Crear y vender productos que los ciudadanos no necesitamos ha sido un error.
Barcelona tiene un millón seiscientos mil habitantes, tres millones y medio con el área metropolitana. La ciudad puede perfectamente mantener el comercio. El confinamiento (algo excepcional hasta ahora) impidió acceder a tiendas fuera del barrio durante un par de meses, y la salida de ciudadanos de vacaciones, en agosto, incluso en las cercanías, tiene como consecuencia que las ventas disminuyen. Pero son accidentes temporales, de relativa corta duración (unos tres meses).
La crisis no la ha provocado el virus, sino la irracional existencia de comercios innecesarios que, privados de turistas, cierran, dejando trabajadores en la calle que, sin fondos, no pueden comprar en comercios para los habitantes de la ciudad, arruinando a éstos, entonces.
El error ha sido pensar que el turista compra cosas extrañas, que la ciudad no necesita, en vez de cosas extrañas para él pero habituales para quienes vivimos en la ciudad. Cuando viajo a Francia, por Navidad, compro quilos de queso Reblochon, un queso no pasteurizado que no se puede exportar industrialmente, y que para mí es singular, pero que para cualquier francés no es sino el queso habitual de invierno. Familiares franceses, de regreso de Barcelona, se llevan a Francia cajas de latas de almejas para el vermut, otros, botellas de vino, o de aceite, así como productos, comunes en Barcelona, difícilmente encontrables en París. Estos productos no se venden en Francia. Pero las latas de conserva, y las botellas de aceite de oliva, para nosotros, son habituales en cualquier aperitivo o comida.
En Bagdad , en Damasco, en Erbil no existen tiendas para turistas (por la situación política, por desgracia). Pero cuando nos desplazamos o viajábamos a esas ciudades, no dejamos o dejábamos de comprar: alimentos que para nosotros son extraordinarios -jarabe de dátil, jabón de Alepo, especies, etc.-, pero de uso diario para cualquier sirio o iraquí.
Las tiendas de recuerdos que han asolado el comercio en el casco antiguo, los alrededores de la Sagrada Familia, y el parque Güell, han sido una equivocación. Vendían, seguro. Y ganaban; esperemos que bien; perfecto. Pero vivían de espaldas a la ciudad. La ciudad no las necesitaba y hoy necesitan de la ciudad pero no tienen nada que ofrecer.
En Bagdad , en Damasco, en Erbil no existen tiendas para turistas (por la situación política, por desgracia). Pero cuando nos desplazamos o viajábamos a esas ciudades, no dejamos o dejábamos de comprar: alimentos que para nosotros son extraordinarios -jarabe de dátil, jabón de Alepo, especies, etc.-, pero de uso diario para cualquier sirio o iraquí.
Las tiendas de recuerdos que han asolado el comercio en el casco antiguo, los alrededores de la Sagrada Familia, y el parque Güell, han sido una equivocación. Vendían, seguro. Y ganaban; esperemos que bien; perfecto. Pero vivían de espaldas a la ciudad. La ciudad no las necesitaba y hoy necesitan de la ciudad pero no tienen nada que ofrecer.
Es cierto que también han cerrado tiendas de productos locales -turrones, etc.-, pero el número de éstas no respondía a las necesidades de la ciudad, sino solo a la de los turistas. Horchaterías y heladerías, muy conocidas en la ciudad, bien integradas en barrios, atienden como siempre han hecho a un público fiel que sigue acudiendo. Otras, implantadas forzadamente en zonas recorridas por turistas, han tenido que bajar la persiana.
En verdad, cuando somos turistas nos gusta comprar lo que los locales usan cotidianamente y que no existe en nuestras ciudades: productos de uso diario nos parecen “exóticos”; son de uso tan local que no se exportan.
El hundimiento del comercio innecesario es tan súbito y "brutal" que quizá ya no se recupere todo. Pero, si logramos sacar la cabeza, quizá veamos el tremendo error, casi sociológico. Los turistas sólo queremos disfrutar de lo que nos enriquece y transporta, que es lo que otros tienen habitualmente y que se produce y se vende para el uso o consumo local. Eso es la verdaderamente extraordinario: poder tener la sensación, por unos días que formamos parte de una comunidad distinta a la nuestra, de la que guardaremos recuerdos gracias a lo que nos une o nos ha unido a aquélla: una ingesta común, una breve comunión.
En verdad, cuando somos turistas nos gusta comprar lo que los locales usan cotidianamente y que no existe en nuestras ciudades: productos de uso diario nos parecen “exóticos”; son de uso tan local que no se exportan.
El hundimiento del comercio innecesario es tan súbito y "brutal" que quizá ya no se recupere todo. Pero, si logramos sacar la cabeza, quizá veamos el tremendo error, casi sociológico. Los turistas sólo queremos disfrutar de lo que nos enriquece y transporta, que es lo que otros tienen habitualmente y que se produce y se vende para el uso o consumo local. Eso es la verdaderamente extraordinario: poder tener la sensación, por unos días que formamos parte de una comunidad distinta a la nuestra, de la que guardaremos recuerdos gracias a lo que nos une o nos ha unido a aquélla: una ingesta común, una breve comunión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario