Las exposiciones de arqueología, dedicadas a culturas antiguas, suelen ser magníficas. Exponen, como si fueran joyas -a menudo lo son-, piezas preciosas o de materiales preciosos. La luz, el contraste entre luces y sombras, y la presentación aislada en vitrinas individuales, contribuyen a la fascinación que estas piezas ejercen, dando una imagen casi mágica del trabajo artesano, y del imaginario de esas culturas, que a veces se compara, algo despreciativamente, con los de hoy en día. Son piezas que revelan una concepción de la vida y del cosmos distinta de la nuestra. En la mayoría de los casos el deslumbramiento es lógico: obras egipcias, mayas, griegas, hindúes parecen venir de otro mundo, un mundo irremediablemente perdido. La fascinación se dobla con la nostalgia. Qué las piezas sean valiosas acrecienta el deslumbramiento. El misterio que emana, por otra parte, es consecuencia del desconocimiento -o del conocimiento, necesariamente parcial- de las culturas antiguas, su ideario y las condiciones que estuvieron en el origen de la creación de las piezas.
Toda vez que los arqueólogos, antes de la Segunda Mundial solían buscar con más ahínco objetos en buen estado de materiales nobles, una exposición de obras arqueológicas puede contar con cierta seguridad con objetos de oro, plata y piedras preciosas, o que revelan una prodigiosa habilidad manual: la lucha por la obtención de tesoros deslumbrantes, entre arqueólogos en Egipto y en Mesopotamia, en los años veinte (que se concretó en la lucha por aparecer en los medios entre Carter y Woolley, el primero por el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon, y el segundo por el de las Tumbas Reales de Ur, en la segunda mitad de los años veinte) era feroz, puesto que los fondos necesarios para financiar las expediciones dependían de la cantidad y calidad de las piezas halladas que nutrían los fondo de los grandes museos europeos y norteamericanos. El gusto por los tesoros no ha cesado, y nuevos hallazgos en Macedonia o en Perú confirmar que el oro no ha perdido su poder de fascinación.
Antes del diluvio. Mesopotamia 3500-2100 aC es una exposición que no rehuye la exhibición de piezas de materiales valiosos, ni de obras que parecen al mismo tiempo cercanas y enigmáticas. En parte esta situación es inevitable. Cualquier representación antropomórfica más o menos naturalista acerca la estatuilla al espectador que cree reconocer la obra y reconocerse en ella, pero la mirada de las estatuas, y su ensimismamiento, o su indiferencia, choca, como si rehuyeran el contacto, o no lo tuvieran en cuenta; como si no lo necesitaran, lo que provoca sorpresa y desazón. Son próximas, puesto que representan a seres que podríamos conocer o reconocer; pero se niegan a cruzar la mirada con nosotros, como si no nos vieran o no quisieran vernos, lo que nos desestabiliza: pone en cuestión nuestra propia entidad y entereza.
La exposición, sin embargo, quiere mostrar, o contar algo más o algo distinto. Quiere contar el propio proceso de descubrimiento de las obras. Se trata de una exposición en el que las reflexiones sobre el hecho de exponer piezas antiguas forma parte de la exposición. La exposición expone obras, y se expone ella misma: expone cómo ha sido organizada, cómo se ha llegado a ellas, así como reflexiona sobre el estatuto de las obras en tanto que obras de arte. No las da por hechas. No da por sentado que lo que se expone ha sido siempre lo mismo, ha tenido siempre la misma condición, sino que muestra que nuestra participación, nuestra selección y reflexión participa de su creación. Dicho de otro modo, no se exponen obras de arte, sino que la exposición convierte lo que expone en obras de arte.
Lo que se muestra eran fetiches, amuletos, obras religiosas o mágicas destinadas a la contemplación no humana. No fueron encargadas, concebidas, modeladas, manufacturadas para ser gozadas por ojos humanos -para el goce de la vista o los sentidos en general-, ni para ser tan solo contempladas. Fueron producidas para entrar en contacto con potencias sobrenaturales, para servirlas. Su finalidad no era estética sino funcional, y la función a la que atendían no era humana sino sobrehumana. Eran útiles al servicio de potencias invisibles. Ero no las convierte en obras más valiosas o misteriosas -que no las comprendamos enteramente, que no podamos, inevitablemente, verlas con los ojos de sus productores no las convierte en piezas sobrenaturales; su misterio, el enigma que plantean es consecuencia de la falla cultural entre estas culturas antiguas y nosotros; nunca podremos ponernos en el lugar de quienes las encargaron y ejecutaron-, sino en obras en parte incomprensibles, pues responden a unos parámetros y unas necesidades que son, hoy, incomprensibles o inconcebibles.
Las obras expuestas no eran, pues, obras de arte creadas para el placer sensible, para gustar, complacer, reducir, instruir; somos nosotros, cuando las aislamos y las exponemos, los que las convertimos en obras cuya función, cuya razón de ser, consiste en ser exhibidas, y ser contempladas. Del mismo modo que un cuadro, una película, una instalación, una estatua o una fotografía existe ante todo para ser juzgada sensiblemente, para dar gusto y dar qué pensar, para establecer un diálogo con el espectador, las obras de arqueología alcanzan este estatuto gracias a nuestra manera de concebirlas, tratarlas y exponerlas. En sí, no eran obras de arte. ¿Qué eran? No lo sabemos ni lo sabremos. Fetiches, amuletos, posiblemente. Ningún texto antigua se refiere a ellas, o apenas. Las pocas menciones parecen indicar que se consideraban entes tan vivientes como los humanos, es decir entes que deberían ser protegidos, y de los que uno debería protegerse, precisamente porque no existían solo para ser libradas a la contemplación distanciada o desinteresada, sino para incidir activamente, como cualquier ser vivo dotado de poder, en la vida. Eran poderosos artefactos -al servicio del poder, real o sobrenatural-.
El descubrimiento de las piezas participa pues de su conversión. Se buscaron como si fueran obras maestras existentes solo para el disfrute sensorial, para deslumbrar a los visitantes de los museos y a los coleccionistas. Pero ésta no era su función.
Por tanto, exponer cómo se ha llegado a las piezas, y cómo se las ha dotado de un sentido o función artístico, contar el proceso, el viaje, físico -hasta Mesopotamia- e intelectual o mental, necesario para llegar hasta las obras en tanto que obras -para obrar el prodigio, casi religioso, de cambiar la condición de una pieza, de un útil al servicio de una ideología (útil para seres considerados sobrehumanos: reyes, almas y dioses), a una obra de arte ofrecida a la vista de todos, para el solaz de la vista o los sentidos en general, para hacer pensar también (pero no para incitar a la acción, ya que las obras de arte detienen el movimiento y exigen, para ser apreciadas, que se suspenda la actividad diaria, que se abandone por un tiempo la satisfacción o la preocupaciones mundanas, prácticas)-, exponer el encuentro con las obras, encuentro que nos cambia y las cambia, decimos, es también, o sobre todo, la intención o el objetivo que la exposición persigue.
La exposición de las obras quiere fascinar (las quiere exponer de modo fascinante, para que fascinen), pero cuenta principalmente la fascinación que empujó a su desvelamiento. La muestra dice mucha más sobre nosotros que sobre las piezas; dice el poder de las piezas capaces de llegar a un viaje en el tiempo y el espacio, capaces de hacernos creer que son algo más que objetos materiales manufacturados. La exposición, en fin, cuenta nuestro deseo, nunca satisfecho, de ser ilusionado -y lo ilusorio de este deseo.