miércoles, 8 de septiembre de 2010

Crónicas de las Indias occidentales (V): Las huacas Rajada (del Señor de Sipán), y del Oro (del Señor de Sicán).

HUACA DEL ORO (TUMBA DEL SEÑOR DE SICÁN) Y EL YACIMIENTO DE BATÁN GRANDE (ss. VIII-XIII dC) EN EL BOSQUE DE POMAC

En el centro del insólito y tupido bosque de acacias y algarrobos de Pomac (causado por lluvias, en abril, en medio del desierto circundante), se halla en extenso centro ceremonial de Batán Grande compuesto por diecisiete "pirámides" (sucesivas plataformas superpuestas a lo largo de los siglos), de unos treinta metros de alto, de ladrillos de adobe, unidas por plazas aterrazadas. Erosionadas por la lluvia, que las ha convertido en áridas montañas, rajadas por abruptos tajos, fueron dedicadas al culto de la luna (como en todas las culturas pre-incaicas, hasta que los Incas, que conquistaron el norte de Perú, impusieran, en el s. XV, el culto al sol). La Tumba del Señor de Sicán fue hallada en la Huaca del Oro (escrita a veces Loro) en 1991. El yacimiento es tan grande que apenas ha podido ser estudiado. No está defendido. Es de acceso libre, a través de una pista entre los pinchos de las acacias.

Bosque de Pomac
Huaca del Oro
Vistas de distintas pirámides de Batán Grande desde la Huaca del Oro.


Gallinazo -gran ave rapaz semejante a un condor- en lo alto de la Huaca del Oro.













HUACA RAJADA (TUMBA DEL SEÑOR DE SIPÁN Y TUMBAS ANEXAS, s. III dC)

El recinto ceremonial de Sipán comprendía dos "pirámides" o huacas unidas por varias rampas de múltiples tramos que partían. en distintas direcciones, desde una plaza central. Un gran número de tumbas han sido halladas -o están siendo descubiertas- desde 1987, sobre todo la célebre Tumba del Señor de Sipán, inviolada, con un ajuar funerario que ha sido comparado con el de Tutankhamon.
Las excavaciones se iniciaron tras la aparición de un gran número de piezas de arqueología en el mercado de antigüedades a finales de los años ochenta, debido a las excavaciones ilegales de los huaqueros (practicadas también en Batán Grande). Un gran número de tumbas fueron saqueadas y destruidas. Sin embargo, en 1987, el arqueólogo Walter Alva logró convencer al gobierno peruano y a la comunidad internacional de intervenir, para proteger y estudiar el sitio de donde parecían provenir las piezas. Hoy, las comunidades trabajan en el estudio y la promoción del yacimiento.
Las excavaciones ilegales no se han detenido, pero su importancia ha disminuido mucho. El mercado internacional, con la complicidad o ayuda directa de diplomáticos (peruanos, panameños, norteamericanos) sigue alimentándose de las hallazgos furtivos. Como las construcciones son de adobe, quedan severamente dañadas o destruidas cuando se abren pozos profundos que tratan de hallar y alcanzar tumbas, que no siempre contienen ajuares valiosos para el mercado.







Tumba que se está excavando en estos momentos (se prohíbe fotografiar el interior hasta que no se haya estudiado). Se ha hallado una primera cámara superior, con el esqueleto de un guardia con los pies cortados, lo que indica que, debajo, tiene que encontrarse la tumba inviolada, se supone, de un personaje principal.






AJUARES FUNERARIOS DEL SEÑOR DE SICÁN O SIMILARES
(Nota: El ajuar funerario del Señor de Sipán, en el Museo de las Tumbas Reales de Sipán, en Lambayaque, no se puede fotografiar)



Ajuares funerarios compuestos de coronas, máscaras y pendientes de oro, similares a los encontrados en Sipán y Sicán. (Museo del Oro, Lima)


Célebre máscara mortuorio del Señor de Sicán (Museo de Sicán)
Máscara de ser híbrido, mitad felino, mitad humano, del ajuar funerario del Señor de Sicán (Museo de Sicán)

(Fotos. Tocho)

La profunda penumbra que invade las tres plantas del Museo de las Tumbas Reales de Sipán (abierto en 2006), alumbrado tan solo por los reflejos aureos que emanan de las vitrinas que exponen el sin número de máscaras y ornamentos dorados de las tumbas de Sipán, excavadas desde 1986 hasta hoy en día (y entre las que destaca la tumba del Señor de Sipán, hallada en 1987), puede llevarnos a confundir estos ajuares deslumbrantes (en los que no se sabe si admirar más la belleza o riqueza de las piezas, desenterradas, reducidas a diminutos fragmentos, o la pericia y destreza de los restauradores que, en cinco años, han logrado devolver la forma originaria y el brillo a un número inacabable de piezas) con los ajuares egipcios.

Las tumbas de Sipán , de hace unos mil ochocientos años, contenían los bienes del difunto, no piezas de uso exclusivamente funerario. El Señor de Sipán fue enterrado con todo lo que poseía en vida. Curiosamente, estos bienes los portaba casi todos encima. Lo revestían.

La tumba contenía pocas piezas que no fueran de vestimentas y ornamentos corporales: algunas pocas cerámicas, acompañaban algunos animales y humanos sacrificados: la esposa y las concubinas (al menos, ésta es la interpretación común), algún guarda, y un niño. Estos humanos fueron degollados o narcotizados (si bien ocasionales arañazos en las paredes del sarcófago de madera, o la posición insólita de un brazo, demuestran que las víctimas que solo fueran adormecidas se despertaron a veces, y trataron, vanamente, de salir del sarcófago). Los guardias (uno en la misma cámara principal, y algún otro en cámaras secundarias, casi siempre ubicadas sobre la principal) tienen los pies cortados (no se sabe si en vida).
El niño, que siempre acompaña al difunto, tenía que ser el guía al infra-mundo. Éste se acompañaba de una cerámica con el rostro de un anciano, ya sea para aconsejarlo en su papel de guía, ya sea para que pudiera alcanzar, a través de la imagen (y su vida, así, se completara y adquiriera sentido), la cuarta edad a la que el sacrificio le impedía llegar.
Algunas vasijas en forma de perro (un animal psicopompo, o guía de almas) también se situaban cerca del cuerpo momificado, envuelto en sucesivos sudarios de algodón, del Señor de la Tumba.

Walter Alva y los arqueólogos comprendieron que el amasijo de diminutos fragmentos de varios metales (causados por el derrumbe del techo de la tumba, sostenido por vigas de madera, y por la corrosión, incluso en piezas de oro, debido a las aleaciones y los ácidos utilizados para matizar el color del oro) pertenecían a diversas capas de vestimentas (corazas, mallas, collares, y máscaras) que revestían todo el cuerpo y el rostro del difunto: una decena de ropajes metálicos y de tela (éstos perdidos casi completamente) envolvían el cuerpo.
El difunto se presentaba no solo con sus mejores galas, sino con todas. De algún modo, lo habían vestido con todo su vestuario. Entre éste, destacaba la piel -tatuada-, la protección más íntima y próxima al corazón.

Cada una de estas capas comprendía una máscara, una corona, una nariguda (placa que colgaba de la nariz y descendía hasta la boca, que, en vida, vibraba al respirar y alteraba profundamente la voz, que resonaba como la voz del personaje, humano o divino, asumido durante la ceremonia), un peto con una máscara divina (en forma animal, híbrida o antropomórfica). Diminutas piezas móviles, colgadas de las máscaras, tintinaban, y habrían tilinteado cuando o si el difunto hubiera despertado en la otra vida.
De este modo, aquél "interpretaba" diversos papeles. Se identificaba con todas las encarnaciones de la divinidad (o con distintas divinidades, si bien se cree que existía quizá una única divinidad con distintos rostros, distintas manifestaciones). El difunto se volvía jaguar, cóndor, pulpo, cangrejo, pez, serpiente: recorría todas las personalidades de la divinidad cuando viajaba desde lo alto hasta los infiernos. De algún modo, el difunto se identificaba con la divinidad en su viaje por el cosmos, que lo llevaba de la tierra a las profundidades, pasando por el cielo. Los ropajes y las máscaras se ayudaban en su viaje sin retorno. El o los dioses no solo viajaban con él y lo protegían, sino que el difunto se equiparaba, se unía a ellos, se fundía con ellos, comulgaba con aquéllos.
Eran todas las máscaras que portaba, las que le aseguraban la inmortalidad, pues solo los poderosos y, sobre todo, el o los dioses poseen innumerables rostros. Los humanos solo tienen unos rasgos, que se avejentan y se deforman, como recordaban las cerámicas Moche.

Esta concepción del mundo infernal lleva a preguntarse por la función de las huacas o pirámides. No son tumbas, aunque contengan tumbas (como las de los Señores de Sipán y de Sicán, depositadas en alguna de las plataformas que configuraban el santuario). No eran palacios ni centros administrativos, si bien, ocasionalmente, poseían dependencias profanas.
¿Eran templos, espacios para la o las divinidades?
Salvo en Chavín -pero se trata de un santuario en medio de los Andes, que poco tiene que ver, pese al parecido formal, con los santuarios costeros-, las huacas no parece que albergaran estatuas de culto. Se realizaban sacrificios, se vertía sangre, la divinidad se manifestaba en la huaca, en los muros que la constituían, mas ¿moraban en ellas?

El conocimiento de los ciclos temporales era decisivo en las culturas precolombinas peruanas. El clima es desértico. Salvo excepciones no llueve jamás. Los desiertos más áridos de la tierra se hallan al norte de Lima. Sin embargo, de tanto en tanto, lluvias torrenciales (producidas por el Niño), y temperaturas ínfimas (causadas por el fenómeno natural inverso, llamado La Niña), causadas por variaciones de las corrientes oceánicas, que vierten aguas cálidas o gélidas alternativamente, se abatían y destruían las frágiles construcciones de adobe, que se resquebrajaban y se disolvían. Los terremotos, habituales, también atentaban contra la obra de los humanos,.
La previsión de estos fenómenos era esencial para la supervivencia de las ciudades y los santuarios, así como para el prestigio de gobernantes y sacerdotes. Los movimientos extraños de las arañas, y la inesperada proliferación de un molusco (el spongilo, con una gran concha, considerada como un objeto sagrado, que se utilizaba como un instrumento de viento que sonaba y resonaba gravemente, y cuya forma era reproducida en piedra), propio de climas tropicales, era un indicio de un cambio radical del tiempo (el rápido calentamiento del mar, lo qyue provocaba la evaporación del agua, la formación de nubes, que descargaban al quedar detenidas por los cercanos Andes), si bien aún no fechado.

Era necesario interrogar a las potencias superiores. Las huacas eran, entonces, santuarios oraculares: espacios donde la o las divinidades hablaban a través de los sacerdotes en trance (la ingestión de drogas halucinógenas, provenientes de cactus, jugaba un papel importante en los rituales durante los cuales no se honraba tanto cuanto se interrogaba a la divinidad). Es posible incluso que los ritos oraculares fueran también privados. Notables particulares inquirían a la divinidad por su porvenir. El encuentro con el dios de los oráculos tenía lugar siempre en un puesto elevado, en lo alto de la plataforma, o de la superposición de plataformas que acababa por constituir una huaca o pirámide escalonada.
Desde lo alto, la voz alterada del sacerdote resonaba en todo el santuario, amplificada por los cosos circulares a cielo abierto, en cuyas plazas se agolpaba una multitud.

En las huacas, entonces, la palabra primaba. Para que la verdad fuera anunciaba, eran necesarias ofrendas y sacrificios. La divinidad o las divinidades, si no hubieran estado convenientemente alimentadas, hubieran enmudecido, quizá para siempre. Para que el intercambio verbal se produjera, el dios tenía que mostrar su rostro, y hacerse visible. Las huacas eran así soportes en los que el dios se inscribía, fronteras entre lo visible y lo invisible en las que la potencia sobrenatural, quizá complacida por las ofrendas, accedía a inscribir su rostro o sus múltiples rostros. El dios se personificaba. Y hablaba.
La mayoría de los objetos sagrados tienen que ver con la imagen y, sobre todo, con el sonido: sonajeros, narigudas, conchas, flautas, tambores, etc., utilizados para llamar a la divinidad y modular y transponer su voz, comunicando sus sentencias por todo el orbe.

Como en toda cultura del desierto, las imágenes son engañosas. En este sentido, son eficaces para comunicar la naturaleza evanescente de la divinidad. Pero sobre todo, es el sonido, la música, la voz la que mejor comunica la naturaleza y presencia deslumbrante de la divinidad y del poder de la palabra. Ai Apaec era, posiblemente, el Verbo (que se alcanzaba a escuchar desde las alturas de las huacas, por encima de la desértica tierra, cercanas a la densa niebla que cubre la costa norte de Perú).



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martes, 7 de septiembre de 2010

Historia del arte



Dan yoga. Son literarios. Y del oeste.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Crónicas de las Indias occidentales (IV): La Huaca del Brujo


Plataforma natural y artificial cabe el océano sobre la que se asienta la ciudad -y las huacas- de El Brujo (nombre moderno debido a las prácticas chamánicas y de curandería que allí se practican aún). Al fondo, a la izquierda, próxima al mar, la Huaca Prieta, aún no explorada, datada de la primera mitad del III milenio aC, aunque guarda restos de asentamientos de 4000 aC.

Huaca Quebrada, aún no explorada. Situada en un extremo de la ciudad. El tajo que la parte fue abierto por los colonizadores en busca de oro. Entre la Huaca del Cao Viejo (desde donde está tomada la foto) y la Huaca Quebrada (dos réplicas de montañas que protegen la ciudad), la plataforma donde se asentaba la ciudad, hoy sepultada y aún no explorada. El sinnúmero de hoyos que marcan la superficie han sido causado por huaqueros (saqueadores de tumbas) desde 1990.
La ciudad de El Brujo, aún sepultada, y marcada por los pozos abiertos por los saqueadores en los años noventa.
Estructuras al pie de la Huaca de Cao Viejo.
Parte superior de la Huaca o Pirámide de Cao Viejo, con estructuras sagradas o palaciegas.

Frescos con imágenes del dios-pez raya que ornan el recinto funerario de la "Señora de Cao", hallado en 2006, en la cumbre de la Huaca de Cao Viejo.
Frescos con imágenes del dios-ave (dios encarnado en una ave) en lo alto de la Huaca de Cao Viejo.
Frescos con imágenes de la divinidad en forma de pez raya y de cangrejo

Altar en el recinto funerario de la "Señora de Cao" en lo alto de la Huaca de Cao Viejo. Imágenes con motivos marinos.
Pared perimetral del recinto funerario de la "Señora de Cao", en lo alto de la Huaca de Cao Viejo. Imágenes de la divinidad en forma de pez raya (agua salobre), pez gato (agua dulce) y cangrejo (símbolo de la zona fronteriza entre la tierra, el mar y el río)

Relieves pintados de prisioneros llevados al sacrificio en la fachada principal, norte, de la Huaca de Cao Viejo.
Ronda de sacerdotes esculpida y pintada en la fachada principal de la Huaca (santuario) de Cao Viejo.
Relieve pintado de prisioneros
Fachada principal esculpida y pintada de la Huaca de Cao Viejo, compuesta por la superposición de tres plataformas .
Acceso a la Huaca de Cao Viejo. Una gran lona o carpa protege la fachada principal


Museo del yacimiento de El Brujo. Obra de la joven arquitecta peruana Claudia Uccelli, 2006. Finalista de la Bienal Iberoamericana de Arquitectura, 2006, en Montevideo (Uruguay). Uno de los museos pequeños más hermosos del mundo, tanto interiormente (no se puede fotografiar), como por fuera, con una relación perfecta con la Huaca de Cao Viejo.








Entre interminables extensiones de prietas filas de caña de azúcar (que un día fueron campos variadamente cultivados de paltas, papas y choclos, entre otros, útiles para la alimentación diaria, como comenta el arqueólogo Nacho Alva), la senda, martilleada por la arena que el viento acarrea, da una gran vuelta antes de llegar a El Brujo, en medio de un desierto pardo de tierra y arena. La frontera entre las tierras cultivadas y las tierras urbanizadas es abrupto. Las ciudades necesitaban del campo. Pero se asentaban en el desierto, en contacto exclusivo con los elementos perennes, el aire, la tierra y el agua.

De nuevo, un yacimiento sin visitantes. Hallado en 1990, no fue abierto hasta 2006. Cuando se descubrió, trastocó la historia de la arquitectura como, cuatro años más tarde, lo haría el asentamiento más sureño de Caral.
El primer asentamiento permanente data del 4000 aC; y la primera urbe del 2500 aC, alrededor de la Huaca (Santuario) Prieta, aún no explorada, en una avanzada sobre el mar.

La ciudad de El Brujo (nombre moderno), sin embargo, no lejos de Huaca Prieta, pertenece a la cultura Moche. fue fundada hacia el 200 dC, y estuvo activa unos cuatrocientos años. Se asienta, entre dos altas huacas (100x100x30 m): La Huaca Quebrada, partida por los colonizadores españoles en busca de oro, y aún no explorada-, y la Huaca de Cao Viejo. En lo alto de ésta, en 2006, se produjo un descubrimiento que trastocó la imagen de la sociedad precolombina y la historia del arte: una tumba, con un rico ajuar funerario -hoy en el bellísimo Museo del yacimiento-, de una mujer joven, muerta durante un parto. Dados los atributos con los que fue enterrada, acompañaba de varios sirvientes y soldados sacrificados, tuvo que ser la persona que mandó, a solas, sobre la ciudad y el territorio circundante.





El Brujo fue una ciudad entre los Andes, el océano, de inquietante oleaje, bajo la persistente niebla, y el río Chicama. Una plataforma natural fue completada con una segunda base, hecha de ladrillos de adobe, por los Mochicas (entre el siglo III y VII dC), que logró crear un altozano de veinte metros sobre el nivel del mar. El trabajo fue titánico. La superficie realzada tiene varias hectáreas. En cada punta, cerca de la Huaca Prieta (que ya tenía entonces casi tres mil años de antigüedad, y que tenía que aparecer como la ciudad o la montaña de los antepasados), dos Huacas o santuarios de gran altura encuadraban una ciudad cuyos restos aún no han sido desenterrados.

Las huacas resultan de la superposición de sucesivas plataformas en cuya cumbre tenían que tener lugar rituales y quizá observaciones celestiales. Cada plataforma fue cuidadosamente enterrada antes de ser utilizada como el soporte de un nuevo santuario. Cuando la ciudad fue abandonada, las huacas fueron enteramente enterradas, lo que ha permitido conservar su estructura y sus fachadas -salvo el dramático tajo que parte la Huaca Quebrada, obra de conquistadores ávidos de oro.

Las huacas no eran solo plataformas para ritos en lo alto. Eran como moradas celestiales, divididas en tres sectores: palaciego, sacrificial, y funerario. En la cumbre, distintos cobertizos, más o menos livianos, albergaban un palacio, lugares de culto y tumbas.

Los relieves que recorren la fachada principal ilustran sobre lo que la huaca tenía que significar y sobre su función. El dios Ai Apaec aparece retratado con su imagen habitual, una cara que combina rasgos felinos, marinos y aéreos, evocando y uniendo los tres mundos, tan próximos en El Brujo, cercano a los Andes, al río (cuyas aguas que manan de las entrañas de la tierra están en conexión con el mundo infernal), y al océano.

El rostro divino, como ya ocurriera en la Huaca del Sol, está enmarcado en un rectángulo girado 45 grados. Al igual que ocurre con las huacas, son las esquinas, no los lados, las que miran hacia las esquinas del mundo, las directrices del cosmos. Ai Apaec es el dueño y el ordenador del universo. Las coordenadas de éste son suyas. Y la ciudad, seguramente bien ordenada, tanto como las huacas, aparece como la proyección del rostro de la divinidad. Ésta se halla físicamente presente en el plano de la urbe, el cual agranda y proyecta la santa faz.

Pero el rostro de Ai Apaec aparece a menudo repetido (exhibiendo sutiles cambios de expresión). Cada faz aparece en el centro de un rombo. El conjunto de éstos compone la imagen de una red, que recuerda tanto las que son necesarias para la pesca, sin la cual la ciudad no viviría (en este sentido, las efigies divinas son amuletos contra la mala suerte, que favorecen la pesca abundante), como las que están tendidas en la ciudad (en el mundo), formadas por la trama ortogonal de las vías de comunicación.

No obstante, Ai Apaec, en El Brujo, asume sobre todo una personalidad acuática. Se encarna en animales de agua dulce (el pez gato), y marina (pez raya). Los límites entre estos dos universos también son santificados a través del cangrejo. Y las aves marinas son la última encarnación de Ai Apaec.

Desde su primera elevación, la huaca era una montaña. En la cumbre tenían lugar sacrificios humanos. Jóvenes combatían en las montañas. Quienes eran vencidos, eran apresados, encerrados, preparados y ejecutados, ya sea en las cumbres de los Andes, ya sea en lo alto de las huacas. La sangre de los jóvenes sacrificados, degollados con un tumí de obsidiana, de oro o de cobre, mezclada con un anti-coagulante natural -procedente de un tipo de cactus- era bebida, en una copa ceremonial,, por el sacerdote (y, quizá, por el o la gobernante). De este modo, la sangre retornaba a la tierra pero también a través de la elevada figura del sacerdote, era ofrendada a Ai Apaec que moraba en las alturas. Así, la fertilización del mundo que las aguas del río Chicama aportaban era rememorada a través de la sangre vertida por las víctimas humanas sacrificadas.
La Huaca, así, podía ser entendida como un eje del mundo. El cosmos se sustentaba, gracias al pilar que la huaca trazaba y la energía, a través de la sangre, que derramaba. Sin la huaca, la ciudad hubiera sucumbido.

Los relieves, que repiten, rememoran o actualizan los sacrificios, sin los cuales, la sangre no sería vertida y los ciclos de las vidas cósmica, de la ciudad y de cada humano, no se activarían. La fachada de la Huaca de Cao Viejo, de nuevo, se constituye en un gran retablo, visible desde toda la ciudad, cuyas imágenes esculpidas y pintadas aseguraban a todos los habitantes el buen funcionamiento del mundo, el eterno discurrir de la sangre.

Aún hoy, en lo alto de la huaca, azotada por el viento y los rugidos amortiguados del océano, se descubre o se intuye la mecánica que regulaba la ciudad del Brujo, entragada a los dos polos complementarios de las dos huacas (como en la mayoría de las ciudades precolomibinas de la coste norte del Perú), vigilada, de lejos, por la intuida presencia de los Andes.

(Interludio moderno, entre tanta arqueología): Inauguración de la Bienal de Arquitectura de Venecia


(Fotos: Dolors Magallón)

El acontecimiento de la inauguración de la Bienal de Arquitectura de Venecia: Lady Foster se personó, se encarnó. Junto a ella, dos arquitectos más o menos conocidos

Soldados de fortuna (Bagdad)

American soldiers having fun in "Electric Avenue", Iraq

jueves, 2 de septiembre de 2010

Crónicas de las indias occidentales (III): La Huaca de la Luna, o el templo de la santa faz

La montaña sagrada

La ciudad sepultada entre las Huacas del Sol (al fondo) y de la Luna (desde donde la foto está tomada)


Relieves policromados que recorren la cara de uno de las bases piramidales. En la franja inferior, soldados vencidos y prendidos; sobre éstos, filas de sacerdotes bailan alrededor de la Huaca.



El dios Ai Apaec "en forma" de araña, y de sierpe.






Cuatro faces, de la furia a la sonrisa, del dios Ai Apaec.

A los pies de una altísima pirámide, de cantos rectos y caras lisas, un risco gris y pulido preside, como un altar, un espacio ceremonial.
Una ¿"pirámide"?
No, no se trata de una obra humana, sino de una colina, aislada en el desierto, cuya perfecta forma piramidal sirvió, sin duda, de modelo para las dos huacas (santuarios en forma de pirámide) del Sol y de la Luna, situados en los extremos de una ignota ciudad de cultura Moche, entre los siglos I y VIII dC. Aún hoy, este monte, en el que la naturaleza se hace geometría, presta a confusión.

La ciudad está apenas excavada, al igual que la Pirámide del sol. por el contrario, sondeos efectuados en la pirámide de la Luna, en 1996, que revelaron la existencia de relieves policromados, han permitido su casi total desenterramiento.

Las pirámides moches, como casi todas las pirámides precolombinas, especialmente las que fueron construidas con ladrillos de adobe sin cocer, son el resultado de sucesivas bases o plataformas piramidales superpuestas a lo largo de los siglos, cuando éstas, gastadas por el viento, la arena y los diluvios que el Niño causaba cada veinticinco años (hoy este fenómeno tan destructor, que conlleva lluvias torrenciales donde, habitualmente, impera un clima desértico, se produce cada nueve años, lo que acelera la destrucción de los yacimientos), eran cuidadosamente enterradas y utilizadas como soportes para nuevas bases piramidales. En ocasiones, las bases eran cada vez más grandes. En la Huaca de la Luna, sin embargo, cada nueva base prolongaba la anterior. Una decena de estratos la conformaban justo antes de que losChimú (provenientes del norte de Perú), en el siglo IX dC, acabaron con los Moches.

Los últimos niveles se degradan. Los cantos se redondean y pierden nitidez, profundos cortes laceran las caras, los relieves desaparecen, los colores se desvanecen y los ladrillos retornan a su condición inicial, por lo que una gruesa capa de barro recubre lentamente las nítidas formas de la pirámide. La pirámide se vuelve árida montaña.

Los arqueólogos, entonces, "solo" tienen que rascar esta gruesa capa de barrio, procedente de las últimas bases (las bases superiores), para hallar, intactas, las primeras. En el caso de la Huaca de la Luna, la mayoría de los niveles han sido recuperados. La destrucción solo había afectado a un par.

Las huacas son macizas. Suelen tener una base de un centenar de metros de lado y unos treinta o cuarenta metros de alto. Cada nivel cumplía una doble función: servir de base elevada para rituales, sin duda sangrientos, y de soporte o "lugar" donde la divinidad se manifestaba a los humanos. Las caras de cada base servían de "galería pictórica". La efigie de la divinidad se materializaba sobre toda la superficie.

¿"La" divinidad? Su ¿"faz"?

La teoría de arte de Hegel, concebida a principios del siglo XIX, a partir de los conocimientos del arte que se tenía entonces (y que no podía incluir aún ni Mesopotamia, aún no descubierta, ni el mundo precolombino) ha hecho daño. Sostenía que el arte cristiano era superior a las artes clásica (romana) y primitiva (egipcia, asiria, persa, hindú), porque mostraba a un dios hecho hombre, capaz de expresar emociones a través de su rostro. No era la fuerza bruta, sino la interior, la que distinguía a esta divinidad, que las artes de pintura y la poesía ( y no las más primitivas artes de la escultura, propia de Roma, y de la arquitectura, masiva y monumental, característica de Egipto y Babilonia -pensemos en las pirámides inmutables, los jardines babilónicos y las infinitas salas hipóstilas persas-) eran capaces de reflejar y transmitir. El dios cristiano (convertido en un rostro doliente que revelaba, a través de los ojos, toda la gama de las sensaciones humanas), y las artes que mejor traducían plástica y poéticamente estas emociones (y que alcanzaron su máximo desarrollo y dignidad con el cristianismo, así en los frescos medievales, la pintura al óleo, y los sonetos de Petrarca y Ronsard), eran muy superiores a los insensibles dioses paganos y a sus toscas o frías efigies esculpidas. Los dioses paganos, se decía, eran insensibles, o inhumanos, incapaces de "sentir" nada (por sus fieles), una idea o creencia que marcó las naciente teoría del arte.

Sin embargo, Ai Apaec (el supuesto nombre de la divinidad "suprema" moche -la falta de escritura impide saber cómo era verdaderamente invocado), es un dios convertido en una faz. De hecho, no tiene cuerpo. Se asemeja a la clásica Gorgona, a la máscara dionisíaca, o a la santa faz cristiana. Pero, a diferencia de las dos primeras, exhibe, no un sempiterno rostro cariacontecido o furibundo, infundiendo constante terror, sino toda una gama de emociones, que no son muecas (como en las máscaras helenísticas que retratan más bien tipos teatrales), sino expresiones, de furia, tristeza y alegría, en las que la faz se "humaniza", que solo pueden revelar una "vida interior". La divinidad se hace hombre, siente como un ser humano.

Este conjunto de múltiples rostros de Ai Apaec se estampan sobre las "caras" de cada base piramidal. La faz divina se inscribe en la superficie del templo. La cara se superpone a la cara del santuario. El dios se hace templo, arquitectura. Sobre este ladrillo...
Es una faz plana, una huella, una impronta mágicamente inscrita en el soporte, aún húmedo, del tronco piramidal. Faz, de ojos desorbitados (faz que son ojos que miran), que se muestra a los ojos de los humanos y los animales, y que la "pirámide" exhibe desde lo alto, hacia los cuatro puntos cardinales, proclamando la soberanía de Ai Apaec.

Y, sin embargo, esta divinidad no es humana. Su faz recoge rasgos marinos (olas o tentáculos de pulpo que aureolan el rostro), felinos (colmillos) y aéreos (los ojos desorbitados y penetrantes del cóndor, y alas, que se confunden con la cresta de las olas), uniendo el cielo y el mar en la figura terrenal del hombre-jaguar. Todas las potencias sobrenaturales del mundo de la costa norte del Perú confluyen en este rostro, al mismo tiempo aterrador y patético, del dios airado sin dejar de ser compasivo.

¿"El" dios?

Cabe preguntarse si la tradicional distinción entre monoteísmo (que quizá solo se ha dado en el neo-platonismo) y politeísmo no salta en el caso de la religión moche (de lo poco que se puede saber de ésta). Ni siquiera el enoteismo (la preeminencia de un dios supremo sobre divinidades menores o angelicales, característica del cristianismo y el islam y, en parte del judaísmo) da cuenta de las posibles creencias moches, que la Huaca de la Luna manifiesta.
Existían dioses-lobos marinos, dioses-cangrejo, dioses-pulpo, dioses-araña (que, a través de los súbitos movimientos descontrolados del arácnido anunciaban la próxima llegada de las temibles lluvias causadas por el fenómeno del Niño), dioses-jaguares, dioses-cóndores, si bien predominaban las "divinidades marinas".
Mas, en todas estas deidades, la faz de Ai Apaec se inscribía. En verdad, eran Ai Apaec, metamorfoseado en distintos animales. Ai Apaec era un dios multiforme, el dios de las metamorfosis. Era capaz de adoptar cualquier forma o, mejor dicho, de "encarnarse" en cualquier ser, siendo, al mismo tiempo, uno y diverso.
El dios-araña era Ai Apaec, al igual que el dios-lobo marino o el dios-pulpo. El cuerpo de estas supuestas deidades era el rostro de Ai Apaec, que siempre se mostraba portando un atributo, su propia cruz: un brazo empuñando un puñal y una cabeza degollada que sangraba. Porque Ai Apaec era el dios de la vida y, por tanto, reinaba sobre los muertos.

La Pirámide la la Luna aparece así como un gran retablo construido, esculpido y pintado para el orbe entero, es decir para todo el mundo Moche. El lugar donde Ai Apaec aparece y se encarna; un singular paño de la Verónica que proclama la grandeza, la inmortalidad de la divinidad, capaz de recorrer los fondos marinos, la tierra y el cielo, de bajar a las profundidades y ascender a las cimas, como un dios omnipotente. Un dios, quizá, único. ¿Por ser singular, o porque solo había un dios? La ausencia de cualquier texto, impide dilucidar este misterio.

Divinidad que se encarnaba en un animal marino cuando reinaba en los océanos, en un felino o un humano cuando rondaba sobre la tierra, y en un ave de presa cuando sobrevolaba el orbe.

Sin embargo, Ai Apaec tenía una morada predilecta: la montaña; montaña que las Huacas del Sol y de la Luna reverenciaban, imitaban; al igual que la piedra sagrada, a sus pies, hacia los que miraban los espacios sacrificiales, en lo alto de las sucesivas bases piramidales. Espacios en los que las víctimas eran inmoladas en honor de un dios capaz de encarnarse en todas las formas vivas precisamente para asegurar la vida (eterna) a los mortales.

Las Huacas del sol y de la Luna aseguraban la vida eterna del mundo (Moche). De algún modo, han sobrevivido -y, hoy, el rostro macilento del Cristo doliente se transparenta en la faz anhelante de Ai Apaec.