Entre interminables extensiones de prietas filas de caña de azúcar (que un día fueron campos variadamente cultivados de paltas, papas y choclos, entre otros, útiles para la alimentación diaria, como comenta el arqueólogo Nacho Alva), la senda, martilleada por la arena que el viento acarrea, da una gran vuelta antes de llegar a El Brujo, en medio de un desierto pardo de tierra y arena. La frontera entre las tierras cultivadas y las tierras urbanizadas es abrupto. Las ciudades necesitaban del campo. Pero se asentaban en el desierto, en contacto exclusivo con los elementos perennes, el aire, la tierra y el agua.
De nuevo, un yacimiento sin visitantes. Hallado en 1990, no fue abierto hasta 2006. Cuando se descubrió, trastocó la historia de la arquitectura como, cuatro años más tarde, lo haría el asentamiento más sureño de Caral.
El primer asentamiento permanente data del 4000 aC; y la primera urbe del 2500 aC, alrededor de la Huaca (Santuario) Prieta, aún no explorada, en una avanzada sobre el mar.
La ciudad de El Brujo (nombre moderno), sin embargo, no lejos de Huaca Prieta, pertenece a la cultura Moche. fue fundada hacia el 200 dC, y estuvo activa unos cuatrocientos años. Se asienta, entre dos altas huacas (100x100x30 m): La Huaca Quebrada, partida por los colonizadores españoles en busca de oro, y aún no explorada-, y la Huaca de Cao Viejo. En lo alto de ésta, en 2006, se produjo un descubrimiento que trastocó la imagen de la sociedad precolombina y la historia del arte: una tumba, con un rico ajuar funerario -hoy en el bellísimo Museo del yacimiento-, de una mujer joven, muerta durante un parto. Dados los atributos con los que fue enterrada, acompañaba de varios sirvientes y soldados sacrificados, tuvo que ser la persona que mandó, a solas, sobre la ciudad y el territorio circundante.
El Brujo fue una ciudad entre los Andes, el océano, de inquietante oleaje, bajo la persistente niebla, y el río Chicama. Una plataforma natural fue completada con una segunda base, hecha de ladrillos de adobe, por los Mochicas (entre el siglo III y VII dC), que logró crear un altozano de veinte metros sobre el nivel del mar. El trabajo fue titánico. La superficie realzada tiene varias hectáreas. En cada punta, cerca de la Huaca Prieta (que ya tenía entonces casi tres mil años de antigüedad, y que tenía que aparecer como la ciudad o la montaña de los antepasados), dos Huacas o santuarios de gran altura encuadraban una ciudad cuyos restos aún no han sido desenterrados.
Las huacas resultan de la superposición de sucesivas plataformas en cuya cumbre tenían que tener lugar rituales y quizá observaciones celestiales. Cada plataforma fue cuidadosamente enterrada antes de ser utilizada como el soporte de un nuevo santuario. Cuando la ciudad fue abandonada, las huacas fueron enteramente enterradas, lo que ha permitido conservar su estructura y sus fachadas -salvo el dramático tajo que parte la Huaca Quebrada, obra de conquistadores ávidos de oro.
Las huacas no eran solo plataformas para ritos en lo alto. Eran como moradas celestiales, divididas en tres sectores: palaciego, sacrificial, y funerario. En la cumbre, distintos cobertizos, más o menos livianos, albergaban un palacio, lugares de culto y tumbas.
Los relieves que recorren la fachada principal ilustran sobre lo que la huaca tenía que significar y sobre su función. El dios Ai Apaec aparece retratado con su imagen habitual, una cara que combina rasgos felinos, marinos y aéreos, evocando y uniendo los tres mundos, tan próximos en El Brujo, cercano a los Andes, al río (cuyas aguas que manan de las entrañas de la tierra están en conexión con el mundo infernal), y al océano.
El rostro divino, como ya ocurriera en la Huaca del Sol, está enmarcado en un rectángulo girado 45 grados. Al igual que ocurre con las huacas, son las esquinas, no los lados, las que miran hacia las esquinas del mundo, las directrices del cosmos. Ai Apaec es el dueño y el ordenador del universo. Las coordenadas de éste son suyas. Y la ciudad, seguramente bien ordenada, tanto como las huacas, aparece como la proyección del rostro de la divinidad. Ésta se halla físicamente presente en el plano de la urbe, el cual agranda y proyecta la santa faz.
Pero el rostro de Ai Apaec aparece a menudo repetido (exhibiendo sutiles cambios de expresión). Cada faz aparece en el centro de un rombo. El conjunto de éstos compone la imagen de una red, que recuerda tanto las que son necesarias para la pesca, sin la cual la ciudad no viviría (en este sentido, las efigies divinas son amuletos contra la mala suerte, que favorecen la pesca abundante), como las que están tendidas en la ciudad (en el mundo), formadas por la trama ortogonal de las vías de comunicación.
No obstante, Ai Apaec, en El Brujo, asume sobre todo una personalidad acuática. Se encarna en animales de agua dulce (el pez gato), y marina (pez raya). Los límites entre estos dos universos también son santificados a través del cangrejo. Y las aves marinas son la última encarnación de Ai Apaec.
Desde su primera elevación, la huaca era una montaña. En la cumbre tenían lugar sacrificios humanos. Jóvenes combatían en las montañas. Quienes eran vencidos, eran apresados, encerrados, preparados y ejecutados, ya sea en las cumbres de los Andes, ya sea en lo alto de las huacas. La sangre de los jóvenes sacrificados, degollados con un tumí de obsidiana, de oro o de cobre, mezclada con un anti-coagulante natural -procedente de un tipo de cactus- era bebida, en una copa ceremonial,, por el sacerdote (y, quizá, por el o la gobernante). De este modo, la sangre retornaba a la tierra pero también a través de la elevada figura del sacerdote, era ofrendada a Ai Apaec que moraba en las alturas. Así, la fertilización del mundo que las aguas del río Chicama aportaban era rememorada a través de la sangre vertida por las víctimas humanas sacrificadas.
La Huaca, así, podía ser entendida como un eje del mundo. El cosmos se sustentaba, gracias al pilar que la huaca trazaba y la energía, a través de la sangre, que derramaba. Sin la huaca, la ciudad hubiera sucumbido.
Los relieves, que repiten, rememoran o actualizan los sacrificios, sin los cuales, la sangre no sería vertida y los ciclos de las vidas cósmica, de la ciudad y de cada humano, no se activarían. La fachada de la Huaca de Cao Viejo, de nuevo, se constituye en un gran retablo, visible desde toda la ciudad, cuyas imágenes esculpidas y pintadas aseguraban a todos los habitantes el buen funcionamiento del mundo, el eterno discurrir de la sangre.
Aún hoy, en lo alto de la huaca, azotada por el viento y los rugidos amortiguados del océano, se descubre o se intuye la mecánica que regulaba la ciudad del Brujo, entragada a los dos polos complementarios de las dos huacas (como en la mayoría de las ciudades precolomibinas de la coste norte del Perú), vigilada, de lejos, por la intuida presencia de los Andes.
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