viernes, 7 de agosto de 2020

LEV TOLSTÓI (1828-1910) Y EL TRABAJO

 “La tradición bíblica dice que la falta de trabajo, la ociosidad, era la condición para la beatitud del primer hombre antes de su caída. El amor a la ociosidad sigue siendo el mismo en el hombre caído, aunque la maldición sigue pesando sobre él no solo porque tengamos que ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, sino porque no podemos mantenernos ociosos y estar tranquilos. Cierto gusanillo nos pica y nos cuenta que por estar ociosos debemos sentirnos culpables. Si el hombre pudiera hallar un estado en el que, permaneciendo ocioso, se sintiese útil y cumpliendo con su deber, encontraría una parte de la beatitud primitiva.”

(Lev Tolstói: Guerra y Paz, quinta parte)

jueves, 6 de agosto de 2020

CARLO ORTELLI (c. 1810-1860): SOLDADOS DE PLOMO (MUSEO ETNOLÓGICO, BARCELONA)

Cuando el italiano Carlos Ortelli abrió en Barcelona un taller de fabricación de soldaditos planos de plomo en 1828, hacía unos pocos años que este tipo de figuración o de juguete se había inventado en Suiza. El taller se convertiría en el mejor de Europa. Cerró definitivamente en 1962.

Las figuritas se fundían en una aleación de plomo, estaño y antomonio, lograda mediante un crisol. El metal líquido se vertía en un molde tallado en dos placas de pizarra grabadas, vaciadas y unidas. Las piezas resultantes se pintaban a mano y se recubrían con goma de laca.

El Museo Etnológico de Barcelona posee mil doscientos moldes y tres mil quinientas piezas. Solo se exponen algunas. Es una de las colecciones más hermosas de Barcelona en uno de los tres mejores museos de Barcelona (junto con el Museo Arqueológico, y el Museo de la Música).


Fotos: Tocho: Museo Etnológico, agosto de 2020







martes, 4 de agosto de 2020

GEORGES BRASSENS (1921-1981): MOURIR POUR DES IDÉES (MORIR POR UNAS IDEAS, 1972)




Si esta canción del gran cantante y compositor francés Georges Brassens, pudiera volver a escucharse en ciertas comunidades....

La ruina económica de Barcelona

La crisis comercial, económica, de Barcelona, está causada por la absoluta falta de turistas que lleva al cierre de casi todas las tiendas del casco antiguo, dedicadas precisa, principalmente a los turistas, es decir, a la venta de recuerdos, a veces fabricados industrialmente en China, que los locales no compramos (la calle Puertaferrisa, también en el casco antiguo,en cambio, ajena a este tipo de producto, sobrevive; la mayoría de las tiendas están abiertas).
Crear y vender productos que los ciudadanos no necesitamos ha sido un error.

Barcelona tiene un millón seiscientos mil habitantes, tres millones y medio con el área metropolitana. La ciudad puede perfectamente mantener el comercio. El confinamiento (algo excepcional hasta ahora) impidió acceder a tiendas fuera del barrio durante un par de meses, y la salida de ciudadanos de vacaciones, en agosto, incluso en las cercanías, tiene como consecuencia que las ventas disminuyen. Pero son accidentes temporales, de relativa corta duración (unos tres meses).
La crisis no la ha provocado el virus, sino la irracional existencia de comercios innecesarios que, privados de turistas, cierran, dejando trabajadores en la calle que, sin fondos, no pueden comprar en comercios para los habitantes de la ciudad, arruinando a éstos, entonces.

El error ha sido pensar que el turista compra cosas extrañas, que la ciudad no necesita, en vez de cosas extrañas para él pero habituales para quienes vivimos en la ciudad. Cuando viajo a Francia, por Navidad, compro quilos de queso Reblochon, un queso no pasteurizado que no se puede exportar industrialmente, y que para mí es singular, pero que para cualquier francés no es sino el queso habitual de invierno. Familiares franceses, de regreso de Barcelona, se llevan a Francia cajas de latas de almejas para el vermut, otros, botellas de vino, o de aceite, así como productos, comunes en Barcelona, difícilmente encontrables en París. Estos productos no se venden en Francia. Pero las latas de conserva, y las botellas de aceite de oliva, para nosotros, son habituales en cualquier aperitivo o comida.
En Bagdad , en Damasco, en Erbil no existen tiendas para turistas (por la situación política, por desgracia). Pero cuando nos desplazamos o viajábamos a esas ciudades, no dejamos o dejábamos de comprar: alimentos que para nosotros son extraordinarios -jarabe de dátil, jabón de Alepo, especies, etc.-, pero de uso diario para cualquier sirio o iraquí.
Las tiendas de recuerdos que han asolado el comercio en el casco antiguo, los alrededores de la Sagrada Familia, y el parque Güell, han sido una equivocación. Vendían, seguro. Y ganaban; esperemos que bien; perfecto. Pero vivían de espaldas a la ciudad. La ciudad no las necesitaba y hoy necesitan de la ciudad pero no tienen nada que ofrecer.
Es cierto que también han cerrado tiendas de productos locales -turrones, etc.-, pero el número de éstas no respondía a las necesidades de la ciudad, sino solo a la de los turistas. Horchaterías y heladerías, muy conocidas en la ciudad, bien integradas en barrios, atienden como siempre han hecho a un público fiel que sigue acudiendo. Otras, implantadas forzadamente en zonas recorridas por turistas, han tenido que bajar la persiana. 
En verdad, cuando somos turistas nos gusta comprar lo que los locales usan cotidianamente y que no existe en nuestras ciudades: productos de uso diario nos parecen “exóticos”; son de uso tan local que no se exportan.
El hundimiento del comercio innecesario es tan súbito y "brutal" que quizá ya no se recupere todo. Pero, si logramos sacar la cabeza, quizá veamos el tremendo error, casi sociológico. Los turistas sólo queremos disfrutar de lo que nos enriquece y transporta, que es lo que otros tienen habitualmente y que se produce y se vende para el uso o consumo local. Eso es la verdaderamente extraordinario: poder tener la sensación, por unos días que formamos parte de una comunidad distinta a la nuestra, de la que guardaremos recuerdos gracias a lo que nos une o nos ha unido a aquélla: una ingesta común, una breve comunión.

lunes, 3 de agosto de 2020

Arte y parte

Se echa a un director, profesor universitario, que ha conseguido restablecer la confianza en un museo, con una gestión modélica, y una política de compras y exposiciones impolutas, logrando que el público volviera, tras diez años de corrupción.
Se convoca un concurso internacional.
Se presentan dos candidatos. Uno incumple las bases que piden, por ejemplo, tener algo más que el bachillerato  (no se piden máster ni doctorado).
Gana el único concursante que cumple las bases, el único entre uno.
Tiene más méritos que los pedidos. Goza de la amistad y el apoyo del consejero que echó al anterior director y lanzó el concurso y de dos miembros decisivos del jurado, con uno de los cuáles incluso ha trabajado.
Por fin vuelven, sin disimulo ni prejuicios, los entrañables buenos tiempos anteriores a 1975.





domingo, 2 de agosto de 2020

¿Debemos preservar las obras de arte?

El reciente nombramiento de un experto para evaluar estatuas esclavistas [sic: no "de" esclavistas] por parte del Ayuntamiento de Barcelona, y las peticiones de retirada del monumento a Colón, también en Barcelona, puede dar qué pensar sobre qué es un monumento.
Un monumento es un recordatorio. Monumento viene del verbo latino meminisse que significa recordar. Un monumento tiene la capacidad y la finalidad de preservar el recuerdo, la figura, la presencia de una persona -o un acontecimiento- para que no caiga en el olvido, vencido por el tiempo. Un monumento rima con la inmortalidad. Se trata del método más eficaz, y más efectivo que la momificación, de derrotar a la muerte. Un monumento no tiene porque ser monumental; solo tiene que fijar para siempre los rasgos de una persona, tiene que tener la capacidad de mantener viva su presencia, figurativa, abstracta o alusivamente, o debe permitir a la persona alcanzar la inmortalidad, como las pirámides egipcias, que eran escaleras hacia el cielo utilizadas por las almas de los difuntos para ascender y convertirse en estrella. 
¿A quién se recuerda? ¿Quién merece ser recordado?
Existen monumentos privados: poemas, imágenes, composiciones musicales, efigies, tumbas que son ofrendas al difunto, tanto para facilitar el tránsito al más allá -al igual que las ofrendas funerarias-, como para mantener la presencia del difunto en la tierra, evitando su disolución en el mundo de las sombras. En principio, estas obras son un signo de  gratitud, la muestra de los lazos íntimos entre personas, que la muerte no rompe -como lo muestran las estelas funerarias áticas de la despedida, del siglo V aC. 
Mientras estos monumentos no exijan esfuerzos desmesurados, que recaen en trabajadores ajenos a las relaciones familiares, son hermosos homenajes -lo cual no significa que sean necesariamente hermosas, ya que sus cualidades estéticas no dependen de la bondad del encargo o del gesto del comanditario, sino de la pericia, el talento o la visión del ejecutante.
Otros monumentos, sin embargo, no son el resultado, el símbolo de las relaciones afectivas entre quién encarga la obra y el modelo representado o simbolizado en o por aquélla, sino que, incluso cuando honran a un personaje, cuya memoria se quiere preservar, son el resultado de acciones violentas que han llevado a la fama al personaje cuya fama precisamente es la causa del monumento, fama que éste preserva o acrecienta. Una efigie de un militar, un conquistador, un monarca, en cualquier cultura, tiene como fin atender a las gestas de la figura, gestas que llevaron al dominio, o al exterminio de unos vencidos. 
Si, por tanto, las cualidades morales del personaje representado o del comanditario, y no el talento del ejecutante y el resultado formal, la interpretación del encargo, determinan el mantenimiento o la retirada de un monumento, en este caso, éste debe ser retirado o destruido.
¿Caben entonces monumentos -aparte los elegiacos ? -incluso en estos casos, el carácter elegíaco puede estar sometido a debate: una estela funeraria ática en la que el fallecido y un familiar vivo se dan la mano para simbolizar la perdurabilidad de unos lazos familiares puede ser la expresión de un acto de violencia a través del cual se mantienen los lazos de sangre por encima de los posibles deseos de libertad del difunto, incluso a través de la muerte, retenido en un clan familiar por deseo suyo o a expensas de su voluntad de ruptura.
¿Qué hacer?
Podemos pensar en tres soluciones: 

1) la prohibición o la destrucción de cualquier imagen cuya figura o cuyo finalidad es éticamente condenable: una figura que ha cometido actos de violencia, o un encargo que conlleva violencia en quien o quienes deben cumplir con el encargo. Será necesario nombrar un tribunal que juzgue la pureza de las intenciones y de los actor de todas las personas implicadas en la creación de la obra, desde quien la encarga hasa quien la ejecuta y de la persona a quien va destinada.
Estas decisiones implican censura política más que estética, como bien ha ocurrido a lo largo de la historia, que llevan a la condena de comanditario, obra, autor o modelo, desde la prohibición de las obras de Ovidio, en la Roma Imperial, hasta la retirada de estatuas "esclavistas", pasando por las condenas de Madame Bovary, de Flaubert, o de las Flores del Mal, de Baudelaire, las películas de Pasolini, y de los textos de Lutero o de Giordano Bruno, y las iconoclastias protestantes, puritanas, talibanas, maoístas, soviéticas, nazis, franquistas, etc.
Condenas legítimas si se supedita la calidad de la obra a la moralidad del modelo.

2) Solo se permiten obras bienintencionadas, que cantan la pureza o bondad del modelo. Este arte, que en francés se denomina "saintsulpicien", y que en español podríamos llamar de estampita de primera comunión, es un arte que solo representa a figuras bondadosas, sin dobleces, simples, fácilmente encasillables; es un arte de santos y de héroes, del que el matiz está proscrito, y que destaca sobre todo en la imaginería del santoral cristiano y del realismo socialista. 
Un arte legítimo si se piensa que el arte debe adoctrinar o mostrar modelos de comportamiento incuestionables -y que no deben de ser cuestionados.

3) Finalmente, una posible tercera solución, implica que las obras que se preservan son aquellas que se consideran no desde presupuestos estéticos -independientemente de la moralidad del comanditario, el artista y el modelo- sino morales; en este caso, las artes religiosa y política son las únicas que se tienen que realizar y mantener, obras que no cuestionan dogmas de fe, sino que educan en una determinada fe o creencia, en la bondad de unos personajes, armados con convicciones inquebrantables, y en contra de creencias contrarias, ilustrando en la maldad del contrario, sea el vencido o el vencedor.

Que la finalidad del arte sea la elevación moral de los espectadores, la educación y el adiestramiento, no es una novedad. El arte ha glorificado al poderoso, armado con el yugo y las flechas, o el libro sagrado, al monarca y al mártir. De hecho, tal fue la finalidad de la creación humana, desde siempre, en cualquier cultura, hasta la Ilustración en Europa -aunque, entonces, el arte religioso y político o militante no dejó de existir: de hecho cobró virulencia precisamente porque apareció un arte cuyas cualidades estéticas ensombrecían sus valores morales -algo que ya Aristóteles anunció: un asesinato es condenable, la imagen de un asesinato puede ser hermosa, y aunque sea inaguantable, como el final de la película Saló de Pasolini, no deja de ser una puesta en escena, una recreación de una realidad espantosa, indefendible éticamente.

Si el arte ya no es una "manera" de recrear o reconsiderar el mundo, si ya no es una "interpretación" del mismo, desvelando las múltiples capas, luminosas y siniestras que lo componen, y si la función del arte ya no es la de darnos qué pensar deleitándonos (o "impresionándonos"), deteniendo acciones ciegas e irracionales, el arte debe de ser destruido, deformado o transformado en un arte edificante. Que acabemos más felices, sabios y reflexivos, ya es otro "cantar". 

viernes, 31 de julio de 2020

VOLTAIRE (FRANÇOIS-MARIE AUROUET, 1694-1778) Y LAS ENFERMEDADES CONTAGIOSAS

La viruela era la enfermedad contagiosa grave más común en Europa hasta finales del siglo XVIII. Afectaba a casi el ochenta por ciento de la población. Aunque las lesiones podían ser ocasionalmente leves y desaparecer, en muchos otros casos el rostro quedaba desfigurado por pústulas permanentes, si el enfermo sobrevivía.
Voltaire sufrió la viruela. Era joven y, tras haber sido sangrado varias veces, pese a estar muy débil, sobrevivió.
Años más tarde, exiliado en Londres, escribiría acerca de su enfermedad. Y alabó las curas eficaces que se practicaban en el imperio otomano -alabó también, sorprendentemente, la racionalidad turca, cuando los turcos eran juzgados en Europa como decadentes y disolutos-, de las que tuvo noticia a través de una noble inglesa (Lady Mary Wortley Montagu, esposa del embajador inglés ante el Imperio Otomano) que trató de divulgarlas, pese al rechazo que suscitaban, en Inglaterra.
Las curas eran, en verdad, vacunas (palabra que deriva de vacuno: quienes ordeñaban vacas infectadas no se contagiaban: la ocasional y leve infección que se podía sufrir también inmunizaba contra la viruela). Los turcos habían observado que contagios leves no dejaban secuelas, que éstos afectaban a los niños, y que nadie se contagiaba dos veces. Por tanto, empezaron a inocular una dosis mínimas de pústulas en leves cortes efectuados en un brazo del niño o del recién nacido. las pústulas que se formaban no duraban y no dejaban secuelas. Y estos niños, una vez adultos, ya no se contagiaban.
Voltaire comentaba que esa práctica se llevaba a cabo para que las niñas hermosas, destinadas a los harenes del sultán, no quedaran desfiguradas por "una nube permanente de pústulas"; al mismo tiempo, si la situación clínica se complicaba, las niñas morían, y los harenes quedaban desabastecidos de nínfulas.
La existencia de harenes, al menos según Voltaire, salvó a la población del Imperio otomano de la viruela. Y Voltaire fue uno de los primeros pensadores que conoció y defendió la vacuna -contra una enfermedad que no desapareció hasta hace cuarenta años:

VOLTAIRE: "Sobre la inoculación de la viruela", Cartas filosóficas, o Cartas Inglesas, 11, 1734

Nota: las cartas son, en verdad, breves ensayos, y no cartas personales destinadas a una persona.

"En voz baja se dice por toda Europa que los ingleses son locos y fanáticos; locos porque inoculan a sus hijos la viruela para evitar que contraigan esta enfermedad; fanáticos porque, para prevenir un mal incierto, provocan, tranquila- mente, una enfermedad segura y terrible. Los ingleses, por su parte, dicen: «Los otros europeos son cobardes y desnaturalizados; cobardes, porque temen hacer sufrir un poco a sus hijos; desnaturalizados, porque los exponen a que mueran un día de viruela». Para juzgar las razones de esa disputa narraré la historia de esa famosa inoculación, de la que con tanto temor se habla fuera de Europa.

Las mujeres de Circasia tienen la costumbre, desde tiempo inmemorial, de provocar la viruela a sus hijos, a partir de los seis meses de edad, haciéndoles una incisión en el brazo e inoculando en ella una pústula que ha sido previamente extraída con cuidado del cuerpo de otro niño. Esta pústula produce en el brazo donde se inocula el mismo efecto que la levadura en un trozo de masa: fermenta y extiende por toda la sangre las cualidades que posee. Los granos de los niños que sufren esa viruela artificial sirven para provocar la enfermedad en otros. Este proceso se renueva constantemente en Circasia; cuando no hay viruela en el país hay tanta preocupación como en otros lugares la habría por un mal año.

Lo que ha introducido esta costumbre en Circasia, que parece tan extraña en otros pueblos, tiene, sin embargo, una causa común a todos los pueblos: la ternura materna y el interés.

Los circasianos son pobres y sus hijas hermosas; por ello es natural que comercien con ellas. Abastecen de bellezas los harenes del Gran Señor, del sofí [soberano] de Persia y de los que son lo suficientemente ricos como para mantener una mercancía tan preciosa. Educan a sus hijas con gran esmero para el placer de los hombres; les enseñan danzas lánguidas y lascivas y los más voluptuosos artificios para despertar el deseo de los desdeñosos amos a que las destinan.

Las pobres criaturas repiten todos los días su lección con su madre, como nuestros niños repiten su catecismo, sin comprender nada.

Con frecuencia, después de tantos desvelos en la educación de sus hijas, los circasianos veían disiparse sus esperanzas. La viruela invadía una familia y una hija moría, otra perdía un ojo, una tercera quedaba con la nariz deformada; las pobres gentes aquellas quedaban arruinadas sin remisión. Cuando la viruela se convertía en epidémica, el comercio quedaba interrumpido por varios años, lo que suponía una disminución notable de los harenes de Persia y Turquía.

Una nación dedicada al comercio está siempre alerta por sus intereses y no descuida conocimiento alguno que pueda ser útil para su negocio. Los circasianos comprobaron que una persona entre mil era atacada dos veces por la viruela, que las personas podían ser atacadas tres o cuatro veces por una pequeña viruela, pero sólo una vez por una que sea decididamente peligrosa. En una palabra, que se trataba de una enfermedad que atacaba sólo una vez en la vida. Descubrieron también que cuando la viruela es benigna y la piel del paciente fina y delicada, la erupción no deja marcas en el rostro. De estas observaciones naturales concluyeron que si una criatura de seis meses o un año tenía una viruela benigna, no moría, no le quedaban marcas en el rostro y no correría el riesgo de contraer la enfermedad en el resto de los días.

Por tanto, para preservar la vida y la belleza de los niños había que provocar la enfermedad en edad muy temprana; eso fue lo que hicieron, inoculando en el cuerpo de las criaturas una pústula extraída del cuerpo de una persona atacada por una viruela claramente declarada, pero benigna. La experiencia fue un éxito. Los turcos, gente cuerda, adoptaron enseguida esta costumbre, y hoy no hay ningún bajá en Constantinopla que no le provoque la viruela a sus hijos en la más tierna infancia.

Según algunos, los circasianos adoptaron esta costumbre de los árabes. Dejemos para algún sabio benedictino la dilucidación de ese punto histórico; seguramente escribirá varios volúmenes en in-folio con las pruebas. Lo que yo puedo decir sobre el asunto es que en los principios del reinado de Jorge I la señora Worley-Montagu, una de las damas más espirituales de Inglaterra, cuando estuvo con su marido en la Embajada de Constantinopla, no tuvo el menor inconveniente en hacer inocular a su hijo, nacido en ese país, la viruela. Aunque su capellán trató de convencerla de lo contrario, diciéndole que el experimento no era cristiano y sólo podía dar resultado con infieles, el niño de la señora Wortley no sufrió ninguna molestia. Cuando regresó a Londres comunicó a la princesa de Gales, actualmente reina, su experiencia. Hay que confesar que la princesa, dejando aparte sus títulos y coronas, ha nacido para proteger a todas las artes y para hacer el bien a los hombres; es como un amable filósofo coronado; nunca ha perdido ocasión de aprender y de mostrar su generosidad. Cuando oyó decir que una hija de Milton vivía todavía y se encontraba en la mayor miseria, le envió inmediatamente un importante regalo. Es ella quien ha protegido al pobre padre Corayer y quien hizo de intermediaria entre el doctor Clarke y Leibnitz. Nada más oír hablar de la inoculación de la viruela ordenó que se hiciera una prueba con cuatro condenados a muerte, a los cuales salvó la vida doblemente, por un lado librándoles del cadalso, y por otro, gracias a la viruela artificial, salvándoles del peligro de contraer alguna vez la verdadera.

La princesa, asegurada del éxito de la prueba, hizo inocular a sus hijos. Todo Inglaterra siguió su ejemplo y desde entonces, por lo menos diez mil niños deben la vida y otras tantas niñas la belleza, a la reina ya la señora Wortley-Montagu.

En el mundo, sesenta personas sobre cien contraen la viruela; de esas sesenta, diez mueren en lo mejor de la vida y otras diez quedan terriblemente marcadas. Por tanto, una quinta parte de los seres humanos mueren o quedan marcados por esta enfermedad. De los que han sido inoculados, tanto en Turquía como en Inglaterra, ninguno muere, a menos que sea enfermizo o esté condenado a muerte. Si la inoculación se hace debidamente, nadie queda con marcas ni nadie es atacado por segunda vez por la enfermedad. Si alguna embajadora francesa hubiera traído de Constantinopla ese secreto a París, hubiera hecho un gran servicio a la nación; el duque de Villequier, padre del actual duque de Aumont, el hombre con más salud y con mejor constitución de Francia, no hubiera muerto en la flor de la edad; el príncipe de Soubise, que tenía una espléndida salud, no hubiera fallecido a los veinticinco años; Monseñor, el abuelo del rey Luis XV, no hubiera sido enterrado a los cincuenta; veinte mil personas muertas en París en una epidemia de 1723 vivirían aún. ¿ y entonces? ¿Es que, acaso, los franceses no aman la vida? ¿Es que las mujeres no se preocupan por su belleza? En verdad somos una gente extraña. Probablemente dentro de diez años, si curas y médicos no se oponen a ello, adoptaremos las costumbres inglesas; o bien, dentro de tres meses se empezará a inocular por capricho, cuando los ingleses hayan dejado de hacerlo por inconstancia.

He sabido que desde hace cien años los chinos practican esta costumbre; es gran prejuicio el ejemplo dado por una nación que pasa por ser la más sensata y la dotada con mejor policía del mundo. Ciertamente, los chinos proceden de una manera distinta; no se hacen una incisión, sino que se inoculan la viruela por la nariz, como si fuera tabaco en polvo. Es un modo más agradable, pero igual a fin de cuentas, y de la misma manera demuestra que si la inoculación se hubiera practicado en Francia, se habrían salvado millares de vidas."


Agradecimientos a la doctora Carmen Cantarell por sus explicaciones sobre el origen de las vacunas