miércoles, 8 de septiembre de 2010

Crónicas de las Indias occidentales (V): Las huacas Rajada (del Señor de Sipán), y del Oro (del Señor de Sicán).

HUACA DEL ORO (TUMBA DEL SEÑOR DE SICÁN) Y EL YACIMIENTO DE BATÁN GRANDE (ss. VIII-XIII dC) EN EL BOSQUE DE POMAC

En el centro del insólito y tupido bosque de acacias y algarrobos de Pomac (causado por lluvias, en abril, en medio del desierto circundante), se halla en extenso centro ceremonial de Batán Grande compuesto por diecisiete "pirámides" (sucesivas plataformas superpuestas a lo largo de los siglos), de unos treinta metros de alto, de ladrillos de adobe, unidas por plazas aterrazadas. Erosionadas por la lluvia, que las ha convertido en áridas montañas, rajadas por abruptos tajos, fueron dedicadas al culto de la luna (como en todas las culturas pre-incaicas, hasta que los Incas, que conquistaron el norte de Perú, impusieran, en el s. XV, el culto al sol). La Tumba del Señor de Sicán fue hallada en la Huaca del Oro (escrita a veces Loro) en 1991. El yacimiento es tan grande que apenas ha podido ser estudiado. No está defendido. Es de acceso libre, a través de una pista entre los pinchos de las acacias.

Bosque de Pomac
Huaca del Oro
Vistas de distintas pirámides de Batán Grande desde la Huaca del Oro.


Gallinazo -gran ave rapaz semejante a un condor- en lo alto de la Huaca del Oro.













HUACA RAJADA (TUMBA DEL SEÑOR DE SIPÁN Y TUMBAS ANEXAS, s. III dC)

El recinto ceremonial de Sipán comprendía dos "pirámides" o huacas unidas por varias rampas de múltiples tramos que partían. en distintas direcciones, desde una plaza central. Un gran número de tumbas han sido halladas -o están siendo descubiertas- desde 1987, sobre todo la célebre Tumba del Señor de Sipán, inviolada, con un ajuar funerario que ha sido comparado con el de Tutankhamon.
Las excavaciones se iniciaron tras la aparición de un gran número de piezas de arqueología en el mercado de antigüedades a finales de los años ochenta, debido a las excavaciones ilegales de los huaqueros (practicadas también en Batán Grande). Un gran número de tumbas fueron saqueadas y destruidas. Sin embargo, en 1987, el arqueólogo Walter Alva logró convencer al gobierno peruano y a la comunidad internacional de intervenir, para proteger y estudiar el sitio de donde parecían provenir las piezas. Hoy, las comunidades trabajan en el estudio y la promoción del yacimiento.
Las excavaciones ilegales no se han detenido, pero su importancia ha disminuido mucho. El mercado internacional, con la complicidad o ayuda directa de diplomáticos (peruanos, panameños, norteamericanos) sigue alimentándose de las hallazgos furtivos. Como las construcciones son de adobe, quedan severamente dañadas o destruidas cuando se abren pozos profundos que tratan de hallar y alcanzar tumbas, que no siempre contienen ajuares valiosos para el mercado.







Tumba que se está excavando en estos momentos (se prohíbe fotografiar el interior hasta que no se haya estudiado). Se ha hallado una primera cámara superior, con el esqueleto de un guardia con los pies cortados, lo que indica que, debajo, tiene que encontrarse la tumba inviolada, se supone, de un personaje principal.






AJUARES FUNERARIOS DEL SEÑOR DE SICÁN O SIMILARES
(Nota: El ajuar funerario del Señor de Sipán, en el Museo de las Tumbas Reales de Sipán, en Lambayaque, no se puede fotografiar)



Ajuares funerarios compuestos de coronas, máscaras y pendientes de oro, similares a los encontrados en Sipán y Sicán. (Museo del Oro, Lima)


Célebre máscara mortuorio del Señor de Sicán (Museo de Sicán)
Máscara de ser híbrido, mitad felino, mitad humano, del ajuar funerario del Señor de Sicán (Museo de Sicán)

(Fotos. Tocho)

La profunda penumbra que invade las tres plantas del Museo de las Tumbas Reales de Sipán (abierto en 2006), alumbrado tan solo por los reflejos aureos que emanan de las vitrinas que exponen el sin número de máscaras y ornamentos dorados de las tumbas de Sipán, excavadas desde 1986 hasta hoy en día (y entre las que destaca la tumba del Señor de Sipán, hallada en 1987), puede llevarnos a confundir estos ajuares deslumbrantes (en los que no se sabe si admirar más la belleza o riqueza de las piezas, desenterradas, reducidas a diminutos fragmentos, o la pericia y destreza de los restauradores que, en cinco años, han logrado devolver la forma originaria y el brillo a un número inacabable de piezas) con los ajuares egipcios.

Las tumbas de Sipán , de hace unos mil ochocientos años, contenían los bienes del difunto, no piezas de uso exclusivamente funerario. El Señor de Sipán fue enterrado con todo lo que poseía en vida. Curiosamente, estos bienes los portaba casi todos encima. Lo revestían.

La tumba contenía pocas piezas que no fueran de vestimentas y ornamentos corporales: algunas pocas cerámicas, acompañaban algunos animales y humanos sacrificados: la esposa y las concubinas (al menos, ésta es la interpretación común), algún guarda, y un niño. Estos humanos fueron degollados o narcotizados (si bien ocasionales arañazos en las paredes del sarcófago de madera, o la posición insólita de un brazo, demuestran que las víctimas que solo fueran adormecidas se despertaron a veces, y trataron, vanamente, de salir del sarcófago). Los guardias (uno en la misma cámara principal, y algún otro en cámaras secundarias, casi siempre ubicadas sobre la principal) tienen los pies cortados (no se sabe si en vida).
El niño, que siempre acompaña al difunto, tenía que ser el guía al infra-mundo. Éste se acompañaba de una cerámica con el rostro de un anciano, ya sea para aconsejarlo en su papel de guía, ya sea para que pudiera alcanzar, a través de la imagen (y su vida, así, se completara y adquiriera sentido), la cuarta edad a la que el sacrificio le impedía llegar.
Algunas vasijas en forma de perro (un animal psicopompo, o guía de almas) también se situaban cerca del cuerpo momificado, envuelto en sucesivos sudarios de algodón, del Señor de la Tumba.

Walter Alva y los arqueólogos comprendieron que el amasijo de diminutos fragmentos de varios metales (causados por el derrumbe del techo de la tumba, sostenido por vigas de madera, y por la corrosión, incluso en piezas de oro, debido a las aleaciones y los ácidos utilizados para matizar el color del oro) pertenecían a diversas capas de vestimentas (corazas, mallas, collares, y máscaras) que revestían todo el cuerpo y el rostro del difunto: una decena de ropajes metálicos y de tela (éstos perdidos casi completamente) envolvían el cuerpo.
El difunto se presentaba no solo con sus mejores galas, sino con todas. De algún modo, lo habían vestido con todo su vestuario. Entre éste, destacaba la piel -tatuada-, la protección más íntima y próxima al corazón.

Cada una de estas capas comprendía una máscara, una corona, una nariguda (placa que colgaba de la nariz y descendía hasta la boca, que, en vida, vibraba al respirar y alteraba profundamente la voz, que resonaba como la voz del personaje, humano o divino, asumido durante la ceremonia), un peto con una máscara divina (en forma animal, híbrida o antropomórfica). Diminutas piezas móviles, colgadas de las máscaras, tintinaban, y habrían tilinteado cuando o si el difunto hubiera despertado en la otra vida.
De este modo, aquél "interpretaba" diversos papeles. Se identificaba con todas las encarnaciones de la divinidad (o con distintas divinidades, si bien se cree que existía quizá una única divinidad con distintos rostros, distintas manifestaciones). El difunto se volvía jaguar, cóndor, pulpo, cangrejo, pez, serpiente: recorría todas las personalidades de la divinidad cuando viajaba desde lo alto hasta los infiernos. De algún modo, el difunto se identificaba con la divinidad en su viaje por el cosmos, que lo llevaba de la tierra a las profundidades, pasando por el cielo. Los ropajes y las máscaras se ayudaban en su viaje sin retorno. El o los dioses no solo viajaban con él y lo protegían, sino que el difunto se equiparaba, se unía a ellos, se fundía con ellos, comulgaba con aquéllos.
Eran todas las máscaras que portaba, las que le aseguraban la inmortalidad, pues solo los poderosos y, sobre todo, el o los dioses poseen innumerables rostros. Los humanos solo tienen unos rasgos, que se avejentan y se deforman, como recordaban las cerámicas Moche.

Esta concepción del mundo infernal lleva a preguntarse por la función de las huacas o pirámides. No son tumbas, aunque contengan tumbas (como las de los Señores de Sipán y de Sicán, depositadas en alguna de las plataformas que configuraban el santuario). No eran palacios ni centros administrativos, si bien, ocasionalmente, poseían dependencias profanas.
¿Eran templos, espacios para la o las divinidades?
Salvo en Chavín -pero se trata de un santuario en medio de los Andes, que poco tiene que ver, pese al parecido formal, con los santuarios costeros-, las huacas no parece que albergaran estatuas de culto. Se realizaban sacrificios, se vertía sangre, la divinidad se manifestaba en la huaca, en los muros que la constituían, mas ¿moraban en ellas?

El conocimiento de los ciclos temporales era decisivo en las culturas precolombinas peruanas. El clima es desértico. Salvo excepciones no llueve jamás. Los desiertos más áridos de la tierra se hallan al norte de Lima. Sin embargo, de tanto en tanto, lluvias torrenciales (producidas por el Niño), y temperaturas ínfimas (causadas por el fenómeno natural inverso, llamado La Niña), causadas por variaciones de las corrientes oceánicas, que vierten aguas cálidas o gélidas alternativamente, se abatían y destruían las frágiles construcciones de adobe, que se resquebrajaban y se disolvían. Los terremotos, habituales, también atentaban contra la obra de los humanos,.
La previsión de estos fenómenos era esencial para la supervivencia de las ciudades y los santuarios, así como para el prestigio de gobernantes y sacerdotes. Los movimientos extraños de las arañas, y la inesperada proliferación de un molusco (el spongilo, con una gran concha, considerada como un objeto sagrado, que se utilizaba como un instrumento de viento que sonaba y resonaba gravemente, y cuya forma era reproducida en piedra), propio de climas tropicales, era un indicio de un cambio radical del tiempo (el rápido calentamiento del mar, lo qyue provocaba la evaporación del agua, la formación de nubes, que descargaban al quedar detenidas por los cercanos Andes), si bien aún no fechado.

Era necesario interrogar a las potencias superiores. Las huacas eran, entonces, santuarios oraculares: espacios donde la o las divinidades hablaban a través de los sacerdotes en trance (la ingestión de drogas halucinógenas, provenientes de cactus, jugaba un papel importante en los rituales durante los cuales no se honraba tanto cuanto se interrogaba a la divinidad). Es posible incluso que los ritos oraculares fueran también privados. Notables particulares inquirían a la divinidad por su porvenir. El encuentro con el dios de los oráculos tenía lugar siempre en un puesto elevado, en lo alto de la plataforma, o de la superposición de plataformas que acababa por constituir una huaca o pirámide escalonada.
Desde lo alto, la voz alterada del sacerdote resonaba en todo el santuario, amplificada por los cosos circulares a cielo abierto, en cuyas plazas se agolpaba una multitud.

En las huacas, entonces, la palabra primaba. Para que la verdad fuera anunciaba, eran necesarias ofrendas y sacrificios. La divinidad o las divinidades, si no hubieran estado convenientemente alimentadas, hubieran enmudecido, quizá para siempre. Para que el intercambio verbal se produjera, el dios tenía que mostrar su rostro, y hacerse visible. Las huacas eran así soportes en los que el dios se inscribía, fronteras entre lo visible y lo invisible en las que la potencia sobrenatural, quizá complacida por las ofrendas, accedía a inscribir su rostro o sus múltiples rostros. El dios se personificaba. Y hablaba.
La mayoría de los objetos sagrados tienen que ver con la imagen y, sobre todo, con el sonido: sonajeros, narigudas, conchas, flautas, tambores, etc., utilizados para llamar a la divinidad y modular y transponer su voz, comunicando sus sentencias por todo el orbe.

Como en toda cultura del desierto, las imágenes son engañosas. En este sentido, son eficaces para comunicar la naturaleza evanescente de la divinidad. Pero sobre todo, es el sonido, la música, la voz la que mejor comunica la naturaleza y presencia deslumbrante de la divinidad y del poder de la palabra. Ai Apaec era, posiblemente, el Verbo (que se alcanzaba a escuchar desde las alturas de las huacas, por encima de la desértica tierra, cercanas a la densa niebla que cubre la costa norte de Perú).



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