Quienquiera que haya asistido a -o tan solo escuchado- un debate entre tertulianos sabe que no bien uno pronuncia una palabra, el resto le interrumpe al momento vehementemente: "hago..."; "¡tú que vas a hacer.... no sabes nada....", y así pasa la hora. Nadie parece escuchar. Más que un Belén, un quirigay.
Si la lengua sumeria no solo se escribía sino que se hablaba -lo que algunos asiriólogos ponen en duda- y si se hablaba tal como se escribía, ¿cómo debían desarrollarse las discusiones entre sumero-parlantes?: "plato comida boca abundante comedor grande luz....": a la escucha de esta sarta de sustantivos era difícil reaccionar; se podía esperar una buena noticia, ciertamente, lo que podía levantar el ánimo y predisponer el oyente en favor de quien la hablaba; pero no era sino -como en alemán- hasta la pronunciación del verbo que el sentido de la frase se desplegaba claramente: "echaré": "te echaré a la cara un plato de comida a plena luz en el comedor".... "imbécil": expresión que solo se deducía prestando mucha atención a cómo se enunciaba el verbo.
En efecto, la estructura gramatical de la lengua sumeria, al menos escrita, amontona todos los sustantivos al principio, y echa el verbo al final de la frase. Es cierto que dada la inexistencia de subordinadas y que las palabras sumerias fueran monosilábicas, las frases no debían de ser muy largas, por lo que el sentido de lo que se decía debía de captarse con cierta prontitud. Mas existían muchas palabras compuestas (de palabras monisilábicas engarzadas unas junto a otras), cada sustantivo, por otra parte se completaba con sufijos que determinaban el caso -la función de la palabra en una frase, por ejemplo, el sufijo ak que permitía saber que la palabra a las que iba adosada hacía las veces de complemento de objeto (sufijo equivalente al genitivo latino)-, y, por otra parte, lo que se llama la cadena verbal, siempre al término de la frase incluía no solo el verbo, sino un gran número de prefijos y sufijos que servían para recordar qué funciones cumplían las palabras precedentes en la frase (y, así, se recordaba al oyente que la frase, por ejemplo, había incluido un sujeto, un complemento de objeto, un complemento de lugar, de tiempo, un adjetivo, etc.), sino que aportaban matices fundamentales: así se sabía si el que hablaba lo hacía afirmativa, dubitativa o negativamente, si hablaba en nombre propio o de un colectivo, amén de un sinfín de matices que ni se captan -son intraducibles pues responden a un imaginario que ya no existe- ni se entienden hoy en día.
Por tanto, un oyente no podía interrumpir de inmediato al que hablaba sino que tenía que escuchar atentamente, sobre todo el final de la frase, para saber qué se le decía y qué se le quería decir: con qué intención. La réplica, el diálogo, requería la paciente escucha de todas las palabras de la otra persona. El diálogo era necesariamente pausado. Los atropellos verbales eran imposibles.
¿Fue esta estructura una construcción intencionada para favorecer el diálogo? O ¿el diálogo sosegado fue una consecuencia involuntaria de una estructura gramatical compleja que, casualmente o no, iba en favor de una mejor comprensión de lo que se decía?
Lo cierto es que el diálogo pausado era, no solo posible, sino inevitable. La escucha, la comprensión, la aceptación del otro, era, pues, ineludible. No se podía sino estar muy atento a las últimas palabras de los tertulianos.
Es posible, que esta peculiar estructura de las frases hubiera ido en favor de la creación de comunidades, quizá dispuestas pero solo obligadas a escuchar lo que cada miembro decía -lo que no implicaba la aceptación de lo que se comunicaba, pero sí su recepción completa
La primera ciudad de la historia, Uruk, hace unos siete mil años, fue regida, quizá por una o dos asambleas: de ancianos y de jóvenes, y no por una solo persona escogida o impuesta (un príncipe, un rey, un tirano o un sacerdote, como ocurrirá a partir de la primera mitad del tercer milenio, cuando la lengua acadio empezó a cobrar protagonismo en detrimento del sumerio. En estas asambleas, la discusión era inevitable; la capacidad de diálogo y de escucha, imprescindibles, si se quería un buen gobierno que solventara los inevitables problemas de convivencia que debieron de surgir cuando decenas de personas se pusieron a vivir juntas o en grupos apenas separados por callejuelas y angostos canales. La capacidad de estar atento era más que nunca necesaria. Las comunidades hubieran estallado sin un férreo gobierno capaz de prestar atención a todas las voces, sin la violencia de un estamento militar aún inexistente, o de una casta sacerdotal aún balbuceante (los dioses aún no tenían la "personalidad" que cobraron, sin duda, a partir de mediados del cuarto milenio).
La gramática fue la estructura que, quizá, cohesionó a la sociedad: las reglas eran, ante todo, reglas que determinaban cómo se hablaba. Nunca el Verbo tuvo tanta importancia. El Verbo fue, verdaderamente creador: Un verbo enunciado en su justo lugar.
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