Ártemis (Artemisia, Diana, en Roma) era una diosa mayor del panteón griego. Hermana gemela de Apolo, moraba los bosques, y controlaba los lindes entre la selva, en la que moraban alimañas y bárbaros, y el espacio cultivado, domesticado, tierra de hombres, rebaños y cultivos.
Equivalía a la oriental Cibeles, la Potnia Thea o Señora de las Bestias anatólica, la diosa que mandaba sobre las fieras, y que se hacía acompañar de leones o de toros que la respetaban.
Cuentan numerosos mitos lo que aconteció a los hombres cuando, por error o movidos por la curiosidad, cruzaron las fronteras del espacio civilizado y se adentraron en la espesura de los bosques. De inmediato, la oscuridad les sorprendía. Pronto, la falta de sendas y la maleza enmarañada los ´desorientaba. Trataban de regresar, pero se hallaban en un laberinto que, sin que se dieran cuenta, los llevaba hacia el corazón del bosque. De pronto, un leve resplandor les devolvía la confianza. Sin duda, se dirigían hacia un lugar poblado donde podrían descansar. Por fin, el bosque se despejaba. En un claro del bosque, en el que los rayos penetraban, dioses y ninfas se bañaban en un lago o con la luz. A menudo, la diosa era Ártemis. Su cuerpo desnudo, blanquísimo, deslumbraba. Al verse sorprendida por ojos humanos, se protegía detrás del coro de las ninfas, y cegaba al incauto. Ya no podría contemplar, extasiado, el cuerpo divino. A menudo, incluso, el cazador era metamorfoseado en un animal pronto devorado por las fieras.
El espacio de los dioses era pues inviolable. Ningún humano podía hollarlo impunemente.
Los hombres vivían dentro de los límites de unas tierras que habían hecho suyas, rodeadas por los amplios y sombríos espacios, en los que la oscuridad y la luz cegadora se alternaban, en los que moraban los dioses. Éstos se hallaban más allá del mundo conocido, y un cerco amenazante los protegía. Los dioses griegos podían asemejarse a los hombres, pero no eran humanos. Su espacio propio era el espacio primigenio, indómito: los riscos, las simas, las selvas.
Los templos griegos se distinguían de los mesopotámicos por su ubicación aislada, incluso en la ciudades, en lo alto de los montes o acrópolis. Un perímetro porticado ceñía la capilla en la que moraba la divinidad. Los templos egipcias también incluían un bosque de columnas. Mas ése se hallaba en el interior: evocaba la tierra primigenia que emergía, la tierra que se disponía a ser habitada. Por el contrario, las columnas de los templos griegos defienden la morada de la divinidad. Ésta se halla en el corazón de un bosque de altos fustes, coronados por tallos y hojas jónicos, inspirados en los troncos arbóreos.
Se ha escrito a menudo que los espacios porticados de los templos griegos invitaban a los ciudadanos a recorrerlos, como si los dioses estuvieran próximos a los hombres.
Mas los templos siempre eran refugios aislados y altivos, situados por encima o al margen del espacio profano. En verdad, la estructura del templo recuerda el bosque de los inicios en los que los dioses vivían libres de la contemplación humana. A los hombres no les era dado mirar a la cara ni el cuerpo de las divinidades. Los templos recordaban la presencia de la naturaleza indómita en el centro de la ciudad, en la que solo los dioses podían morar. Por el contrario, cuando los mortales se adentraban en ella emprendían un viaje sin retorno. Las columnas de los templos griegos, a menudo imponentes, marcaban la naturaleza esencialmente distinta del espacio divino, espacio sobre el que los hombres nada podían, espacio que les era vetado. Un templo, compuesto por una capilla y un cerco de columnas era un fragmento de naturaleza salvaje implantada en lo alto de la ciudad. ¡Ay del que tratara de penetrar en el templo sin la debida preparación!.
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