La hemos visto, en fotografía o en directo, tan bien emplazada, tan entera, casi con tanta entereza, en el centro exacto de la plaza que parece organizarse alrededor de ella, organizada por ella, que quizá no hayamos caído en la extrañeza que debería provocarnos su presencia: una estatua ecuestre de bronce, de tamaño natural, romana, en perfecto estado, sin que nada le falte, sin haber sufrido daño alguno, habiendo resistido inmune desde hace mil ochocientos años, sin que la caída del imperio la hubiera afectado; como si el tiempo, las revueltas, las guerras y las destrucciones la hubieran olvidado, como si el vendaval de la historia la hubiera olvidado.
La estatua ecuestre de Constantino, en el centro de la plaza del Capitolio, en lo alto de una colina, en pleno centro de Roma, luce como el primer día.
En verdad, fue ubicada en este preciso sitio por Miguel Ángel, en el siglo XVI, cuando reformó y urbanizó la plaza. Mas, Miguel Ángel no restauró la estatua. Estaba tal como aún la vemos ahora -o la veíamos hasta hace unos diez años cuando, con motivo de una restauración de la plaza, fue desplazada a los museos capitolinos cercanos y reemplazada por una copia. No importa. La estatua, tan solo limpiada, sigue, aún más despegada del tiempo, y aún más imponente, al presentarse en un espacio cerrado.
La estatua representa al emperador Constantino, el primer emperador romano, de principios del siglo IV, que reconoció a Cristo como el Hijo de (un) Dios -ya que Constantino también se reconociera como un dios- y decretó que el cristianismo fuera la religión del imperio (aunque Constantino no abjuró del culto a Apolo, confundido tanto con Cristo como con Él).
En tanto que estatua cristiana -o, con más precisión, que representaba a una figura cristiana-, la estatua no sufrió daños cuando el emperador Teodosio mandó, un siglo más tarde, que se cerraran los templos paganos, lo que llevó a la destrucción de estatuas de dioses paganos, fueran del Olimpo o del Capitolio.
La estatua no era una estatua pagana. No lo era desde el momento en que se le camhió el nombre. A fin de preservarla, la estatua que, en verdad, representa al emperador Marco Aurelio -un emperador que se consideraba un dios-, pasó a ser la efigie de Constantino. ¿Cómo se logró semejante prodigio? Cambiándole el nombre.
¿Por qué?
A nosotros, cristianos, nos representa nuestra alma. Somos lo que nuestra alma es. Alma que se refleja, se muestra en nuestro rostro. Hoy, más que nunca, el reconocimiento facial determina quienes somos. Para abrir el teléfono móvil con el que escribo a veces los textos del blog, debo encararme con la pantalla o la cámara. Es la cámara quien decide quien soy, si soy quien digo que soy. Nuestro rostro nos identifica, o nos sustituye. Somos una imagen, la imagen de nuestro rostro. De ahí que para ser quien somos pese a o en contra de las normas que nos rigen, para ser "auténticos", libres de las constricciones que nos moldean, debemos, paradójicamente, esconder nuestro rostro, enmascararlo, para que las cámaras no nos identifiquen y podamos, por tanto, seguir siendo "libres".
En la antigüedad, por el contrario, una persona no se reducía solo a su imagen. En verdad, ésta, la imagen del rostro, no era un elemento distintivo, identificatorio. Una persona no era solo o principalmente su cara. Lo que identificaba una persona era su nombre; no solo porque cada persona tenía un nombre, sino porque la pronunciación de éste, como un conjuro, de inmediato evocaba a la persona nombraba. A la llamada del nombre, aquélla acudía, como acudieron ante Yahvé los seres que poblaron el orbe cuando Aquél los llamó. El verbo era creador y diferenciador. De ahí que en algunas religiones no se pueda pronunciar todos los nombres de la divinidad. Ésta debería mostrarse o presentarse, lo que era imposible, porque la divinidad es invisible.
Más que la figura y las "almas", los nombres "eran" las personas. El nombre contenía todo lo que identificaba a la persona nombrada. El nombre lo era todo. Los sin-nombre no eran nada, no eran nadie.
Por este motivo, cuando una persona caía en desgracia, y su recuerdo debía ser borrado, cuando nadie debía acordarse más de ella, más que destruir sus efigies, lo que se eliminaba era su nombre en las inscripciones. Una estatua sin inscripción no era nada, no representaba a nadie. De hecho, una misma estatua podía representar a distintas personas en función de la inscripción que se añadía. La representación, por otra parte, no era meramente simbólica. Un nombre sustituía a una persona. Todo lo que ella "era" estaba contenido en su nombre -de ahí la importancia de la elección del nombre, a menudo, como en Egipto o Mesopotamia, compuesto a partir del nombre de un dios que, al ser llamado, estaría siempre cerca de la persona así nombrada, protegiéndola. Borrando el nombre, la persona dejaba de "ser". Sus imágenes podían seguir existiendo. Ya nada significaban. Habían perdido el poder de influir a quienes se acercaban. Ya no tenían sentido. Se volvían invisibles o insignificantes. Derribarlas no era necesario. Su derribo hubiera tenido la misma eficacia que el derribo de una piedra. Porque en piedra se habían vuelto; a la piedra habían retornado. La vida que encerraban, una vida o una fuerza poderosa, capaz de preservar o de condenar a quienes las contemplaban desde lejos, temerosos, se había extinguido con el borrado del nombre. Un nombre era un interruptor. Encendía o apagaba pasiones. Alumbraba u oscurecía imágenes.
El parecido podía ser importante, pero no era imprescindible. Una tosca figura, de pronto, se convertía en una persona dada y la reemplazaba en cuanto se grababa su nombre.
Quizá podríamos aprender de los antiguos. Quienes quieren derribar la mediocre estatua de Colón en Barcelona, podrían tan solo cambiarle el nombre y llamarla con el nombre de uno de sus ídolos. Aquella se salvaría, y un nuevo culto se establecería.
(Una práctica que los partidos políticos llevan años haciendo. Cambian de siglas y los vicios y males que encarnaban desaparecen como por arte de magia. Ah, el poder de la palabra dada. La letra, con sangre...)