emanado de las entrañas de la tierra. Sus movimientos no son los propios de un artilugio mecánico, sino de un ser impredecible: se halla a la merced del viento, que lo agita, y lo anima inesperadamente, sin que sepa bien cómo seguirá.
Los brazos en cruz, que permiten que el viento penetre en las mangas y dote de cierto temblor a la figura, evoca a un supliciado a la vista de todos, en un espacio abierto: un empalado y un crucificado; el ladrón clavado en la cruz, antes que Jesús. El espantapájaros debe infundir respecto -aunque no miedo. Ante su presencia, incluso los humanos, al atardecer, dan un rodeo. Su cuerpo clavado y ensombrecido encoge el ánimo. Evoca a un muerto, a un ser disecado -que en francés, se dice empaillé, lleno de paja, precisamente el material que da cuerpo al espantapájaros. Es una creación más propia de un taxidermista, que trata de dotar de una apariencia real, y de un rigidez sobrenatural -tan artificial que se teme que en cualquier momento, el ser forzadamente quieto, recobre una posición, una vitalidad "natural", lo que acrecentaría el temor que ya suscita-, a un fallecido. Un muerto que regresa del mundo de los muertos. Después de todo, los pájaros son almas de los difuntos, aves de mal agüero -como bien sabia Hitchcock. Si los espantapájaros los ahuyentan es porque ambos se conocen y se temen. Un espantapájaros es aún más temible que un ser humano porque no tiene miedo; y su apariencia falsamente amable da la sensación que esconde negras intenciones.
No sé si existen colección de espantapájaros -aunque sí existe un festival de espantapájaros en el pueblo de Meyrals, en el centro de Francia. Cuando el tiempo los abate, no se guardan, sino que se sustituyen fácilmente. pero vuelven a la "vida", idénticos a sí mismo, como seres inmortales, o resucitados. El espantapájaros siempre sonríe, con la mirada fija. Por eso, no sabemos bien qué es: ser o ente, ente capaz de transitar entre el ente y el ser, el espíritu y el cuerpo, el alma y el espectro.
viernes, 27 de marzo de 2020
Ídolos e iconos
El vídeo que no se ha podido "subir" -aunque sí el sonido- a la clase virtual por temas de derechos es:
Esta segunda clase virtual de estética -para estudiantes de la asignatura de Teoría II, en quinto curso de carrera de arquitectura en la UPC-ETSAB-, sigue comentando un tema abordado en la clase anterior:
Un tipo de relación "emocional", "impulsiva", "irreflexiva", pero muy humana, ante las imágenes naturalistas, "imitativas" o "idolátricas" -tal como las define Platón-, propia no solo de los espectadores sino de los creadores, encogidos o emocionados ante la posibilidad que las imágenes a las que han dado forma, contemplan, admiran, adoran o temen, se animen.
La clase aborda -pero aún no concluye- acerca de la consideración de la imagen "icónica" por parte de los Padres de la Iglesia, imbuidos de neoplatonismo.
Apolo y la epidemia
La guerra de Troya empezó mucho antes del asedio de Troya (llamada también Ilión) por parte del ejército naval griego varado en la playa sobre la que se alzaba la muralla de la ciudad.
Los griegos no se habían dirigido directamente a Troya sino que, previamente, habían asolado las tierras de la Tróyade, tomando y destruyendo todos los asentamientos que hubieran podido enviar refuerzos a Troya cuando el próximo inicio de la contienda. Los griegos no solo derribaban ciudades sino que se hacían con un botín: bienes suntuarios, alimentos y mujeres a las que esclavizaban; los varones, en cambio, eran ejecutados.
La toma de Misia -a la que los griegos llegaron, quizá porque erraron el rumbo- concluyó con la obtención y la distribución del botín entre los vencedores. Aunque el rey de Micenas, Agamenón, dirigía la expedición, todos los participantes tenían idéntica clase social: eran reyes, príncipes, gobernantes de sus ciudades. Ninguno destacaba por encima de los demás; ninguno, entonces, merecía un botín más importante. Éste, por el contrario, se repartía equitativamente por sorteo. A cada uno le tocaba una parte equivalente a la de los demás.
El destino quiso que una hermosa muchacha, rubia, Criseida, nacida en la ciudad de Crisa, fuera destinada a Agamenón como esclava. Aunque Criseida juró que Agamenón no la tocó y que los hijos que alumbraría fueron concebidos por el dios Apolo, lo cierto es que, finalmente, reveló la verdad.
La referencia a Apolo no era gratuita. El padre de Criseida, Crises, era el sacerdote de Apolo que el dios más estimaba. Crises osó acudir a Agamenón para suplicarle que le devolviera a su hija a cambio de todos los bienes que pudiera entregarle, su vida incluso si fuere necesario. Mas Agamenón rechazó la súplica despectivamente, Crises, entonces, imploró a Apolo.
Y el dios intervino.
Cuando Apolo irrumpía impetuosamente en la asamblea de los dioses y se dirigía hacia el trono de su padre Zeus, los demás dioses se alzaban asustados. No era el vigor juvenil de Apolo lo que les inquietaba, sino el que violara la ley que exigía que ningún dios pudiera acceder al palacio de Zeus armado. Ocurría, sin embargo, que Apolo no se desprendía nunca del arco y del carcaj que lo caracterizaban. Los llevaba siempre consigo.
Las flechas son una arma temible. Dan en la diana y nadie intuye su acerada llegada. Quien maneja el arco se halla siempre a mucha distancia. Y las flechas llueven por doquier.
Apolo era un dios armado. El puñal, el arco y las flechas eran sus mortíferas armas.
La intervención de Apolo, como castigo por la falta de Agamenón, recayó sobre todo el ejército griego. El castigo fue doble; o, mejor dicho, se manifestó de dos maneras parecidas. Flechas, por un lado, que nunca fallaban, y una epidemia de peste que asoló las naves griegas (el término griego, que se traduce por peste, es más genérico en griego: nosos, que significa enfermedad física, epidemia, pero también enfermedad mental, demencia, locura; pérdida de la salud y mental). Los griegos caían como moscas.
Las epidemias eran una de las armas de Apolo. La relación era lógica. Apolo era un dios viajero. Se desplazaba a la velocidad de las flechas. Apenas hubo nacido en la rocoso isla de Delos, que ya cruzaba el mar Egeo y recorría Grecia entera a la busca de un lugar propicio donde fundar su santuario. Apolo no podía estar quieto. Era un dios sanador, sin duda. Su propio hijo, Asclespio (Esculapio, en Roma), era el dios de la medicina. Quien quisiera sanar podía acudir al santuario de Apolo. Mas, como dios que devolvía la vida, también podía aniquilarla.
Flechas y pandemías eran equivalentes, y eran propias de un dios en permanente movimiento. Epidemia significa "entre -epi- el demos -el pueblo". Una epidemia es llegada de un cuerpo extraño a la ciudad que la recurre. No casa con ésta. Desconoce, como un extranjero, las leyes de la ciudad. Pasa de una casa a otra, entra y sale; la explora, y durante su recorrido, involuntariamente, tropieza, se adentra donde no debe, no respeta nada -no conoce las costumbres de la ciudad- y causa daños que no se saben combatir porque el causante del mal es desconocido y no responde a las órdenes que gobiernan la ciudad, porque el mal no está nunca dónde se le espera, en constante movimiento, mutación. Una epidemia recorre una ciudad sin que se la pueda detener. Una pandemia es una enfermedad comunitaria. Asola el tejido social. Lo deshace, como si lo rajara -con una flecha o un puñal. Y los afectados por la irrupción, caen, como caen quienes reciben el certero disparo de una flecha.
El doble daño que Apolo causó entre el ejército griego, disparando y circulando por las arterias o las vías de la comunidad -el campamento- como un veneno, solo cesó cuando Agamenón, vencido por las circunstancias, aceptó devolver a Criseida a su padre Crises, a cambio de otro botín. Éste era Briseida, la prisionera morena que había recaído en Aquiles. ¿Iba Aquiles a quedarse sin botín? ¿Cómo reaccionaría?
Tal es la terrorífica -y tan cierta- historia que cuenta, entonces, Homero en la Ilíada.
Los griegos no se habían dirigido directamente a Troya sino que, previamente, habían asolado las tierras de la Tróyade, tomando y destruyendo todos los asentamientos que hubieran podido enviar refuerzos a Troya cuando el próximo inicio de la contienda. Los griegos no solo derribaban ciudades sino que se hacían con un botín: bienes suntuarios, alimentos y mujeres a las que esclavizaban; los varones, en cambio, eran ejecutados.
La toma de Misia -a la que los griegos llegaron, quizá porque erraron el rumbo- concluyó con la obtención y la distribución del botín entre los vencedores. Aunque el rey de Micenas, Agamenón, dirigía la expedición, todos los participantes tenían idéntica clase social: eran reyes, príncipes, gobernantes de sus ciudades. Ninguno destacaba por encima de los demás; ninguno, entonces, merecía un botín más importante. Éste, por el contrario, se repartía equitativamente por sorteo. A cada uno le tocaba una parte equivalente a la de los demás.
El destino quiso que una hermosa muchacha, rubia, Criseida, nacida en la ciudad de Crisa, fuera destinada a Agamenón como esclava. Aunque Criseida juró que Agamenón no la tocó y que los hijos que alumbraría fueron concebidos por el dios Apolo, lo cierto es que, finalmente, reveló la verdad.
La referencia a Apolo no era gratuita. El padre de Criseida, Crises, era el sacerdote de Apolo que el dios más estimaba. Crises osó acudir a Agamenón para suplicarle que le devolviera a su hija a cambio de todos los bienes que pudiera entregarle, su vida incluso si fuere necesario. Mas Agamenón rechazó la súplica despectivamente, Crises, entonces, imploró a Apolo.
Y el dios intervino.
Cuando Apolo irrumpía impetuosamente en la asamblea de los dioses y se dirigía hacia el trono de su padre Zeus, los demás dioses se alzaban asustados. No era el vigor juvenil de Apolo lo que les inquietaba, sino el que violara la ley que exigía que ningún dios pudiera acceder al palacio de Zeus armado. Ocurría, sin embargo, que Apolo no se desprendía nunca del arco y del carcaj que lo caracterizaban. Los llevaba siempre consigo.
Las flechas son una arma temible. Dan en la diana y nadie intuye su acerada llegada. Quien maneja el arco se halla siempre a mucha distancia. Y las flechas llueven por doquier.
Apolo era un dios armado. El puñal, el arco y las flechas eran sus mortíferas armas.
La intervención de Apolo, como castigo por la falta de Agamenón, recayó sobre todo el ejército griego. El castigo fue doble; o, mejor dicho, se manifestó de dos maneras parecidas. Flechas, por un lado, que nunca fallaban, y una epidemia de peste que asoló las naves griegas (el término griego, que se traduce por peste, es más genérico en griego: nosos, que significa enfermedad física, epidemia, pero también enfermedad mental, demencia, locura; pérdida de la salud y mental). Los griegos caían como moscas.
Las epidemias eran una de las armas de Apolo. La relación era lógica. Apolo era un dios viajero. Se desplazaba a la velocidad de las flechas. Apenas hubo nacido en la rocoso isla de Delos, que ya cruzaba el mar Egeo y recorría Grecia entera a la busca de un lugar propicio donde fundar su santuario. Apolo no podía estar quieto. Era un dios sanador, sin duda. Su propio hijo, Asclespio (Esculapio, en Roma), era el dios de la medicina. Quien quisiera sanar podía acudir al santuario de Apolo. Mas, como dios que devolvía la vida, también podía aniquilarla.
Flechas y pandemías eran equivalentes, y eran propias de un dios en permanente movimiento. Epidemia significa "entre -epi- el demos -el pueblo". Una epidemia es llegada de un cuerpo extraño a la ciudad que la recurre. No casa con ésta. Desconoce, como un extranjero, las leyes de la ciudad. Pasa de una casa a otra, entra y sale; la explora, y durante su recorrido, involuntariamente, tropieza, se adentra donde no debe, no respeta nada -no conoce las costumbres de la ciudad- y causa daños que no se saben combatir porque el causante del mal es desconocido y no responde a las órdenes que gobiernan la ciudad, porque el mal no está nunca dónde se le espera, en constante movimiento, mutación. Una epidemia recorre una ciudad sin que se la pueda detener. Una pandemia es una enfermedad comunitaria. Asola el tejido social. Lo deshace, como si lo rajara -con una flecha o un puñal. Y los afectados por la irrupción, caen, como caen quienes reciben el certero disparo de una flecha.
El doble daño que Apolo causó entre el ejército griego, disparando y circulando por las arterias o las vías de la comunidad -el campamento- como un veneno, solo cesó cuando Agamenón, vencido por las circunstancias, aceptó devolver a Criseida a su padre Crises, a cambio de otro botín. Éste era Briseida, la prisionera morena que había recaído en Aquiles. ¿Iba Aquiles a quedarse sin botín? ¿Cómo reaccionaría?
Tal es la terrorífica -y tan cierta- historia que cuenta, entonces, Homero en la Ilíada.
miércoles, 25 de marzo de 2020
Ante la pantalla
La universidad se ha cerrado.
Las clases ya no tienen lugar.
La pantalla las sustituye.
Cuando daba clase -ya recurro al pasado-, subía a una tarima, larga y baja. La pizarra, con la tiza y la esponja, a mis espaldas; cerca de la puerta de acceso, colgando sobre la pizarra, una pantalla enrollable, sobre la que se proyectaban las imágenes que escogía desde un ordenador fijo situado sobre una pequeña mesa de despacho, con un sillón de madera, ubicado en un extremo de la tarima, cerca de la estrecha ventana por el que se filtra la luz, aunque apenas permite ventilar la sala.
La tarima es un escenario; separa el espacio del profesor del que ocupan los estudiantes, sentados, en filas prietas, en sillas de planchas curvadas de contrachapado sobre una estructura metálica, y un apoyabrazos, a la derecha -los zurdos lo tienen mal para tomar notas- que sostiene una tableta plegable.
El profesor habla, de pie, ante los estudiantes. Se desplaza constantemente. Fija la mirada en unos pocos, casi siempre en las primeras filas, atento a los imperceptibles movimientos de la cabeza, de aprobación o escepticismo. También vigila que, en las primeras filas, nadie cabecee. De pronto, un brazo se alza, quizá al fondo del aula. Una pregunta, a la que podría responder otro estudiante. El tema se amplía y se matiza. El esquema lineal que se intenta seguir, punto por punto, durante las explicaciones se convierte en en un esquema arbórea. Una pregunta lleva por ramas antes no exploradas. Se vuelve al tronco principal del que una posible nueva pregunta vuelva a apartarnos, permitiendo dibujar explicaciones más complejas y, sin duda más ricas, que respondan mejor a las preguntas que una clase suscite.
La pantalla del ordenador. La clase se sustituye por un video, una filmación o retransmisión en directo o no. El profesor habla ante la pantalla, es decir habla ante su imagen captada por la diminuta cámara del ordenador. La pantalla es el aula y la pizarra, sobre la que se proyectan imágenes y filmaciones previamente escogidas, almacenadas en un archivo que se debe abrir. El profesor intenta no mirarse; pero la pantalla solo le devuelve su imagen. En un busto parlante que habla -o tartamudea porque nadie puede, con un movimiento de cabeza, animarle a vencer el obstáculo- a todos sin hablar a nadie; que habla solo, como si estuviera loco.
Si trata de gesticular, para dar énfasis a lo que cuenta, y para que la imagen de su rostro deje de ser el centro de atención, de ocupar el centro de la imagen, debe alzar las manos a la altura de la cámara, casi por encima de la cabeza, como si bailara solo un extraño baile popular sin saber bien porqué; la cámara capta las manos en primer plano, casi borrosas, que revolotean desordenadamente como gigantescas aves de presa, como si se quisiera arrancar el ojo de la cámara.
La clase parece el ensayo de una obra de teatro, sin público, pero sin director, ya que uno es su propio director, cuyos gestos y cuyas muecas se reflejan en la pantalla. A fin de evitar que la mirada se encuentre consigo misma, uno levanta la vista, produciendo la casi ridícula imagen de un místico en trance. La mirada vuelve a enfocar, a encararse con la cámara, es decir volvería a mirarse en si misma si el brillo de la pantalla no obligara a achinar los ojos, como los ojos de un miope que anda a tientas, sin saber dónde va, ni a quien se dirige.
Y, de pronto, la imagen en la pantalla se congela, en un rictus. El programa se ha bloqueado. La grabación debe emprenderse de nuevo, esta vez, consciente de la situación tan absurda de dar clase a una máquina que, como el espejo de la madrastra, goza de cazar y de reproducir nuestras inseguridades.
Las clases ya no tienen lugar.
La pantalla las sustituye.
Cuando daba clase -ya recurro al pasado-, subía a una tarima, larga y baja. La pizarra, con la tiza y la esponja, a mis espaldas; cerca de la puerta de acceso, colgando sobre la pizarra, una pantalla enrollable, sobre la que se proyectaban las imágenes que escogía desde un ordenador fijo situado sobre una pequeña mesa de despacho, con un sillón de madera, ubicado en un extremo de la tarima, cerca de la estrecha ventana por el que se filtra la luz, aunque apenas permite ventilar la sala.
La tarima es un escenario; separa el espacio del profesor del que ocupan los estudiantes, sentados, en filas prietas, en sillas de planchas curvadas de contrachapado sobre una estructura metálica, y un apoyabrazos, a la derecha -los zurdos lo tienen mal para tomar notas- que sostiene una tableta plegable.
El profesor habla, de pie, ante los estudiantes. Se desplaza constantemente. Fija la mirada en unos pocos, casi siempre en las primeras filas, atento a los imperceptibles movimientos de la cabeza, de aprobación o escepticismo. También vigila que, en las primeras filas, nadie cabecee. De pronto, un brazo se alza, quizá al fondo del aula. Una pregunta, a la que podría responder otro estudiante. El tema se amplía y se matiza. El esquema lineal que se intenta seguir, punto por punto, durante las explicaciones se convierte en en un esquema arbórea. Una pregunta lleva por ramas antes no exploradas. Se vuelve al tronco principal del que una posible nueva pregunta vuelva a apartarnos, permitiendo dibujar explicaciones más complejas y, sin duda más ricas, que respondan mejor a las preguntas que una clase suscite.
La pantalla del ordenador. La clase se sustituye por un video, una filmación o retransmisión en directo o no. El profesor habla ante la pantalla, es decir habla ante su imagen captada por la diminuta cámara del ordenador. La pantalla es el aula y la pizarra, sobre la que se proyectan imágenes y filmaciones previamente escogidas, almacenadas en un archivo que se debe abrir. El profesor intenta no mirarse; pero la pantalla solo le devuelve su imagen. En un busto parlante que habla -o tartamudea porque nadie puede, con un movimiento de cabeza, animarle a vencer el obstáculo- a todos sin hablar a nadie; que habla solo, como si estuviera loco.
Si trata de gesticular, para dar énfasis a lo que cuenta, y para que la imagen de su rostro deje de ser el centro de atención, de ocupar el centro de la imagen, debe alzar las manos a la altura de la cámara, casi por encima de la cabeza, como si bailara solo un extraño baile popular sin saber bien porqué; la cámara capta las manos en primer plano, casi borrosas, que revolotean desordenadamente como gigantescas aves de presa, como si se quisiera arrancar el ojo de la cámara.
La clase parece el ensayo de una obra de teatro, sin público, pero sin director, ya que uno es su propio director, cuyos gestos y cuyas muecas se reflejan en la pantalla. A fin de evitar que la mirada se encuentre consigo misma, uno levanta la vista, produciendo la casi ridícula imagen de un místico en trance. La mirada vuelve a enfocar, a encararse con la cámara, es decir volvería a mirarse en si misma si el brillo de la pantalla no obligara a achinar los ojos, como los ojos de un miope que anda a tientas, sin saber dónde va, ni a quien se dirige.
Y, de pronto, la imagen en la pantalla se congela, en un rictus. El programa se ha bloqueado. La grabación debe emprenderse de nuevo, esta vez, consciente de la situación tan absurda de dar clase a una máquina que, como el espejo de la madrastra, goza de cazar y de reproducir nuestras inseguridades.
STEVE CUTTS (¿1995?): HAPPINESS (FELICIDAD, 2017)
martes, 24 de marzo de 2020
Suscribirse a:
Entradas (Atom)