Érase una renombrada arquitecta que, tras criticar a arquitectos estrella como Gehry y Libeskind, como respuesta a un comentario elogioso que recibió una reciente obra suya por su novedad, concluyó más o menos:
-Si me encargan una obra, ya saben que no haré algo ya visto.
Interesante opinión: algunos arquitectos conocidos están obligados a proyectar siempre obras nuevas. Su fama es una coacción. La arquitecta no dijo que trató de realizar un proyecto que corrigiera errores de edificios similares, ni que buscara proyectar un edificio que respondiera de la mejor manera posible al encargo, o que valorara la pertinencia del encargo. De lo que se trataba era de sorprender, levantando una obra que no tuviera nada que ver con edificios que han respondido a encargos parecidos. Esta decisión, por otra parte, no respondía a una libre decisión, sino a una obligación moral; obligación a la que tienen y pueden responder solo determinados creadores.
Este planteo subvierte un tanto el postulado manierista del genio, formulado a finales del siglo XVI por Giordano Bruno, que tanta relevancia ha tenido en la teoría del arte occidental. Según Bruno, un genio era un artista que siempre innovaba, mientras que un artista convencional seguía modelos establecidos y componía según unas reglas seguras y efectivas. Éste último operaba de manera prevista y previsible, y su obra carecía del fulgor de lo nuevo que irradia de la obra genial. Sin embargo, el artista que Bruno defendía (y, a continuación los teóricos barrocos y románticos) era como un niño: no era consciente de lo que hacía. Creaba como crecen las plantas: espontáneamente; sus frutos eran siempre singulares. Tenía absoluta libertad creativa. No estaba sometido a normas ni modelos algunos. No sabía que innovaba, ni buscaba hacerlo. Innovaba porque sí. No habría podido crear de otro modo, incluso si hubiera querido seguir patrones ya probados. En algún punto se habría desmarcado, sin quererlo, del canon. Como ya les había ocurrido a los poetas inspirados por los dioses -que no seguían reglas aprendidas-, de los que Platón se burlaba.
Según esta nueva concepción de la creación, el verdadero artista es un genio ciertamente, pero no produce espontáneamente, como si jugara. La singularidad de su obra no es fruto del azar, o de su condición genial (siendo el genio una facultad anímica que impele al artista a hallar, sin buscar, ideas nuevas y a materializarlas, sin esforzarse, en formas que hasta entonces nadie ha producido), sino que es consecuencia de un deber moral. Un genio -un artista reconocido como tal o que se sabe un genio- tiene que esforzarse en ser genial, es decir, en crear obras u formas inesperadas, que tomen por sorpresa al espectador o al cliente. Se esfuerza en romper moldes (no porque la ruptura sea necesaria, sino porque se considera genial; ¿la prueba? El que halla recibido el encargo). Se ve, por tanto, forzado a innovar, independientemente de la idoneidad de su creación, de su adaptación al encargo; respuesta que no se pide, ya que en tanto que genio se espera que lo que cree sea totalmente distinto, lo nunca visto.
Esta concepción, en verdad, responde bien al mito del patrón de los arquitectos. El apóstol Tomás, en efecto, considerado el mejor constructor del mundo, según su mismo hermano gemelo Jesús, recibió del rey de la India el encargo de proyectar un palacio que no se pareciera a ninguno. El palacio no tenía necesariamente que ser habitable -y de hecho no lo fue, ni siquiera fue habitado-, o adaptado a un lugar y respondiendo a unas necesidades. Solo tenía que deslumbrar. Pues es por este motivo que Tomás había sido escogido.
La novedad a la fuerza, en todos los sentidos de la palabra. Novedoso por decreto. El creador, entonces, es equiparado a un prestigitador: se le pide trucos inauditos. Las formas son como los más variopintos objetos extraídos de una chistera. No pueden salir nunca dos veces un mismo objeto. A menos que esa repetición sea lo que realmente sorprenda.
Esta arquitecta respondió tan bien a lo que se le pedía -a lo que se esperaba de una arquitecta como ella, genial- que ha recibido un segundo encargo: un edificio parecido que, por obligación -como consecuencia de su condición genial-, no podrá tener nada que ver con el anterior.
Así se construyen las ciudades modernas: un conjunto de bloques autistas. A menos que recurramos a arquitectos que no se saben (aún) geniales.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
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