Pese a todos los esfuerzos de los arqueólogos y los epigrafistas, ni los textos ni los restos arqueológicos de ciudades mesopotámicas de los cuarto y tercer milenios muestran la existencia de espacios públicos urbanos (plazas, mercados, jardines, campos de marte o plazas de armas, etc.). Las ciudades presentan calles y áreas sin construir dentro del perímetro de la muralla -probablemente campos de pastoreo de cultivo útiles en casos de asedio-, y los templos poseen amplios y numerosos patios, pero el acceso a éstos estaba vetado a los habitantes, al igual que las dependencias y los espacios sagrados, separados del resto e la urbe por murallas, pese a que toda la ciudad pertenecía a la divinidad. No existía la separación del espacio urbano en áreas sagradas y zonas profanas como en Grecia.
Algunos autores griegos antiguos ya sostuvieron que el espacio público, en concreto, el ágora, constituía un rasgo propio de la ciudad griega que la distinguía de la mesopotámica.
Sin embargo, dicha afirmación se ha matizado.
La búsqueda de espacios públicos orientales no debe llevarse a cabo en el sur sino en el norte de Mesopotamia. Las capitales asirias y neo-asirias, desde la segunda mitad del segundo milenio hasta la caída de Asiria hacia mediados del primer milenio, se fundaron y se construyeron siguiendo parámetros pertenecientes a las ciudades sureñas anteriores. Murallas, palacios y templos dotados de un zigurat caracterizaban las ciudades asirias. Sin embargo, éstas poseían un espacio inexistente hasta entonces: espacios públicos ajardinados, distintos de los jardines (¿colgantes?, es decir situados en promontorios) palaciegos. Ambos jardines debían ser parecidos, profusamente dotados de una gran variedad de árboles, incluso frutales. Los jardines imperiales solo podían ser disfrutados por el emperador, no así los públicos: áreas dentro de la trama urbana, en encrucijadas de calles, como plazas centrales actuales, que liberaban espacios ante algunos templos. Ninguna construcción los afeaba o constreñía. Tampoco eran espacios residuales sino bien planificados dentro de una trama a menudo ortogonal en las ciudades fundadas neo-asirias. El acceso a estos espacios colectivos era libre.
Pero dichas "áreas verdes públicas" se distinguían del ágora. El ágora no tenía un dueño. Pertenecía a la colectividad, a todos los ciudadanos (que no constituían la totalidad de la población, es cierto, por lo que mujeres y esclavos no podían disponer de este espacio central). Era el "gobierno municipal" que se encargaba de la urbanización y el mantenimiento del ágora. Mientras, el jardín o el parque urbano asirio era un regalo del emperador, que cedía el usufructo a la colectividad.
Por otra parte, así como el ágora, pese a los templos dedicados a dioses que velaban por el comercio y el trabajo, y a monumentos a héroes de la ciudad, era un espacio profano -por el que cualquier ciudadano podía pasear-, el espacio de toda la ciudad mesopotámica pertenecía a los dioses quien delegaban en el emperador el cuidado de dicho espacio. Así, el emperador asirio ofrecía un espacio a sus súbditos que no le pertenecía en propiedad, sino que le había sido confiado por el cielo, lo que seguramente debe reflejar una creencia cierta. De este modo, todos los ciudadanos podían beneficiarse de la generosidad divina y dar gracias al cielo honrándolo ritualmente.