viernes, 29 de junio de 2018

Falsificación (Falsestuff)

Falsestuff, brillante obra de teatro de Nao Albet y Marcel Borrás (autores, actores y directores), estrenada ayer en el TNC de Barcelona -en cartelera hasta el 15 de julio-, versa sobre la falsificación en el arte, en concreto en el teatro.
La obra se acompaña de su propia explicación. Un breve coloquio, al final de la obra, enuncia y aclara algunas de las claves y algunos conceptos que estructuran el texto.
El coloquio, tal como lo han ideado los autores, se inicia con una anécdota -que puede cambiar en según qué función- y una parte común. Versa sobre los conceptos de originalidad y genio.

Hoy, viernes, la breve explicación teórica, podría enunciarse así:

¿Quién es el mayor timador en el mundo del arte? ¿Elmyr del Hory, que falsificó decenas de firmas modernas, a quien  el cineasta Orson Welles dedicó su mejor obra, un documental titulado, precisamente Fraude? El mismo Welles, responsable del mayor, mejor y más terrorífico  falso reportaje radiofónico que documentaba en directo una invasión alienígena, causando el pánico. Las carreteras norteamericanas se colapsaron por la huida en desbandada de ciudadanos aterrorizados en los años 30? ¿Salvador Dalí, que firmaba hojas en blanco y que rellenaban colaboradores suyos? ¿El desconocido autor del mayor y más enigmático fraude arqueológico: las célebres calaveras de cristal aztecas, protagonistas de una película de Indiana Jones? ¿El posible escultor modernista de la Dama de Elche ibérica? ¿Ossián, el supuesto bardo celta autor de la saga más famosa irlandesa -escrita probablemente por un poeta ingles ilustrado, James McPherson?

Todos estos autores podrían encabezar una clasificación de los mejores timadores del arte, pero, sin duda, delante de ellos se situaría Miguel Ángel ¿Miguel Ángel, el artista de la Capilla Sixtina, el Juicio Final y la cúpula de la iglesia de San Pedro en el Vaticano?

Cuando Miguel Ángel inició su carrera de escultor, la estatuaria clásica, que se estaba desenterrando entre las ruinas de Roma, era considerada como la culminación del arte. Desde entonces, el arte había ido decayendo, no solo durante la Edad Media sino incluso en los albores del Cuatrocientos. Era casi imposible destacar. La estatuaria moderna palidecía ante la clásica, no interesaba. Fue entonces cuando el genio de Miguel Ángel brilló más que nunca. Esculpió un busto heroico en mármol, lo enterró en los jardines del Vaticano donde sabía que sería sacado a la luz. La supuesta estatua antigua deslumbró. No se había visto nada igual.

Podríamos pensar que Miguel Ángel actuó como ocurría en la antigüedad. En efecto, son innumerables las copias idénticas de una misma obra. Pero, antiguamente, los escultores se dedicaban a reproducir obras maestras, incluso se copiaban a sí mismos. La razón era sencilla: una obra maestra era insuperable. Debía, por tanto, ser reproducida a la perfección. Cualquier variación era percibida como una muestra de impericia técnica o de mala educación. Los copistas no pretendían rivalizar con los maestros -que también eran copistas-, ni querían ser reconocidos. Lo que contaba era la obra, no el nombre del artista. Éste tenía que crear una obra admirable, pero no necesariamente reconocible. El tema y las factura, que no la firma, contaban. Ni siquiera se sabía siempre quien era el autor de ciertas obras consideradas maestras y reproducidas indefinidamente.

Miguel Ángel, por el contrario, sí quiso ser reconocido. Quería mostrar que era tan buen artista como los maestros de la antigüedad, y que el arte antiguo no era necesario, ya que él podía ser el origen y el desarrollo de la historia del arte.
La diferencia radicaba en la aceptación del concepto de genio, a partir de mediados del siglo XVI, plenamente asumido siglo y medio más tarde. La noción de genio, que se equiparó a la de artista, implicaba que una obra debía ser original, distinta de la obra de cualquier otro artista. Un artista no podía parecerse a ningún otro, sino a sí mismo. Su manera de componer lo definía. Una obra era –es- valiosa, mientras reflejase el estilo personal de un creador.

Toda vez que, desde entonces, un creador es más apreciado -y sus obras más deseadas por marchantes, galerías, museos y coleccionistas, y más caras-, si su obra es perfectamente reconocible, el estilo define a un artista.  Éste no puede apartarse de lo que lo caracteriza so pena de ser considerado un diletante o un superficial.
Por tanto cabe la tentación de imitar su estilo.
Quienes no triunfan pueden hacerlo copiando el estilo de los triunfadores. Su acción también es una venganza: demuestra lo equivocado que está el mercado encumbrando a artistas mientras niega el pan y el agua a quienes son capaces de reproducir el estilo de los artistas adulados, de engañar a los especialistas.
¿Acaso una parte importante de las obras de los museos de arte antiguo y moderno, sobre todo en los Estados Unidos, no son falsos?


Pero si la copia –y el engaño que suscita cuando la copia se confunde con la obra de otro artista más valorado- son posibles y comunes en las artes plásticas, literarias y musicales –cuantas obras se atribuyen a Mozart que no son suyas-, ¿ocurre lo mismo en las artes performativas, en el teatro, por ejemplo? ¿Se pueden falsificar?


(Si acuden a ver la obra podrán comprobarlo)

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