lunes, 2 de julio de 2018
La realidad y el teatro (a cada lado del espejo)
El espacio que acogía el poder judicial en la ciudad-estado de Atenas, donde tenían lugar los debates judiciales, tenía la misma estructura arquitectónica que un teatro: gradas en semi-círculo, abiertas como un abanico, a un lado de una plataforma central.
El cine y la televisión han jugado a menudo -es un lugar común- con la teatralización de los juicios, a los que asiste el público, en los que fiscales, jueces y abogados cumplen con su papel (una palabra que remite directamente al arte de la interpretación).
Del mismo modo, las aulas universitarias, sobre todo en los siglos XIX y XX, antes del temible dominio de las llamadas "aulas de prácticas", también se han dispuesto, a menudo, como espacios teatrales. La palabra con las que se denominan dichos espacios, anfiteatros, ya evoca bien el carácter teatral de lo que acontece en clase, con el profesor hablando y gesticulando en la tarima a la vista de los estudiantes dispuestos en gradas semi-circulares.
La justicia y la enseñanza, que buscan ambas la verdad, y en las que ésta se alcanza tras un debate -del profesor consigo mismo y con los estudiantes, de los fiscales, abogados y jueces- se desarrollan en espacios que recuerdan o que imitan teatros griegos o romanos.
Los espacios "reales" y "teatrales", los dominios de la realidad y de la ficción, pueden, pues, acoger acciones muy parecidas que tienen como fin debatir y hallar "la verdad".
Sin embargo, la relación entre la crónica y la ficción, entre la historia y la fábula, es más compleja de lo que parece. Debo esta lúcida observación a la profesora de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, Mónica Sambade.
Comentaba la obra de teatro Falsestuff, de Nao Albet y Marcel Borrás,, actualmente en cartel en el Teatro Nacional de Cataluña (TNC) en Barcelona. La obra es una ficción. Pero incluye un debate o coloquio entre los actores y un moderador. Este acto se sitúa entre la interpretación y la exposición. Una parte del texto está escrito, al igual que el resto de la obra, y pertenece al mundo de la ficción. Otra, por el contrario, expone historias o hechos verídicos. El debate suma dos modalidades comunicativas: la conferencia y la interpretación actoral. Los ponentes son actores y son profesores al mismo tiempo. Asumen un doble papel: es decir, en tanto que la palabra o el concepto de "doble" remite al mundo de la ilusión y el engaño, aquéllos juegan con la credulidad del público asistente.
Dicho coloquio semi-ficticio se inicia con una breve exposición por parte de uno de los participantes (el moderador, sea un actor o no). Esta exposición narra unos hechos históricos. Éstos son ciertos. Algunos han acontecido recientemente y pueden ser comprobados. La exposición es una crónica casi periodística, el enunciado de unos datos verificables. Mas, esta comunicación acontece en un escenario teatral. Observaba Mónica Sambade, acostumbrada a dar y recibir clases, que, mientras que estos mismos hechos, expuestos del mismo modo, son plenamente aceptados como ciertos en una aula, en el teatro se convierten en ficticios. No son "creíbles" -aunque su enunciación sea "teatralmente" eficaz.
Se descubre así que el teatro tiene la capacidad de exponer como "verdaderos" hechos imaginarios, mientras que la historia se vuelve ficción en el escenario. La verdad histórica se tiñe o se convierte en una fábula. Nadie se cree que lo que se cuenta sea cierto. Parece un texto literario. Por el contrario, nadie duda de la existencia, durante todo el tiempo de la representación, de la existencia o, mejor dicho, de la presencia de personajes, convertidos en personas. como Edipo, Hamlet, Don Juan o El Misántropo. La trágica historia de Edipo o de Ifigenia son percibidas como ciertas. Lo son mientras acontecen en el espacio teatral. Asumimos que acontecen en otro mundo -el espacio tras el telón o el espejo, el espacio que la escena constituye-, pero no dudamos que allí tienen lugar "verdaderamente". Y sufrimos o gozamos -sentimos la piedad y el temor que Aristóteles enunciara- ante lo que ocurre a los personajes, ante lo que viven; y sus vivencias, trágicas y patéticas, las sentimos como nuestras.
No ocurre lo mismo con la exposición de hechos históricos en el teatro. La capacidad fabuladora del mismo, la potencia del mundo que encapsula, transforma radicalmente lo que acontece o se expone, y la historia deja de ser creíble. Se convierte en parte de la ficción. Ficción que se percibe como verdadera en el espacio del teatro, dentro de la lógica del teatro, pero no como verdadera en el mundo profano donde nos hallamos.
El teatro crea su verdad, transforma la ficción en verdad, pero también desarma la verdad cotidiana y la integra en la urdimbre de su ficción.
Este hecho, del que los autores de la obra Falsestuff son sin duda conscientes, acrecienta el perverso juego -tan atractivo y complejo- al que se dedican.
Agradecimientos a Mónica Sambade por su observabión
Y a Nao Albet y Marcel Borrás por la invitación a cruzar el espejo
sábado, 30 de junio de 2018
Arte e ilusión (de ilusiones se vive)
El guijarro de Makapansgat es una piedra en el zapato de la historia y la teoría del arte. Desafía todas las explicaciones. No se logra una interpretación convincente ni plausible. Está datado de unos tres millones quinientos mil años. Se encontró en un desierto de África del Sur. Alrededor suyo, en una área extensísima, no se halla piedra alguna. Y no es un meteorito. La piedra ha sido transportada desde lejos. Hace millones de años, el desierto tenía un aspecto y unas condiciones parecidos al de hoy. No hubo corrientes de agua capaces de desplazar este guijarro desde dónde procede hasta este lugar -un solo guijarro, además, algo inexplicable o imposible. Se sabe de dónde proviene. Su lugar de procedencia se encuentra a centenares de quilómetros, en una zona rocosa. El transporte, no puede, haber tenido causas "naturales", casuales o inintencionadas.
El aspecto del guijarro es revelador. Una de las caras presenta tres hendiduras. Juntas configuran lo que parece un rostro humano. Estas hendiduras son naturales, fruto de la erosión. Lo que no es "natural" es la ubicación de la piedra. La única explicación posible es que haya sido desplazada por un homínido, un australopiteco. ¿Por qué? Razones funcionales no parecen existen. No se halla explicación alguna al transporte durante meses de una piedra no tallada que no sirve como silex: los cantos son romos. No tiene ninguna función práctica. Por otra parte, su peso debía lastrar el desplazamiento. ¿Por qué llevarla pues? La explicación más sugerente -y evidente, por ahora- es que el homínido reconoció una cara, quizá incluso su cara. Es decir, fue capaz de proyectarse en la piedra o de reconocer en una formación natural rasgos humanos. Lo inexplicable es que hasta entonces no se creía -y aún no se cree- que un homínido tuviera esa capacidad.
Fue Leonado de Vinci quién enunció qué era la pintura y las recomendaciones a un joven pintor. Tenía que dejar ir la imaginación, y contemplar las manchas en una roca -las manchas del musgo, por ejemplo- o las variadas formaciones de las nubes. Echado de espaldas en la tierra, podría, sin pensar en nada, descubrir todo un universo en el paso, lento o acelerado, de las nubes. Éstas le sugerirían, al igual que los colores y formas de las rocas, composiciones inéditas que podría plasmar en un boceto, y luego en un cuadro.
La pintura nacería de la capacidad del hombre de ordenar manchas y de descubrir formas estructuradas, formas naturales e intencionada, en los caprichos de la naturaleza, entendida como un lenguaje secreto -como ya ocurría en China- o como formas capaces de activar la imaginación que se proyectaría en dichas formas.
Un cuadro o una estatua no son representaciones y menos son entes o seres. Son un conjunto de pinceladas o de trazos dispuestos sobre una superficie plana (una tela, una tabla, una piedra), piedras talladas o masas de bronce. Una obra de arte es una suma de materiales, ordenados o no (el pintor abstracto Jackson Pollock velaba para que ninguna forma reconocible emergiera de la superposición de manchas que dejaba gotear en la tela -aunque no lo logró).
Somos nosotros los espectadores quienes dotamos de formas inteligibles, y de contenido, las manchas y las trazas que percibimos.
Esta capacidad innata humana de ver lo que no existe se da en diversas acciones o manifestaciones. La religión quizá sea la más poderosa o clara. El hombre es capaz de percibir y de creer en lo que no existe. Ve apariciones, oye voces donde solo existen sonidos, formas, luces y sombras, y colores. Y lo que ve tiene sentido. Cree que puede establecer un diálogo con estos entes. Cree incluso que esas apariciones tienen sentido y son portadoras de mensajes. La vida humana está determinada por telas, colores, formas, como bien descubrimos aun hoy en día (véase lo que ocurre en diversas regiones europeas, incluso tan cercanas que vivimos en ellas). Himnos y banderas que nos conforman, nos ordenan. Como si existieran objetivamente.
Existe una diferencia, sin embargo, entre la religión (y la magia), y el arte. En un caso, creemos a pies juntillas en la existencia de dioses, héroes (y patrias) -y cualquier expresión de duda lleva a la exclusión o la destrucción de quien no tiene fe, de quien no cree en apariciones e ilusiones y, como el niño del cuento, manifiesta de viva voz, que el rey está desnudo. Por el contrario, sabemos que una pintura no es sino una suma de pigmentos y barnices aplicados (casual o intencionadamente, ya que el azar puede jugar un papel en la creación artística) sobre una superficie. Pero nos gusta creer que la pintura no es solo eso, que es o que encierra algo más. Sabemos que los cuentos no cuentan la verdad. Pero nos dejamos embaucar con gusto. Nos gusta que nos cuenten, nos canten o nos muestren una y otra vez una misma imagen verbal, musical o plástica.
No sabemos si el arte vence nuestra incredulidad o si voluntariamente la suspendemos para poder tener el placer de creer en formas y seres que sabemos no existen -y que no soportaríamos si existieran en la realidad-, pero nos entregamos al mundo que el arte nos ofrece, cruzamos sin problemas el espejo.
Caminemos alrededor de un retrato de frente: ¿no tenemos la sensación que la figura nos mira y nos sigue con la mirada? Sabemos que la figura son manchas sobre lienzo, papel o tabla, pero no dejamos de tener la sensación de que está viva.
Aunque ¿quien nos asegura que la ilusión no sea la creencia en el carácter inerte de la obra -como enuncia la ciencia- sino la creencia que ésta, objetivamente, no está viva?.... ¡Ah, la buena fe y la fe del carbonero... Tener ilusiones nos mantiene en vida. Hacerse ilusiones seguramente también. Entre el canto y el desencanto existe una gama casi infinita de reacciones ente lo que nos rodea -ante lo que consideramos o creemos que existe para nosotros. El arte nos acerca -o nos aleja, por suerte- del prosaísmo natural, y nos hace creen que el mundo tiene un sentido.
viernes, 29 de junio de 2018
LIZ PHAIR (1967): GIRL´S ROOM (1998)
Girls' Room - Liz Phair from Annie Martens on Vimeo.
Sobre esta enigmática gran cantante norteamericana, véase su página web
Sobre esta enigmática gran cantante norteamericana, véase su página web
Falsificación (Falsestuff)
Falsestuff, brillante obra de teatro de Nao Albet y Marcel Borrás (autores, actores y directores), estrenada ayer en el TNC de Barcelona -en cartelera hasta el 15 de julio-, versa sobre la falsificación en el arte, en concreto en el teatro.
La obra se acompaña de su propia explicación. Un breve coloquio, al final de la obra, enuncia y aclara algunas de las claves y algunos conceptos que estructuran el texto.
El coloquio, tal como lo han ideado los autores, se inicia con una anécdota -que puede cambiar en según qué función- y una parte común. Versa sobre los conceptos de originalidad y genio.
Hoy, viernes, la breve explicación teórica, podría enunciarse así:
¿Quién es el mayor timador en el mundo del arte? ¿Elmyr del Hory, que falsificó decenas de firmas modernas, a quien el cineasta Orson Welles dedicó su mejor obra, un documental titulado, precisamente Fraude? El mismo Welles, responsable del mayor, mejor y más terrorífico falso reportaje radiofónico que documentaba en directo una invasión alienígena, causando el pánico. Las carreteras norteamericanas se colapsaron por la huida en desbandada de ciudadanos aterrorizados en los años 30? ¿Salvador Dalí, que firmaba hojas en blanco y que rellenaban colaboradores suyos? ¿El desconocido autor del mayor y más enigmático fraude arqueológico: las célebres calaveras de cristal aztecas, protagonistas de una película de Indiana Jones? ¿El posible escultor modernista de la Dama de Elche ibérica? ¿Ossián, el supuesto bardo celta autor de la saga más famosa irlandesa -escrita probablemente por un poeta ingles ilustrado, James McPherson?
Todos estos autores podrían encabezar una clasificación de los mejores timadores del arte, pero, sin duda, delante de ellos se situaría Miguel Ángel ¿Miguel Ángel, el artista de la Capilla Sixtina, el Juicio Final y la cúpula de la iglesia de San Pedro en el Vaticano?
Cuando Miguel Ángel inició su carrera de escultor, la estatuaria clásica, que se estaba desenterrando entre las ruinas de Roma, era considerada como la culminación del arte. Desde entonces, el arte había ido decayendo, no solo durante la Edad Media sino incluso en los albores del Cuatrocientos. Era casi imposible destacar. La estatuaria moderna palidecía ante la clásica, no interesaba. Fue entonces cuando el genio de Miguel Ángel brilló más que nunca. Esculpió un busto heroico en mármol, lo enterró en los jardines del Vaticano donde sabía que sería sacado a la luz. La supuesta estatua antigua deslumbró. No se había visto nada igual.
Podríamos pensar que Miguel Ángel actuó como ocurría en la antigüedad. En efecto, son innumerables las copias idénticas de una misma obra. Pero, antiguamente, los escultores se dedicaban a reproducir obras maestras, incluso se copiaban a sí mismos. La razón era sencilla: una obra maestra era insuperable. Debía, por tanto, ser reproducida a la perfección. Cualquier variación era percibida como una muestra de impericia técnica o de mala educación. Los copistas no pretendían rivalizar con los maestros -que también eran copistas-, ni querían ser reconocidos. Lo que contaba era la obra, no el nombre del artista. Éste tenía que crear una obra admirable, pero no necesariamente reconocible. El tema y las factura, que no la firma, contaban. Ni siquiera se sabía siempre quien era el autor de ciertas obras consideradas maestras y reproducidas indefinidamente.
Miguel Ángel, por el contrario, sí quiso ser reconocido. Quería mostrar que era tan buen artista como los maestros de la antigüedad, y que el arte antiguo no era necesario, ya que él podía ser el origen y el desarrollo de la historia del arte.
La diferencia radicaba en la aceptación del concepto de genio, a partir de mediados del siglo XVI, plenamente asumido siglo y medio más tarde. La noción de genio, que se equiparó a la de artista, implicaba que una obra debía ser original, distinta de la obra de cualquier otro artista. Un artista no podía parecerse a ningún otro, sino a sí mismo. Su manera de componer lo definía. Una obra era –es- valiosa, mientras reflejase el estilo personal de un creador.
(Si acuden a ver la obra podrán comprobarlo)
La obra se acompaña de su propia explicación. Un breve coloquio, al final de la obra, enuncia y aclara algunas de las claves y algunos conceptos que estructuran el texto.
El coloquio, tal como lo han ideado los autores, se inicia con una anécdota -que puede cambiar en según qué función- y una parte común. Versa sobre los conceptos de originalidad y genio.
Hoy, viernes, la breve explicación teórica, podría enunciarse así:
¿Quién es el mayor timador en el mundo del arte? ¿Elmyr del Hory, que falsificó decenas de firmas modernas, a quien el cineasta Orson Welles dedicó su mejor obra, un documental titulado, precisamente Fraude? El mismo Welles, responsable del mayor, mejor y más terrorífico falso reportaje radiofónico que documentaba en directo una invasión alienígena, causando el pánico. Las carreteras norteamericanas se colapsaron por la huida en desbandada de ciudadanos aterrorizados en los años 30? ¿Salvador Dalí, que firmaba hojas en blanco y que rellenaban colaboradores suyos? ¿El desconocido autor del mayor y más enigmático fraude arqueológico: las célebres calaveras de cristal aztecas, protagonistas de una película de Indiana Jones? ¿El posible escultor modernista de la Dama de Elche ibérica? ¿Ossián, el supuesto bardo celta autor de la saga más famosa irlandesa -escrita probablemente por un poeta ingles ilustrado, James McPherson?
Todos estos autores podrían encabezar una clasificación de los mejores timadores del arte, pero, sin duda, delante de ellos se situaría Miguel Ángel ¿Miguel Ángel, el artista de la Capilla Sixtina, el Juicio Final y la cúpula de la iglesia de San Pedro en el Vaticano?
Cuando Miguel Ángel inició su carrera de escultor, la estatuaria clásica, que se estaba desenterrando entre las ruinas de Roma, era considerada como la culminación del arte. Desde entonces, el arte había ido decayendo, no solo durante la Edad Media sino incluso en los albores del Cuatrocientos. Era casi imposible destacar. La estatuaria moderna palidecía ante la clásica, no interesaba. Fue entonces cuando el genio de Miguel Ángel brilló más que nunca. Esculpió un busto heroico en mármol, lo enterró en los jardines del Vaticano donde sabía que sería sacado a la luz. La supuesta estatua antigua deslumbró. No se había visto nada igual.
Podríamos pensar que Miguel Ángel actuó como ocurría en la antigüedad. En efecto, son innumerables las copias idénticas de una misma obra. Pero, antiguamente, los escultores se dedicaban a reproducir obras maestras, incluso se copiaban a sí mismos. La razón era sencilla: una obra maestra era insuperable. Debía, por tanto, ser reproducida a la perfección. Cualquier variación era percibida como una muestra de impericia técnica o de mala educación. Los copistas no pretendían rivalizar con los maestros -que también eran copistas-, ni querían ser reconocidos. Lo que contaba era la obra, no el nombre del artista. Éste tenía que crear una obra admirable, pero no necesariamente reconocible. El tema y las factura, que no la firma, contaban. Ni siquiera se sabía siempre quien era el autor de ciertas obras consideradas maestras y reproducidas indefinidamente.
Miguel Ángel, por el contrario, sí quiso ser reconocido. Quería mostrar que era tan buen artista como los maestros de la antigüedad, y que el arte antiguo no era necesario, ya que él podía ser el origen y el desarrollo de la historia del arte.
La diferencia radicaba en la aceptación del concepto de genio, a partir de mediados del siglo XVI, plenamente asumido siglo y medio más tarde. La noción de genio, que se equiparó a la de artista, implicaba que una obra debía ser original, distinta de la obra de cualquier otro artista. Un artista no podía parecerse a ningún otro, sino a sí mismo. Su manera de componer lo definía. Una obra era –es- valiosa, mientras reflejase el estilo personal de un creador.
Toda vez que, desde entonces, un creador es más apreciado -y sus obras más
deseadas por marchantes, galerías, museos y coleccionistas, y más caras-, si su
obra es perfectamente reconocible, el estilo define a un artista. Éste no puede apartarse de lo que lo caracteriza so pena de ser considerado un diletante o un superficial.
Por tanto cabe la tentación de imitar su estilo.
Quienes no triunfan pueden hacerlo copiando el estilo de los
triunfadores. Su acción también es una venganza: demuestra lo equivocado que
está el mercado encumbrando a artistas mientras niega el pan y el agua a
quienes son capaces de reproducir el estilo de los artistas adulados, de
engañar a los especialistas.
¿Acaso una parte importante de las obras de los museos de
arte antiguo y moderno, sobre todo en los Estados Unidos, no son falsos?
Pero si la copia –y el engaño que suscita cuando la copia se
confunde con la obra de otro artista más valorado- son posibles y comunes en
las artes plásticas, literarias y musicales –cuantas obras se atribuyen a
Mozart que no son suyas-, ¿ocurre lo mismo en las artes performativas, en el
teatro, por ejemplo? ¿Se pueden falsificar?
(Si acuden a ver la obra podrán comprobarlo)
jueves, 28 de junio de 2018
NAO ALBERT (1990) & MARCEL BORRÀS (1989): FALSESTUFF (TNC, BARCELONA, 2018)
Confío en no desvelar demasiados secretos.
Falsestuff (la nueva obra de teatro de Nao Albet y Marcel Borrás, que se estrena hoy en el Teatro Nacional Catalán TNC, en Barcelona, hasta el 15 de julio, en la que Tocho interviene brevemente) es el mundo de Falstaff, el cómico personaje de varias obras de Shakespeare, un burlador que, mediante engaños, logra sobrevivir y salir indemne de las situaciones más comprometidas. Falsestuff trata el tema del "false stuff": la falsedad de la obra de arte y en el arte: la obra como engaño, y el engaño que reina en el mundo del arte, sin que la frontera entre el engaño del arte y el engaño en el arte esté claramente definida, exista "en verdad". Falstaff es un farsante y un cómico que recurre a trucos, un pícaro y un personaje trágico a la vez que cuenta historias, en el doble sentido de la palabra. Falstaff simboliza al teatro, y al teatro de Shakespeare en particular, que es un reflejo de la vida, en la que la comedia y el patetismo corren de parejo.
Falsestuff trata un mismo tema -el engaño como una de las bellas artes, un mundo donde se cuece el engaño, debido a nuestra credulidad, un mundo próximo al de la religión, en la que creemos "de buena fe", precisamente porque quienes nos hacer creer en entes y seres que solo existen en nuestra imaginación "actúan" de "mala fe"-, cuya falsedad ya se pone de manifiesto al expresarse por medio de distintos géneros que cuentan la misma historia desde ángulos muy distintos.
El mito moderno por excelencia es el western (y el peplum, géneros del cartón piedra como muestra la obra con esas rocas gigantescas que no son pero lo parecen aunque es obvio que si lo fueran no podrían ser trasladadas a escena) -presente en la obra. Pero se trata de una falsificación de la historia. Este género cuenta historias que nunca fueron tal como se cuenta. Solo existieron, y solo existen, en el cine (y en la novela de quiosco). Es una ficción. Y el cine es la madre moderna de todas las ilusiones.
De ahí que la historia que la obra cuenta, que empieza hablando de un falsificador en una dictadura -cuyas imágenes falsas crean una ilusión de libertad -, se vuelva a contar en “clave de western”, contando en este momento la historia de un embaucador.
Por otra parte, si se cuenta una historia como si fuera la verdad -las historias de vaqueros parecen reales-, la obra también muestra una historia real que es percibida como una ficción (un nacimiento trágico de un animal cuya tragedia es juzgada como un alumbramiento feliz). La frontera entre verdad y ficción, realidad e ilusión se diluye. No se sabe si las muertes (falsas, obviamente, en la realidad) tienen que ser percibidas también como falsas en la propia historia.
La misma historia, una historia de engaños, se cuenta varias veces a través de escenas de jugadores de cartas (con las cartas manipuladas), de timadores (que engañan con monedas falsas o monedas que no existen), y de fiestas de disfraces, donde nadie es lo que parece.
Esta historia, que incluye un falso debate -siendo el debate el género por antonomasia donde se exponen verdades a través del diálogo (y en donde los ponentes se exponen), y que en este caso tiene como función remarcar que veracidad de la mentira, reforzando la ilusión de verdad-, se cuenta en un teatro, el espacio de la ilusión clásico, en el que se quiere hacer creer lo que no es (como contaba Diderot), donde, además, de mezclan datos reales y ficticios, sin que sea posible determinar dónde empiezan cada uno de ellos.
La obra está en la línea de lo que Marcel Borrás y Nao Albet escriben y montan, y continúa lo que ya contaron en su obra anterior, Mammon, una obra que mezclaba realidad y ficción y utilizaba las proyecciones tanto para dotar de un carácter ilusorio la realidad (una filmación en Iraq convertida en otro cosa, una verdadera filmación en Las Vegas que parece imposible), como para dotar de veracidad una mentira.
Una nueva vuelta de tuerca al mundo de la ilusión para narrar una verdad de modo que sea soportable.
martes, 26 de junio de 2018
El anverso del decorado
Nunca había estado en medio de un escenario de teatro.
Tras un primer contacto (en la obra Falsestuff de Marcel Borràs y Nao Albert, que se inaugura en el TNC de Barcelona el 28 de junio, hasta el 15 de julio), la tramoya, hasta entonces observada desde las gradas, se percibe de manera distinta.
Un decorado es una ilusión: produce, tal es su fin, una ilusión. Se trata de un plano que simula ser un volumen. Por ejemplo -como ocurre en la obra antes citada- un telón o una planchas de madera recrean una fachada.
El decorado tiene que ser liviano. Es imprescindible que se pueda desplazar (entrar y sacar en y del escenario) lo más rápidamente posible, y con el menor esfuerzo y el menor número de operarios. Su desplazamiento tiene que realizarse en silencio, sobre raíles o con ruedas. Pero, un decorado no tiene que dar la impresión que se puede mover. Debe de parecer bien asentado, colocado en "su" lugar, el lugar que le pertenece, y del que no puede prescindir. No cabe imaginarlo en otro sitio.
Un decorado es un plano, una lámina. Se asemeja a un cuadro. Una superficie que logra crear una sensación de tridimensionalidad, por la que entran y salen los actores. Un decorado, por otra parte, estructura el espacio. Lo divide, y crea espacios exteriores e interiores. Es, al mismo tiempo, una sólida barrera o frontera, y una puerta de acceso a otro mundo. El decorado tiene presencia. Se impone, Se alza en el escenario. Condiciona, y facilita, los movimientos de los actores. Pero es una tela, o una planta: un plano. La facilidad de transporte lo define -y su capacidad de sugerir lo que no es, con medios lo más sencillos y ligeros posible.
La liviandad, empero, se sustenta -lo que se descubre cuando, desde el escenario, se mira hacia las gradas-, en una sólida y compleja estructura. Ésta es férrea. Sin el potente, trabado tensado andamiaje, el decorado no se sostendría, en todos los sentidos de la palabra. No tendría razón de ser, no tendrá lugar. No acontecería. La ilusión se apoya, descansa, sobre una trama, una armadura indestructible. La ligereza, la movilidad, exigen la dureza, la inflexibilidad de vigas y jácenas insustituibles. La parte trasera de de un decorado recuerda bien las complejas estructuras que sustentas las fachadas en las obras de restauración, cuando tan solo aquéllas se mantienen y todo disposición interior, en planta y en alzado, cambia. Un decorado -en apariencia frágil- es indestructible. Un plano exige un volumen -es la cara amable de un volumen. Una fachada es más compleja que un edificio. Su complejidad no es aparente, ni evidente. No se ve, ni se puede ver, qué oculta, qué la soporta. Tiene que dar la sensación que se mantiene sola, que está ahí, quieta, inmutable, como por arte de magia. Los trucos no se pueden descubrir. Un decorado muestra, se muestra, pero también oculta cuidadosamente todo lo que le permite sostenerse, el ejército de vigas y poleas, cables y raíles, pilares y nudos que le permiten mostrarse como un elemento que levita, como una figura en un sueño, real, muy real, e intangible, a la vez. En sí, un decorado no es nada. Pero lo que es, las nervaduras -lo que no se ve, lo que parece no existir, lo inimaginable- le permite estar allí. La cara oculta le permite brillar.
Quizá eso ocurre en otros ámbitos
Tras un primer contacto (en la obra Falsestuff de Marcel Borràs y Nao Albert, que se inaugura en el TNC de Barcelona el 28 de junio, hasta el 15 de julio), la tramoya, hasta entonces observada desde las gradas, se percibe de manera distinta.
Un decorado es una ilusión: produce, tal es su fin, una ilusión. Se trata de un plano que simula ser un volumen. Por ejemplo -como ocurre en la obra antes citada- un telón o una planchas de madera recrean una fachada.
El decorado tiene que ser liviano. Es imprescindible que se pueda desplazar (entrar y sacar en y del escenario) lo más rápidamente posible, y con el menor esfuerzo y el menor número de operarios. Su desplazamiento tiene que realizarse en silencio, sobre raíles o con ruedas. Pero, un decorado no tiene que dar la impresión que se puede mover. Debe de parecer bien asentado, colocado en "su" lugar, el lugar que le pertenece, y del que no puede prescindir. No cabe imaginarlo en otro sitio.
Un decorado es un plano, una lámina. Se asemeja a un cuadro. Una superficie que logra crear una sensación de tridimensionalidad, por la que entran y salen los actores. Un decorado, por otra parte, estructura el espacio. Lo divide, y crea espacios exteriores e interiores. Es, al mismo tiempo, una sólida barrera o frontera, y una puerta de acceso a otro mundo. El decorado tiene presencia. Se impone, Se alza en el escenario. Condiciona, y facilita, los movimientos de los actores. Pero es una tela, o una planta: un plano. La facilidad de transporte lo define -y su capacidad de sugerir lo que no es, con medios lo más sencillos y ligeros posible.
La liviandad, empero, se sustenta -lo que se descubre cuando, desde el escenario, se mira hacia las gradas-, en una sólida y compleja estructura. Ésta es férrea. Sin el potente, trabado tensado andamiaje, el decorado no se sostendría, en todos los sentidos de la palabra. No tendría razón de ser, no tendrá lugar. No acontecería. La ilusión se apoya, descansa, sobre una trama, una armadura indestructible. La ligereza, la movilidad, exigen la dureza, la inflexibilidad de vigas y jácenas insustituibles. La parte trasera de de un decorado recuerda bien las complejas estructuras que sustentas las fachadas en las obras de restauración, cuando tan solo aquéllas se mantienen y todo disposición interior, en planta y en alzado, cambia. Un decorado -en apariencia frágil- es indestructible. Un plano exige un volumen -es la cara amable de un volumen. Una fachada es más compleja que un edificio. Su complejidad no es aparente, ni evidente. No se ve, ni se puede ver, qué oculta, qué la soporta. Tiene que dar la sensación que se mantiene sola, que está ahí, quieta, inmutable, como por arte de magia. Los trucos no se pueden descubrir. Un decorado muestra, se muestra, pero también oculta cuidadosamente todo lo que le permite sostenerse, el ejército de vigas y poleas, cables y raíles, pilares y nudos que le permiten mostrarse como un elemento que levita, como una figura en un sueño, real, muy real, e intangible, a la vez. En sí, un decorado no es nada. Pero lo que es, las nervaduras -lo que no se ve, lo que parece no existir, lo inimaginable- le permite estar allí. La cara oculta le permite brillar.
Quizá eso ocurre en otros ámbitos
lunes, 25 de junio de 2018
TAYSIR BATNIJI (1966): HOME AWAY FROM HOME (HOGAR LEJOS DEL HOGAR, 2018)
La familia del fotógrafo palestino Taysir Batniji emigró a los Estados Unidos.
Tratan de crear o de recrear un hogar. Pero los ojos miran por la ventana cerrada -el cristal es un muro, transparente pero duro- con la mirada perdida, y entre los menudos recuerdos, que tratan de anclar a la familia en la realidad norteamericana, se cuelan objetos que remiten a un mundo roto, familiar y perdido. Los gestos, la misma ropa son ajenos al mundo que los acoge o tan solo los acepta. El mundo al que se entregan ya solo existe, para ello, en las páginas de los periódicos y, sin duda, en una pantalla -que los une y los separa de lo que han dejado atrás.
La presente serie fotográfica ha dado lugar a un libro de reciente publicación, y se puede contemplar en la ciudad francesa de Arles
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