En las culturas antiguas, el universo fue engendrado -o modulado-
por una o una divinidades principales, normalmente masculinas, si bien,
ocasionalmente -al menos en las versiones de los mitos que nos han llegado- con
la participación, más o menos activa y voluntaria, de alguna divinidad femenina
primigenia, alguna diosa-madre.
Se trata de un
motivo mítico común. Esta o estas divinidades no crean la materia -existe
siempre una materia, o una especie de diosa informe, una materia, que es un
lugar, al mismo tiempo, divinizada, o dotada de poderes sobrenaturales(si bien
opera, a menudo, de modo plenamente orgánico)-, ni siquiera en la Biblia, sino
que esta o estas divinidades, infernales o celestiales principales, la activan,
la conforman o la animan.
La acción de la
divinidad engendradora del universo remite a modelos conocidos: normalmente al
buen hacer del artesano (el ceramista, el herrero, el tallista), pero también
al agricultor que labra la tierra, abre pozos, delimita parcelas, etc., es
decir, a modelos artesanos humanos. Los dioses creadores son artesanos
modélicos.
Existe otro
modelo, también muy conocido, existente en varias culturas, que a veces cuesta
distinguir del anterior. En este caso, la teoría del arte occidental clásica
ayuda a discernir y distinguir los modelos. La divinidad, llámese Apolo, Ptah
-en Egipto-, Enki -en ocasiones, en Mesopotamia-, o Yahvé, ya no se comporta
como un artesano, sino como quien no cabría definir sino como un arquitecto.
El modelo del mago -si es que, en tiempos arcaicos, magia, arte y
artesanía, estaban bien separadas- no es infrecuente también.
Entre los artistas
(lo que, desde el Renacimiento nombraríamos artistas) destacaban los poetas;
pero sobre todo, los arquitectos.
Un dios creador
que, en un momento u otro de la creación -o, mejor dicho, según qué versión o
visión de la creación del mundo se cuenta, que depende de la época y del bagaje
cultural de quien narra- se comportó como un arquitecto, se halla el bíblico
Yahvé.
Su obrar
arquitectónico no es descrito -porque debía ser inconcebible- en el Génesis,
sino en dos libros aún más tardíos: los Salmos (en concreto, el Salmo 104) y el Libro de Job, en particular en la demoledora autoproclamación final de Yahvé de su
absoluta libertad creativa, de la que no tiene que dar cuentas al ser humano, el
cual, por otra parte, es incapaz, no solo de emularla, sino ni siquiera de
entenderla. La creación divina es imprevisible y no atiende a modelos, pautas
ni razones.
El Salmo 104
presenta a Yahvé que, literalmente, monta el universo, descrito o simbolizado como una
tienda de campaña –una tienda de un nómada- que se tiene que plantar y
extender. Esta tienda, empero, posee un
piso, o una cámara alta, situada cerca de las aguas superiores.
Tras “plantar”
la bóveda celestial, Yahvé se ocupa de la base: la tienda descansa sobre la tierra
que dota de fundamentos o asideros sólidos, que impiden que la tienda se hunda.
El obrar de Yahvé combina el trabajo del nómada con el del asentado. La base
sobre la que planta la tienda del universo dispone de unos themela (en la
versión griega): unos cimientos. Themelion es un término propio del vocabulario
arquitectónico, que denota, puesto que deriva de Themis, la justicia –Themis es
la diosa de la justicia, madre de Apolo, el dios griego de la arquitectura-, lo
bien fundado del obrar de Yahvé, si es que se pudiera dudar de la solidez de
sus acciones. Finalmente, los elementos
que dotan de solidez al espacio son lo que la Setenta traduce por orion: es
decir mojones que delimitan parcelas y pautan el espacio. Entre estos elementos
que aportan orden, entre el orion por excelencia, se halla el oros: la línea del
horizonte, que marca un límite infranqueable. Yahvé actúa así como un
agrimensor: convierte un páramo ilimitado en un espacio pautado y, por tanto,
habitable. Crea o funda, de algún modo, hábitats.
Este carácter del obrar de Yavhé que lo equipara con el de un
constructor, se acentúa en el Libro de Job. El final del poema enuncia la
grandeza de Yahvé: Yahvé se proclama a sí mismo como un dios trascendente. Y su
grandeza se funda en su obrar, el cual es el obrar del arquitecto. Yahvé es
grande porque crea el mundo y lo dota de sentido, y éste se adquiere o se
manifiesta por las bien fundadas acciones de la divinidad: son sus acciones las
propias de un constructor. Así, en efecto, Yahvé funda la tierra. Como en los Salmos, lo
que hinca en la tierra es un themelion: dota así a la tierra de bases seguras.
Por otra parte, Yahvé maneja con soltura cuerdas de medir y escuadras, con las
que mide y proporciona la creación. Traza líneas, hinca ganchos en la tierra,
y posa piedras de ángulo (lithoi gooniaioi). Es decir, procede a un replantea e instala
asideros (gruesas argollas metálicas, utilizadas en Mesopotamia, a las que
se ataban cables o cuerdas), y cimientos. Las condiciones están fijadas para levantar
entonces muros que contendrán las aguas, y delimitarán así un espacio libre del
asalto continuado de las aguas –la lucha de Yahvé con las aguas, ya sea en
forma de ondas, ya sea de animales serpenteantes que reciben diversos nombres,
es incesante en la Biblia; Yahvé llegará hasta a enfrentarse verbalmente con
las olas, que detendrá con un rugido-; muros en los que instala puertas
(pulai), las cuales, una vez, cerradas a cal y canto, también ayudarán a
contener las aguas que podrían disolver los límites establecidos.
El trabajo de Yashvé tiene lugar, pues, en el terreno. Asume
múltiples funciones: proyectista, director de obra, albañil, carpintero,
incluso. La descripción bíblica del obrar de Yahvé en el inicio de los tiempos
se asemeja a una minuciosa descripción de los trabajos necesarios para
delimitar y edificar un techo protector contra las inclemencias que, sin
duda, bien se conocían en el Próximo oriente Antiguo.
Ambos textos requieren un estudio minucioso, y comparativo, entre
las versiones hebrea, griega y latina, que, posiblemente, ilustren sobre todo
sobre el imaginario de los escribas,
pero que debieron reflejar la cambiante concepción del dios creador,
finalmente equiparado con un constructor, una imagen que evolucionará en la
Edad Media, cuando, definitivamente, Yahvé y, sobre todo, su Hijo, abandonarán las
prácticas manuales y, armados de un compás, emblema de la Geometría, se
dedicará a proyectar y a trazar los límites del universo, de las órbitas de los cuerpos siderales circulares o esféricos.