martes, 26 de junio de 2018

El anverso del decorado

Nunca había estado en medio de un escenario de teatro.
Tras un primer contacto (en la obra Falsestuff de Marcel Borràs y Nao Albert, que se inaugura en el TNC de Barcelona el 28 de junio, hasta el 15 de julio), la tramoya, hasta entonces observada desde las gradas, se percibe de manera distinta.

Un decorado es una ilusión: produce, tal es su fin, una ilusión. Se trata de un plano que simula ser un volumen. Por ejemplo -como ocurre en la obra antes citada- un telón o una planchas de madera recrean una fachada.
El decorado tiene que ser liviano. Es imprescindible que se pueda desplazar (entrar y sacar en y del escenario) lo más rápidamente posible, y con el menor esfuerzo y el menor número de operarios. Su desplazamiento tiene que realizarse en silencio, sobre raíles o con ruedas. Pero, un decorado no tiene que dar la impresión que se puede mover. Debe de parecer bien asentado, colocado en "su" lugar, el lugar que le pertenece, y del que no puede prescindir. No cabe imaginarlo en otro sitio.

Un decorado es un plano, una lámina. Se asemeja a un cuadro. Una superficie que logra crear una sensación de tridimensionalidad, por la que entran y salen los actores. Un decorado, por otra parte, estructura el espacio. Lo divide, y crea espacios exteriores e interiores. Es, al mismo tiempo, una sólida barrera o frontera, y una puerta de acceso a otro mundo. El decorado tiene presencia. Se impone, Se alza en el escenario. Condiciona, y facilita, los movimientos de los actores. Pero es una tela, o una planta: un plano. La facilidad de transporte lo define -y su capacidad de sugerir lo que no es, con medios lo más sencillos y ligeros posible.
La liviandad, empero, se sustenta -lo que se descubre cuando, desde el escenario, se mira hacia las gradas-, en una sólida y compleja estructura. Ésta es férrea. Sin el potente, trabado tensado andamiaje, el decorado no se sostendría, en todos los sentidos de la palabra. No tendría razón de ser, no tendrá lugar. No acontecería. La ilusión se apoya, descansa, sobre una trama, una armadura indestructible. La ligereza, la movilidad, exigen la dureza, la inflexibilidad de vigas y jácenas insustituibles. La parte trasera de de un decorado recuerda bien las complejas estructuras que sustentas las fachadas en las obras de restauración, cuando tan solo aquéllas se mantienen y todo disposición interior, en planta y en alzado, cambia. Un decorado -en apariencia frágil- es indestructible. Un plano exige un volumen -es la cara amable de un volumen. Una fachada es más compleja que un edificio. Su complejidad no es aparente, ni evidente. No se ve, ni se puede ver, qué oculta, qué la soporta. Tiene que dar la sensación que se mantiene sola, que está ahí, quieta, inmutable, como por arte de magia. Los trucos no se pueden descubrir. Un decorado muestra, se muestra, pero también oculta cuidadosamente todo lo que le permite sostenerse, el ejército de vigas y poleas, cables y raíles, pilares y nudos que le permiten mostrarse como un elemento que levita, como una figura en un sueño, real, muy real, e intangible, a la vez. En sí, un decorado no es nada. Pero lo que es, las nervaduras -lo que no se ve, lo que parece no existir, lo inimaginable- le permite estar allí.  La cara oculta le permite brillar.
Quizá eso ocurre en otros ámbitos 

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