domingo, 6 de diciembre de 2009

¿Quién no teme a la Bauhaus feroz?



La exposición, hermosa y emocionante, que el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedica a la Bauhaus, escenifica una tragedia en cuatro actos: la transformación de esta institución, desde los inicios en Weimar hasta su en el fondo lógica disolución por el partido nacional-socialista hitleriano en 1932.

La muestra se centra en los cambios marcados por los sucesivos translados de sede, de Weimar a Berlín pasando por Dassau, y la serie de cuatro directores que acaba con Mies van der Rohe.

Se descubre, para mí con sorpresa, como la Bauhaus inicial aunaba arte y artesanía, se centraba en las artes aplicadas, y estaba marcada por las artes "primitivas" -que afectaron anteriormente a los pintores cubistas-: un extraordinario asiento de alto dosel, influenciado por un trono real africano, de Breuer constituye la pieza clave. Obras para niños, marionetas, muñecos forman un conjunto en los que la figura humana está aún presente, aunque, en ocasiones ya mutilada, deformada, como los heridos desfigurados de la Gran Guerra. Esta vuelta a un arte primitivo, considerado originario e inocente, estaba provocado por el horror de las artes finiseculares asociadas a la Primera Guerra Mundial.

Un ejercicio de análisis del arte renacentista llevado a cabo en un taller, sin embargo, ya apuntaba a lo que iba a acontecer: contrariamente a la escuela iconológica de Aby Warburg (también alemán), lo que la Bauhaus destacaba no era el significado de una Maternidad del siglo XV, ni el marco cultural en el que estaba inmersa y le daba sentido, sino solo los rasgos compositivos o formales, considerados inmutables, inmemoriales. De algún modo, la maternidad no expresaba la mezcla de ternura y de dolor de la madre (del dios criatiano) ante su hijo, condenado a una muerte ineludible, sino que era un ejercicio semejante a los que la abstracción geométrica se planteaba. El "pathos" no era tenido en cuenta,. La obra , se explicaba, se limitaba a ser un problema resuelto de líneas, planos y manchas de color.

Poco a poco, los objetivos y las influencias de la Bauhaus fueron cambiando. La artesanía dejó paso al diseño, el teatrillo de títeres al cine, los grabados de madera medievalizantes a la fotografía. La abstracción irrumpió. La arquitectura, bajo el mando de Gropius, el nuevo director, empezó a destacar, si bien la armonía de las artes aún existía. Y la figura humana fue menguando.

La Bauhaus concluye bajo el mando de Mies van der Rohe. La arquitectura es la única protagonista. El resto de las artes han sido apartadas. Los trabajos consisten en proyectos de barrios, supuestamente pensados para vivir en condiciones óptimas, en contacto con la naturaleza, consistentes en casas individuales pareadas, extendidas hasta el infinito, separadas por vías rectas, entre las cuales se yerguen bloques paralelepipédicos de gran altura. Los seres humanos han desaparecido. Las perspectivas muestran exteriores vacíos, como si de ciudades muertas se tratara, e interiores sin nadie, casi sin muebles, sin huellas ni marcas de habitantes, volcados al exterior a través de amplios ventanales de suelo al techo, que reemplazan las paredes protectoras. Son casas semejantes a cenotafios, perfectos, sin vida.

Pero el horror ya había despuntado en barrios construidos anteriormente bajo la dirección de Gropius. Las fotografías de época muestran calles amchas e implacablemente rectas, sin un alma, ni siquiera en pena, que fugan de frente hacia la lejanía, delimitadas por casas bajas de techo plano, semejantes a barracones (los campos de concentración, unos pocos años más tarde, no pueden dejar de rondar), todas iguales, en las que ningún elemento sobresale ni altera el imperio de la geometría.

La bondad y el horror de la arquitectura del siglo XX quedan resumidos en esos apenas diez años durante los cuales arquitectos, artistas y artesanos quisieron reformar la vida -y acabaron con ella.

Y, sin embargo, no se puede dejar de sentir cierta simpatía por esos ejercicios teóricos implacables, llevados, en ocasiones, a la realidad. Un anuncio de los años 30 dedicado a promocionar muebles de tubo, creado en la Bauhaus (que había logrado contratos con grandes empresas), muestra a una mujer moderna sentada en la silla tubular Wassily de Breuer. Curiosamente, porta una máscara metálica lisa, con huecos oculares redondos, creada por Schlemmer, semejante a las que de Chirico o Brancusi habían compuesto anteriormente. Aunque la figura esté vista de lado, gira la cabeza y mira fijamente al espectador. La impresión es inquietante. Los ojos son huecos negros.
Consemiller pretendía evocar la perfección de los maniquis, sus geométricos movimientos, exaltando la insensibilidad de la máquina. Pero también se quería borrar toda huella de rasgos, preocupaciones, influencias culturales y raciales. Aquella mujer no pertenecía a ningún clan, no poseía ningún credo, no seguía tribu alguna. No tenía pasado. No estaba atada a nada ni a nadie.

La Bauhaus sabía que la Primera Guerra Mundial fue provocada por el imperio de los nacionalismos, el amor sangriento por las patrias chicas, por la defensa exacerbada de los particularismos locales, la represión que las tradiciones imponen, contra lo que pretendía luchar, evitando que la guerra total retornara. Todas estos condicionantes terribles, que aislan a los humanos y les llevan a matarse en defensa de sus creencias religiosas y patrias, debían derribarse. El hombre nuevo no tenía que tener la cara deformada por el ardor patrio. Antes que humanos marcados por el odio, eran preferibles los autómatas, libres de prejuicios.

La Bauhaus, no solo o no tanto como una exaltación de la máquina sino como una condena de los inhumanos sentimientos maquinales: una tesis subyugante, admirablemente expuesta en esta exposición modélica.

Hoy, que vuelve el horror en tantas partes de Europa, esta exposición debería ser presentada ya, por ejemplo, en España, y obligar a presidentes de partidos, directivos de clubs de futbol, alcaldes, consejeros y responsables de supuestas asociaciones culturales a verla y a quedar atrapados para siempre en ella.

1 comentario:

  1. Quizá una manera de defenderse de la irrupción de los sentimientos y su posible capacidad destructiva

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