La familia de Jean Calas, un modesto comerciante de telas de la ciudad francesa de Toulouse, se aprestaba a cenar, habiendo invitado al joven Gaubert, un amigo de uno de los hijos de la familia, Pierre, que estaba de prácticas en Burdeos. Atendía una sirvienta católica, muy devota, que se había ocupado de los cinco hijos de la familia, pese a ser católica, lo que podía sorprender ya que la familia Calas era protestante, aunque uno de sus hijos, Luis, se había convertido, hacía ya un tiempo, al catolicismo.
Apenas la cena concluida, el hijo mayor, Marc-Antoine, tan taciturno como de costumbre, salió a la calle. Marc-Antoine trabajaba con su padre en la tienda, pero aspiraba a estudiar y practicar el derecho, a lo que no tenía acceso por ser protestante. Estudioso y amante de las artes, se pensaba que podría seguir a su hermano Louis, y convertirse, lo que también le habría ayudado en una carrera artística en la que también soñaba.
La familia esperaba su vuelta para despedir como era debido a Gaubert. Como tardaba, Pierre cogió una vela para bajar las escaleras y acompañar a Gaubert hasta la puerta. La calle, en el centro de Toulouse, era estrecha y a oscuras. La vela, de pronto, iluminó la puerta del almacén que daba al rellano. Estaba abierta. Era extraño. Dentro, estaba Marc-Antoine, robando, sin duda. Pierre forcejeó con su hermano. La familia bajó furiosa y siguió el plan establecido. Asesinaron a Marc-Antoine, con la ayuda de Gaubert, que había aceptado participar en tan macabro plan. El supuesto robo no había ocurrido. En verdad, el padre no podía tolerar otro católico en la familia. Estaba todo pensado. tras el crimen, colgaron el cadáver del quicio de la puerta, borrando las huellas de la feroz y desesperada defensa de Marc-Antoine ante el estrangulamiento de su familia, para dar la impresión que el hijo se había suicidado, lo que impedía incluso que fuera enterrado con el debido respeto.
Jean Calas y su familia, entonces, se pusieron a lanzar exagerados gritos de dolor, que recorrieron todo el barrio. Acudieron los vecinos, asustados y curiosos, en medio de la noche. Alguien avisó al alguacil. La policía se llevó a toda la familia al cuartel.
De nada sirvió el engaño. El parlamento de Toulouse condenó a muerte a Jean Calas, al destierro a Pierre y a Gaubert, y envió a la madre y a las dos hijas, que ya no vivían con sus padres, pero que habían tramado también en contra de su hermano, al convento para que las encerraran y las mantuvieran apenas en vida. No se solía ejecutar a mujeres.
La ejecución de Jean Calas se realizó por medio de la rueda. El condenado se estiraba sobre una gran rueda de carro, se le interrogaba para que confesara el crimen -lo que Calas aún no había hecho, a fin de que su alma ennegrecida se redimiera-, y se le ejecutaba entonces con justicia. Un verdugo rompía las articulaciones en brazos y piernas del condenado acostado en la rueda, le quebraba el pecho con cuidado para no causar la muerte y se alzaba la rueda hasta que el eje se clavara en un alto mástil, donde se dejaba al condenado, cuyos miembros colgaban como los de un títere, de cara al cielo, que agonizaba hasta morir. Los condenados solían expiar a poco. Jean Calas tardó una tarde en morir. Y, lo que era un problema, como contaría el sacerdote que alentaba espiritualmente a los condenados, es que Calas no confesó sino que murió proclamando su inocencia y pidiendo a Dios que perdonara a jueces y verdugos.
La condena por infanticidio puede parecer dura, pero estamos en 1762, y la pena capital no sería abolida en Francia hasta más de tres siglos más tarde.
Existe un segundo problema. Esta dura pero aleccionadora historia era mentira. Se produjo un crimen, es cierto. Pero el criminal no era quien se decía.
Jean Calas y su familia nunca asesinaron a su hijo, que, acuciado por las deudas -acababa de perder una importante cantidad de dinero-, se había suicidado.
Los gritos de dolor de la familia eran sinceros. Mas, eran protestantes, en un barrio católico. Los vecinos que acudieron empezaron a rumorear. El aparente suicidio era sin duda puro teatro. Tratarían de maquillar la espantosa realidad, el asesinato del hijo debía ser, era, un complot planeado desde hacía tiempo y llevado a cabo. El escandaloso y escandalizado rumor creció. Los vecinos denunciaron a la familia. Los insultos se multiplicaron. La policía, los jueces, el propio parlamento regional no pudieron -no quisieron- oponerse a las calumnias, so pena de alterar el orden público -pese a que hubo jueces que dudaron de la culpabilidad de la familia (el cadáver de Marc-Antoine no presentaba signos de violencia), y que uno incluso votó en contra de la condena-. Mas, la ciudad se hubiera levantado si no hubieran condenado a la más espantosa de las ejecuciones a Calas y arruinado a la familia dejándola morir de hambre.
Era tan evidente la injusticia cometida por la feroz presión social, que la mujer de Jean Calas logró ir a París e implorar el perdón real y del tribunal de Justica de París, lo que consiguió. Jean Calas, torturado y ejecutado, fue inocentado.
Esta estremecedora historia abre el Tratado sobre la tolerancia que Voltaire, valerosamente, escribió poco después del caso -un recurso compositivo que Michel Foucault utilizaría, pero sin la sabiduría en el uso de la ironía y el sarcasmo, en su ensayo Vigilar y castigar.
El rumor, las noticias falsas sobre complots y conspiraciones circulaban a la velocidad del rayo a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces. Y eran mortíferas.
Y hoy...