Las reservas de la Universidad de Barcelona -heredera del Estudio General fundado, tras casi dos siglos de lucha entre la Corona de Aragón y el Consejo de Ciento municipal, a favor y en contra de un estamento de educación superior con sus propias leyes, a mitad del siglo XV- conservan un centenar de certificados de pureza de sangre de la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, relacionados con los estudios superiores de Medicina y de Farmacia, y que reflejan la convulsa historia de España.
Dichos certificados estaban en relación con el Tribunal de la Santa Inquisición que el rey absolutista Fernando VII clausuró a principios del siglo XIX, por lo que fueron los poderes políticos y ya no religiosos, los que mantuvieron la exigencia de dichos certificados hasta 1840.
Éstos eran necesarios para entrar a estudiar en el Estudio General (nombre que por el aquel entonces aún se conocía a la Universidad), para solicitar un traslado de expediente de una a otra Universidad, para obtener el título universitario y para poder ejercer (en los casos que se están estudiando, casi siempre de cirujano).
Estos certificados eran entregados por un juez, con las intervenciones del cura de la parroquia en la que el solicitante -todos varones, salvo en un caso- fue bautizado, del "bayle" o baile -una figura jurídica- y del Síndico municipal -una figura política o administrativa. Los poderes militares no intervenían.
La obtención del certificado exigía la petición del solicitante, quien declaraba sobre sus orígenes y los testimonios de testigos, presentados por el solicitante. Éstos debían responder a un cuestionario ante el juez quien, tras las consultas con los otros miembros del tribunal, decidía acerca de la entrega de dicho documento imprescindible para acceder a la Universidad.
Los certificados de pureza de sangre interrogaban sobre la religión y las creencias, el trabajo y el comportamiento del solicitante, así como su ideología. Las preguntas eran de orden religioso, racial, social y personal.
Una vez el solicitante hubiera declarado y hubiera entregado una lista de testigos, éstos debían, tras jurar sobre los cuatro evangelios, con una cruz en la mano, corroborar o negar las afirmaciones del solicitante.
A los testigos se les solían plantear cinco o seis "capítulos". El primer capítulo estaba dedicado a la legitimidad del solicitante, su condición natural o bastarda (los padres debían estar casados -por la iglesia, no hace falta precisarlo). El segundo, sobre la condición del padre; sobre la de la madre se interrogaba en un tercer capítulo. Un cuarto interrogaba sobre la naturaleza de los abuelos paternos y maternos, a veces sobre la de los bisabuelos. Estas preguntas obligaban a presentar testigos ancianos, casi siempre de más de setenta años, que hubieran podido conocer de primera o segunda mano a los abuelos o bisabuelos del solicitante. El quinto capítulo estaba centrado sobre la necesaria condición de cristiano viejo, es decir la ausencia de antecedentes "moros, judíos y de otras malas razas", amén de "negros" y en ocasiones de "mulatos". Moros y judíos eran calificativos tanto religiosos cuanto raciales. Negros y mulatos, particularmente despreciados, eran exclusivamente raciales. Se preguntaba en ocasiones sobre la existencia de antepasados luteranos; también conversos (lo que planteaba un dilema, toda vez que un converso era un "moro" o un "judío" convertido al catolicismo, por lo que su condición religiosa estaba, en principio, libre de "mácula"). Haber sido denunciado o condenado por el Tribunal de la Santa Inquisición -y a veces por otros tribunales- también impedía obtener el certificado de pureza de sangre, así como como haber ejercido trabajos "viles" y no ser de naturaleza quieta o tranquila.
Sin embargo, la convulsa historia española tras la invasión napoleónica, y las deposiciones y reposiciones de la monarquía absoluta, enfrentada a una primera constitución liberal, llevó a que, a partir de principios del siglo XIX, las preguntas se atuvieran menos a cuestiones religiosas, sociales y raciales y más ideológicas o políticas. Ser adepto fiel de "Su Majestad el Rey (que Dios guarde)", no haber tomado las armas ni haber participado en ninguna rebelión, ni haber formado parte de gobierno constitucional alguno fueron condiciones imprescindibles para ser considerado "un buen Español", si bien, en función de la cambiante situación política, haber jurado la Constitución de Cádiz (temporalmente asumida por el rey Fernando VII) o haber abjurado de ella, determinó la suerte del solicitante quien, dependiendo del tiempo de los estudios y de la situación política, pudo verse obligado a defender al inicio de la carrera lo que condenaría al finalizar los estudios.
Los últimos certificados de pureza de sangre se entregaron en Barcelona a finales del primer tercio del siglo XIX, cuando la desaparición del Tribunal de la Santa Inquisición, si bien la observación política siguió más tiempo.
(Resumen de un trabajo de investigación aún inédito y por publicar de Ricard Ellis, Oscar Poggi y Pedro Azara, que se lleva a cabo con motivo de la documentación sobre la historia de la Universidad en la Corona de Aragón desde finales del siglo XIII y en particular en Barcelona desde mediados del siglo XV, que dara lugar a un próximo congreso internacional este año y a una exposición en el Museo de Historia de Barcelona en la primera mitad de 2024)