viernes, 25 de noviembre de 2016
LEÓN MUÑOZ-SANTINI (1976): THE SUBURBS (CIUDAD JUÁREZ, 2013-2016)
La serie de fotografías sobre Ciudad Juárez en México que Muñoz-Santini (conocido sobre todo por sus libros para niños, premiados en Bolonia) tomó, se inspiran en una serie anterior célebre que el artista norteamericana Ed Ruscha realizó en Las Vegas en 1966: una desolada sucesión de construcciones inhóspitas, medio abandonadas, incapaces de constituir una comunidad, o una ciudad, en un páramo desértico, debido a la codicia y la violencia. La luz inclemente, las calles demasiado anchas y sin urbanizar, la mezcla de ruinas y casas pareadas sin terminar, la ausencia de cualquier muestra de vida que la luz hiriente acentúa, retratan el fracaso de una ciudad, de una concepción del urbanismo que nunca fue proyectado para acoger vidas.
miércoles, 23 de noviembre de 2016
HUMBERTO RIVAS (1934-2009): BARCELONA (1980-1990)
Una exposición antológica, hoy -y hasta mediados de 2017- en el Archivo Fotográfico de Barcelona, y una muestra (Perdido en la ciudad. La vida urbana en las colecciones del IVAM) sobre la ciudad moderna actualmente en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) en Valencia, en la que fotografías que el autor argentino Humberto Rivas (exiliado desde 1976 en Barcelona) tomó en esta ciudad y alrededores en los años 80, antes de la renovación urbana previa a los Juegos olímpicos, ha devuelto la actualidad a este fotógrafo, marcado por Marcel Proust, que supo captar las huellas del paso del tiempo en muros y fachadas -heridas casuales o intencionadas, fruto del abandono o de la violencia-, signos no de envejecimiento, sino de una ganada dignidad -que posiblemente los edificios recién concluidos no tendrían.
Casi todos están abandonados, las puertas cerradas o tapiadas, entrevistos de noche, velados a veces por farolas solitarias, como solitarios se muestran en medio de derribos. En ocasiones, la construcción ha caído, socavada quizá por la mar, pero han mantiene cierta compostura, como si se resistiera a dejarse ir.
Las casas pertenecen a la periferia o a un centro que, en los años 80, estaba abandonado, abandono que sobre coge aún más gracias a la entereza de algunos edificios, dejados, cerrados y sin embargo erguidos, cuando a su alrededor se acumulan las ruinas.
lunes, 21 de noviembre de 2016
El sentimiento ante la ruina
El tratamiento de los monumentos antiguos en algunos países orientales nos sorprende. Edificios y esculturas de hace dos mil años lucen como nuevas. Son regularmente restaurados, limpiados, pintados y los fondos de oro son repuestos. En algunos casos son sustituidos por nuevas construcciones. No se preservan los restos del edificio precedentes. El edificio, así, cobre vida de nuevo. Luce como lució el primer santuario -el santuario primegenio- que los dioses edificaron.
La sensación es extraña. No tenemos la sensación de estar ante o dentro una obra antigua. Nos parece más bien estar ante una réplica moderna, o un fraude.
Los conjuntos que son tratados de este modo siguen estando activos. Son santuarios e imágenes de culto hacia los que se vierte la devoción de los fieles. En tanto que sedes divinas, ¿por qué habría que dejarlas en estado ruinoso, respetando pinturas y ornamentos antiguos, necesariamente gastados, desconchados o rotos? ¿Acaso una casa habitada no se cuida, no se renueva? ¿A quien gusta morar entre ruinas?
Las culturas antiguas -occidentales, al menos- tampoco preservaron las ruinas de ciudades y monumentos. Una ruina debía ser reparada de inmediato. El edificio se podía ampliar, cambiar de lugar, reorientar, o reconstruir de manera idéntica al anterior. Pero nunca se dejaba en estado ruinoso, pese a la calidad que el edificio original podía tener. Tras la destrucción del acrópolis por los Persas, Pericles ordenó la reconstrucción del santuario. Las ruinas fueron recogidas y enterradas, y un proyecto muy distinto fue construido. Ni siquiera se respetó el emplazamiento del templo destruido.
Las únicas ruinas que no se tocaban eran las que señalaban un lugar maldito. Los dioses habían decidido la caída de una ciudad, un santuario, un palacio, la ruina de un estado, ayudando a los enemigos a conquistar ciudades y territorios, y los vencidos nada podían hacer. Tenían que abandonar las ciudades en ruinas porque los dioses les habían abandonado. La reconstrucción no solo era inútil sino hubiera sido percibida como una afrenta por los dioses, al menos mientras los vencidos no pusieran remedio a las faltas que sin duda habían cometido y que habían desencadenado la ira del cielo.
Las ruinas griegas, romanas, pero también mesopotámicas despertaron el interés de algunos viajeros a partir de la Alta Edad Media en Occidente y el Próximo Oriente. Mas la visión de las ruinas provocaba placer, sin duda, ético y no estético. Las ruinas significaban la derrota de los dioses paganos ante el dios verdadero. Pertenecían al César. Eran necesarias como símbolo del poder del nuevo dios. No merecían ningún cuidado.
A partir del siglo XVI, el juicio que merecían las ruinas -casi siempre romanas- cambió. Seguían siendo consideradas como manifestaciones paganas, pero también como de una edad de oro vencida por el tiempo. Las ruinas fueron un símbolo moral sobre el destructor paso del tiempo que derribaba las más altas torres, sobre la fugacidad, la vanidad de la vida. Como las calaveras y los esqueletos, advertían a los hombres de lo que les aguardaba. Debían ser preservadas, sin duda, para que nadie se olvidara de su humana condición, y de la lejanía divina.
En verdad, el gusto por las ruinas es moderno. Quizá fuera Napoleón quien cambió el aprecio por los fragmentos del pasado. Su aprecio no estaba exento de connotaciones morales también. Las ruinas egipcias, sobre todo a finales del siglo XVIII, mantenían cierto porte. Los egipcios habían logrado sobreponerse a la historia. Daban una lección, que Napoleón quería proseguir.
El verdadero sentimiento por las ruinas nace en el siglo XIX. Seguramente no es casual que coincidiera con el nacimiento del nacionalismo que equiparaba nación, raza, cultura, religión y lengua. Las ruinas, en este caso, daban fe del poder legitimo ejercido por unos hombres sobre una tierra -y sobre otros hombres. El colonialismo también estuvo en la raíz del gusto por las piedras gastadas. Cada nación se otorgaba unas raíces que debían ser preservadas, exaltadas o inventadas. Los yacimientos tenían que lucir esplendorosos. No cabía ninguna nostalgia, sino el orgullo de ser los herederos de esos pueblos que levantaron piedra sobre piedra y que probaban que la tierra pertenecía desde la noche de los tiempos a quien la ocupaba - la noción de autoctonía no era nueva, sin embargo: ya la habían cultivado los atenienses y los espartanos para legitimar el rechazo de los extranjeros.
Las ruinas son una construcción política. Se preservan o se destruyen en función de intereses políticos. Los restos de la Barcelona del siglo XVIII bombardeada cuando la Guerra de Sucesión, hallados cuando las obras olímpicas, fueron rápidamente barridas, hoy exaltadas, sin embargo. Del mismo modo, la restauración de las ruinas del monasterio de Sant Pere de Rodas echó abajo los restos barrocos y renacentistas para destacar tan solo los medievales porque la Edad Media es juzgada como la edad fundacional -inventada, legendaria, y por tanto menos inmune al análisis.
Todas las ruinas responden a un imaginario. Las misiones arqueológicas van levantando y estudiando los sucesivos niveles de ocupación, desde los más recientes hasta los "primeros". Pero el estudio de cada nivel implica la destrucción de todos los que le han sucedido. La restauración y preservación de unas ruinas se realiza a costa de la destrucción de todo lo que no casa con la imagen que nos hacemos del supuesto momento de esplendor de unos restos. Pocos yacimientos fueron abandonados súbitamente. Han sido necesarios cataclismos como explosiones volcánicas que han sepultado y congelado ciudades para evitar que las ruinas, desaparecidas de la faz de la tierra, fueran ocupadas durante mucho tiempo. Todo el centro de Roma, ya en ruinas, sirvió de estructura para modestas casas medievales y renacentistas. De algún modo, los edificios en ruinas seguían teniendo cierto sentido. Aun podían servir. El estudio de la Roma imperial conllevó la destrucción de la ciudad medieval asentada entra las ruinas. Y las ruinas lucieron, muertas. Solo se preservó lo que exaltaba el poder imperial. Ni siquiera construcciones tardo-antiguas fueron respetadas. Oscurecían el mármol de la Gran Roma -cuya recuperación, en manos de Mussolini, tenía como fin asentar el poder del dictador, equiparado con el de los emperadores, presentados como los antecesores de Mussolini.
Las ruinas se construyen y se destruyen en función de lo que se quiere contar. Cada época percibe el pasado bajo un determinado filtro. Las ruinas son un medio dúctil ante las fabulaciones históricas. Las piedras no protestar. Si la historia es una losa, las ruinas deberían desaparecer. Aunque, seguramente, su caída final nos arrastraría, Somos humanos porque fabulamos, porque a partir de unas simples piedras nos contamos historias. El problema surge cuando imponemos nuestras historias a los demás y les obligamos a escucharlas como si fueran verdades enraizadas. Pero si las ruinas fueran capaces de advertimos de los peligros del dominio de la tierra y de los hombres, si fuéramos capaces de advertir el peligro de credos y religiones, deberíamos tratarlas como lo que son: restos de sueños desvanecidos que nos hablan de esperanzas y temores, que nos hacen humanos. Si solamente, la política y la religión no aparecieran como negros fantasmas...
La sensación es extraña. No tenemos la sensación de estar ante o dentro una obra antigua. Nos parece más bien estar ante una réplica moderna, o un fraude.
Los conjuntos que son tratados de este modo siguen estando activos. Son santuarios e imágenes de culto hacia los que se vierte la devoción de los fieles. En tanto que sedes divinas, ¿por qué habría que dejarlas en estado ruinoso, respetando pinturas y ornamentos antiguos, necesariamente gastados, desconchados o rotos? ¿Acaso una casa habitada no se cuida, no se renueva? ¿A quien gusta morar entre ruinas?
Las culturas antiguas -occidentales, al menos- tampoco preservaron las ruinas de ciudades y monumentos. Una ruina debía ser reparada de inmediato. El edificio se podía ampliar, cambiar de lugar, reorientar, o reconstruir de manera idéntica al anterior. Pero nunca se dejaba en estado ruinoso, pese a la calidad que el edificio original podía tener. Tras la destrucción del acrópolis por los Persas, Pericles ordenó la reconstrucción del santuario. Las ruinas fueron recogidas y enterradas, y un proyecto muy distinto fue construido. Ni siquiera se respetó el emplazamiento del templo destruido.
Las únicas ruinas que no se tocaban eran las que señalaban un lugar maldito. Los dioses habían decidido la caída de una ciudad, un santuario, un palacio, la ruina de un estado, ayudando a los enemigos a conquistar ciudades y territorios, y los vencidos nada podían hacer. Tenían que abandonar las ciudades en ruinas porque los dioses les habían abandonado. La reconstrucción no solo era inútil sino hubiera sido percibida como una afrenta por los dioses, al menos mientras los vencidos no pusieran remedio a las faltas que sin duda habían cometido y que habían desencadenado la ira del cielo.
Las ruinas griegas, romanas, pero también mesopotámicas despertaron el interés de algunos viajeros a partir de la Alta Edad Media en Occidente y el Próximo Oriente. Mas la visión de las ruinas provocaba placer, sin duda, ético y no estético. Las ruinas significaban la derrota de los dioses paganos ante el dios verdadero. Pertenecían al César. Eran necesarias como símbolo del poder del nuevo dios. No merecían ningún cuidado.
A partir del siglo XVI, el juicio que merecían las ruinas -casi siempre romanas- cambió. Seguían siendo consideradas como manifestaciones paganas, pero también como de una edad de oro vencida por el tiempo. Las ruinas fueron un símbolo moral sobre el destructor paso del tiempo que derribaba las más altas torres, sobre la fugacidad, la vanidad de la vida. Como las calaveras y los esqueletos, advertían a los hombres de lo que les aguardaba. Debían ser preservadas, sin duda, para que nadie se olvidara de su humana condición, y de la lejanía divina.
En verdad, el gusto por las ruinas es moderno. Quizá fuera Napoleón quien cambió el aprecio por los fragmentos del pasado. Su aprecio no estaba exento de connotaciones morales también. Las ruinas egipcias, sobre todo a finales del siglo XVIII, mantenían cierto porte. Los egipcios habían logrado sobreponerse a la historia. Daban una lección, que Napoleón quería proseguir.
El verdadero sentimiento por las ruinas nace en el siglo XIX. Seguramente no es casual que coincidiera con el nacimiento del nacionalismo que equiparaba nación, raza, cultura, religión y lengua. Las ruinas, en este caso, daban fe del poder legitimo ejercido por unos hombres sobre una tierra -y sobre otros hombres. El colonialismo también estuvo en la raíz del gusto por las piedras gastadas. Cada nación se otorgaba unas raíces que debían ser preservadas, exaltadas o inventadas. Los yacimientos tenían que lucir esplendorosos. No cabía ninguna nostalgia, sino el orgullo de ser los herederos de esos pueblos que levantaron piedra sobre piedra y que probaban que la tierra pertenecía desde la noche de los tiempos a quien la ocupaba - la noción de autoctonía no era nueva, sin embargo: ya la habían cultivado los atenienses y los espartanos para legitimar el rechazo de los extranjeros.
Las ruinas son una construcción política. Se preservan o se destruyen en función de intereses políticos. Los restos de la Barcelona del siglo XVIII bombardeada cuando la Guerra de Sucesión, hallados cuando las obras olímpicas, fueron rápidamente barridas, hoy exaltadas, sin embargo. Del mismo modo, la restauración de las ruinas del monasterio de Sant Pere de Rodas echó abajo los restos barrocos y renacentistas para destacar tan solo los medievales porque la Edad Media es juzgada como la edad fundacional -inventada, legendaria, y por tanto menos inmune al análisis.
Todas las ruinas responden a un imaginario. Las misiones arqueológicas van levantando y estudiando los sucesivos niveles de ocupación, desde los más recientes hasta los "primeros". Pero el estudio de cada nivel implica la destrucción de todos los que le han sucedido. La restauración y preservación de unas ruinas se realiza a costa de la destrucción de todo lo que no casa con la imagen que nos hacemos del supuesto momento de esplendor de unos restos. Pocos yacimientos fueron abandonados súbitamente. Han sido necesarios cataclismos como explosiones volcánicas que han sepultado y congelado ciudades para evitar que las ruinas, desaparecidas de la faz de la tierra, fueran ocupadas durante mucho tiempo. Todo el centro de Roma, ya en ruinas, sirvió de estructura para modestas casas medievales y renacentistas. De algún modo, los edificios en ruinas seguían teniendo cierto sentido. Aun podían servir. El estudio de la Roma imperial conllevó la destrucción de la ciudad medieval asentada entra las ruinas. Y las ruinas lucieron, muertas. Solo se preservó lo que exaltaba el poder imperial. Ni siquiera construcciones tardo-antiguas fueron respetadas. Oscurecían el mármol de la Gran Roma -cuya recuperación, en manos de Mussolini, tenía como fin asentar el poder del dictador, equiparado con el de los emperadores, presentados como los antecesores de Mussolini.
Las ruinas se construyen y se destruyen en función de lo que se quiere contar. Cada época percibe el pasado bajo un determinado filtro. Las ruinas son un medio dúctil ante las fabulaciones históricas. Las piedras no protestar. Si la historia es una losa, las ruinas deberían desaparecer. Aunque, seguramente, su caída final nos arrastraría, Somos humanos porque fabulamos, porque a partir de unas simples piedras nos contamos historias. El problema surge cuando imponemos nuestras historias a los demás y les obligamos a escucharlas como si fueran verdades enraizadas. Pero si las ruinas fueran capaces de advertimos de los peligros del dominio de la tierra y de los hombres, si fuéramos capaces de advertir el peligro de credos y religiones, deberíamos tratarlas como lo que son: restos de sueños desvanecidos que nos hablan de esperanzas y temores, que nos hacen humanos. Si solamente, la política y la religión no aparecieran como negros fantasmas...
domingo, 20 de noviembre de 2016
YAYSIR BATNIJI (1966): WATCHTOWERS (TORRES DE VIGÍA, 2008)
Veintiséis fotografías documentales, en blanco y negro, dedicadas a torres de vigía construidas para controlar la frontera palestino -israelí desde Israel, así como el territorio palestino desde el interior.
Todas se componen del mismo modo. Se asemejan a fichas policiales.
Vistas de cerca, se descubren que la mayoría son borrosas, los grises tristes. Las fotografías no pudieron ser tomadas por Yaysir Batniji, nacido en Gaza, impedido de entrar en territorio palestino, sino por un fotógrafo local a quien se prohibió utilizar una cámara de placa y un trípode.
Se esperarían sofisticados sistemas de control. Las torres -que apenas destacan- parecen casi ruinas, precarias construcciones casi abandonadas, que se confunden con torres eléctricas enmarañadas de cables -y sin embargo están siempre al acecho.
sábado, 19 de noviembre de 2016
La destrucción de las imágenes
Tanto en Egipto como en Mesopotamia, la talla o el moldeado de una estatua no estaba completo si no se procedía a una última actuación: la apertura de la boca y de los ojos.
La intervención consistía en un ritual durante el cual un sacerdote rasgaba suavemente los órganos de la imagen seguramente con un cuchillo afilado. La acción no dejaba huellas visibles. A partir de entonces, a estatua cobraba vida, se erigía y podía recibir ofrendas a cambio de la protección o maldición que aseguraba.
Este rito se oponía al de la destrucción de estatuas: una destrucción que no era el fruto de rapiña o de guerras -el robo, rapto o destrucción de imágenes tenía como fin anular la protección que los dioses concedían al enemigo- sino que formaba parte de su elaboración. Una estatua completa infundía miedo. En cualquier momento podía animarse. Por eso, se cubrían o se reemplazan los ojos con conchas, se cubría la boca, se la cegaba o se le arrancaba los ojos, o se la decapitaba o mutilaba, a fin de tener la efigie bajo control. Ésta podría seguir cumpliendo su función protectora o mediadora pero no podría rebelarse contra el clan que la había erigido.
Estos rituales, comunes en sociedades antiguas o "tradicionales" siguen vigentes en sociedades "avanzadas" en el siglo XXI. Desde las ofrendas, los contactos con estatuas en cualquier cultura -evoquemos las largas colas que se forman ante la estatua negra de la Virgen del Monasterio de Montserrat cerca de Barcelona para besarla -o ¿besar a la madre del hijo de(l) dios cristiano?-, los paseos en procesiones de tallas vestidas, los vítores o los insultos dirigidos a éstas, hasta la saña con la que son destruidas estatuas que representan (que ¿son?) a dioses o humanos con los que no se identifican quienes queriendo atentar contra la figura representada, dañan o destruyen su representación -una acción iconoclasta que se ha dado desde siempre.
Estas acciones tanto ensalzadoras cuanto destructivas reflejan el fracaso de la teoría del arte que empezó a definirse en Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta visión sostenía que una obra de arte tenía una existencia relativamente independiente tanto de nosotros como de lo que representaba. No podía ser considerada como una mediadora con el modelo figurado, ni podía tener influencia alguna sobre los humanos. No respondía a ninguna función precisa, no cumplía ningún fin. Se trataba de una creación humana libre, no gratuita o caprichosa, pero cuya razón de ser no podía ser claramente enunciada. Aunque tenía sentido, no se podía hallar una razón explícita sobre su creación. Por esto mismo, poco o nada podíamos esperar de las imágenes si bien éstas no dejaban de ser fascinantes, aunque la fascinación que ejercían no satisfacía ningún deseo ostensible nuestro. Las imágenes nos gustaban porque si, por si mismos, pero no colmaban ningún deseo o carencia nuestro. Incluso, si respondían a una necesidad conocida, no podían ser consideradas obras de arte sino bienes de consumo u objetos funcionales. Una obra de arte tenía una misión pero esta no estaba definida.
Esta concepción de la obra de arte implicaba que la relación con la misma fuera desinteresada. El arte satisfacía pero se podía vivir sin él. Tampoco se sabía qué satisfacía. No molestaba, pero no era necesario. Ampliaba nuestra visión del mundo sin que hubiéramos sentido dicha necesidad ni hubiéramos respondido a ésta con lo que hubiera podido cubrir aquélla. El arte era agradecido, se agradecía, era agradable, pero no necesitábamos sus agrados aunque los aceptábamos. El arte implicaba cierta generosidad por nuestra parte: no lo rechazábamos y vivíamos mejor con él, pero éste no tenía la misión de mejorarnos la vida.
Esta visión tan distante, tan puritana, a veces -que llevaba a rechazar obras que causaran placer aunque se aceptaban obras placenteras que no respondieran a ningún capricho nuestro-, logró que se definieran unos objetos distintos de los fetiches mágicos y de los objetos meramente funcionales o educativos. Objetos que tenían "magia" pero no eran mágicos, y que nos servían aunque no tuviéramos ninguna necesidad de que nos sirvieran. Pero este logro fue de corta durada o no existió nunca. No estamos preparados para mirar desprejuiciadamente a un objeto. De inmediato, o no nos interesa y no le prestamos ninguna atención, como si fuera un objeto inútil -y por tanto fracasado, como si no hubiera logrado responder a un fin determinado (cuando, por el contrario, se consideraba que una obra de arte no podía responder a nada aunque no fuera gratuita)-, o nos motiva, nos excita o nos indigna, lo que nos puede llevar a querer destruir la imagen porque no soportamos lo que representa. Aun hoy, seguimos viendo a las imágenes -tanto naturalistas o en las que reconocemos a lo que representan, como las abstractas como simples piedras que son consideradas sedes de fuerzas sobrenaturales como la piedra negra de la Meca o el santo sepulcro- como representantes de poderes o fuerzas que apreciamos o despreciamos, objetos que se autentifican tanto con lo que muestran que acaban siendo confundidas con los modelos.
Tal, seguramente, es el poder de las imágenes -y la fuerza que las condena a su trágico fin.
La intervención consistía en un ritual durante el cual un sacerdote rasgaba suavemente los órganos de la imagen seguramente con un cuchillo afilado. La acción no dejaba huellas visibles. A partir de entonces, a estatua cobraba vida, se erigía y podía recibir ofrendas a cambio de la protección o maldición que aseguraba.
Este rito se oponía al de la destrucción de estatuas: una destrucción que no era el fruto de rapiña o de guerras -el robo, rapto o destrucción de imágenes tenía como fin anular la protección que los dioses concedían al enemigo- sino que formaba parte de su elaboración. Una estatua completa infundía miedo. En cualquier momento podía animarse. Por eso, se cubrían o se reemplazan los ojos con conchas, se cubría la boca, se la cegaba o se le arrancaba los ojos, o se la decapitaba o mutilaba, a fin de tener la efigie bajo control. Ésta podría seguir cumpliendo su función protectora o mediadora pero no podría rebelarse contra el clan que la había erigido.
Estos rituales, comunes en sociedades antiguas o "tradicionales" siguen vigentes en sociedades "avanzadas" en el siglo XXI. Desde las ofrendas, los contactos con estatuas en cualquier cultura -evoquemos las largas colas que se forman ante la estatua negra de la Virgen del Monasterio de Montserrat cerca de Barcelona para besarla -o ¿besar a la madre del hijo de(l) dios cristiano?-, los paseos en procesiones de tallas vestidas, los vítores o los insultos dirigidos a éstas, hasta la saña con la que son destruidas estatuas que representan (que ¿son?) a dioses o humanos con los que no se identifican quienes queriendo atentar contra la figura representada, dañan o destruyen su representación -una acción iconoclasta que se ha dado desde siempre.
Estas acciones tanto ensalzadoras cuanto destructivas reflejan el fracaso de la teoría del arte que empezó a definirse en Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta visión sostenía que una obra de arte tenía una existencia relativamente independiente tanto de nosotros como de lo que representaba. No podía ser considerada como una mediadora con el modelo figurado, ni podía tener influencia alguna sobre los humanos. No respondía a ninguna función precisa, no cumplía ningún fin. Se trataba de una creación humana libre, no gratuita o caprichosa, pero cuya razón de ser no podía ser claramente enunciada. Aunque tenía sentido, no se podía hallar una razón explícita sobre su creación. Por esto mismo, poco o nada podíamos esperar de las imágenes si bien éstas no dejaban de ser fascinantes, aunque la fascinación que ejercían no satisfacía ningún deseo ostensible nuestro. Las imágenes nos gustaban porque si, por si mismos, pero no colmaban ningún deseo o carencia nuestro. Incluso, si respondían a una necesidad conocida, no podían ser consideradas obras de arte sino bienes de consumo u objetos funcionales. Una obra de arte tenía una misión pero esta no estaba definida.
Esta concepción de la obra de arte implicaba que la relación con la misma fuera desinteresada. El arte satisfacía pero se podía vivir sin él. Tampoco se sabía qué satisfacía. No molestaba, pero no era necesario. Ampliaba nuestra visión del mundo sin que hubiéramos sentido dicha necesidad ni hubiéramos respondido a ésta con lo que hubiera podido cubrir aquélla. El arte era agradecido, se agradecía, era agradable, pero no necesitábamos sus agrados aunque los aceptábamos. El arte implicaba cierta generosidad por nuestra parte: no lo rechazábamos y vivíamos mejor con él, pero éste no tenía la misión de mejorarnos la vida.
Esta visión tan distante, tan puritana, a veces -que llevaba a rechazar obras que causaran placer aunque se aceptaban obras placenteras que no respondieran a ningún capricho nuestro-, logró que se definieran unos objetos distintos de los fetiches mágicos y de los objetos meramente funcionales o educativos. Objetos que tenían "magia" pero no eran mágicos, y que nos servían aunque no tuviéramos ninguna necesidad de que nos sirvieran. Pero este logro fue de corta durada o no existió nunca. No estamos preparados para mirar desprejuiciadamente a un objeto. De inmediato, o no nos interesa y no le prestamos ninguna atención, como si fuera un objeto inútil -y por tanto fracasado, como si no hubiera logrado responder a un fin determinado (cuando, por el contrario, se consideraba que una obra de arte no podía responder a nada aunque no fuera gratuita)-, o nos motiva, nos excita o nos indigna, lo que nos puede llevar a querer destruir la imagen porque no soportamos lo que representa. Aun hoy, seguimos viendo a las imágenes -tanto naturalistas o en las que reconocemos a lo que representan, como las abstractas como simples piedras que son consideradas sedes de fuerzas sobrenaturales como la piedra negra de la Meca o el santo sepulcro- como representantes de poderes o fuerzas que apreciamos o despreciamos, objetos que se autentifican tanto con lo que muestran que acaban siendo confundidas con los modelos.
Tal, seguramente, es el poder de las imágenes -y la fuerza que las condena a su trágico fin.
miércoles, 16 de noviembre de 2016
Jugar con fuego (Bomb!)
Se acerca navidad. los fabricantes de juguetes se devanan los sesos para idear juegos instructivos.
Como ChronoBomb, por ejemplo, que explica cómo instalar y cómo desactivar una bomba.
¿Es necesario?
No, no se tiene que prohibir. Pero, ¿cómo y por qué un especialista en juguetes tiene semejante ocurrencia? ¿qué -nos- pasa? Quizá el problema -si lo hubiera- residiría en la infantilismo de la bombs convertida en un juguete "entretenido", impidiendo -o no invitando- a ninguna reflexión -aunque es posible que sea ilusorio o presuntuoso creer que una bomba de juguete pudiera dar qué pensar.
Aunque este juego se queda en pañales ante otro, coreano, más efectivo que explica cómo disfrazarse de Bin Laden -y cómo acabar con él.
Juegos de hoy.
La discusión sobre el impacto de la ficción realista sobre nosotros y nuestra visión de los demás no cesa.
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