Un monumento es un recordatorio. Monumento viene del verbo latino meminisse que significa recordar. Un monumento tiene la capacidad y la finalidad de preservar el recuerdo, la figura, la presencia de una persona -o un acontecimiento- para que no caiga en el olvido, vencido por el tiempo. Un monumento rima con la inmortalidad. Se trata del método más eficaz, y más efectivo que la momificación, de derrotar a la muerte. Un monumento no tiene porque ser monumental; solo tiene que fijar para siempre los rasgos de una persona, tiene que tener la capacidad de mantener viva su presencia, figurativa, abstracta o alusivamente, o debe permitir a la persona alcanzar la inmortalidad, como las pirámides egipcias, que eran escaleras hacia el cielo utilizadas por las almas de los difuntos para ascender y convertirse en estrella.
¿A quién se recuerda? ¿Quién merece ser recordado?
Existen monumentos privados: poemas, imágenes, composiciones musicales, efigies, tumbas que son ofrendas al difunto, tanto para facilitar el tránsito al más allá -al igual que las ofrendas funerarias-, como para mantener la presencia del difunto en la tierra, evitando su disolución en el mundo de las sombras. En principio, estas obras son un signo de gratitud, la muestra de los lazos íntimos entre personas, que la muerte no rompe -como lo muestran las estelas funerarias áticas de la despedida, del siglo V aC.
Mientras estos monumentos no exijan esfuerzos desmesurados, que recaen en trabajadores ajenos a las relaciones familiares, son hermosos homenajes -lo cual no significa que sean necesariamente hermosas, ya que sus cualidades estéticas no dependen de la bondad del encargo o del gesto del comanditario, sino de la pericia, el talento o la visión del ejecutante.
Otros monumentos, sin embargo, no son el resultado, el símbolo de las relaciones afectivas entre quién encarga la obra y el modelo representado o simbolizado en o por aquélla, sino que, incluso cuando honran a un personaje, cuya memoria se quiere preservar, son el resultado de acciones violentas que han llevado a la fama al personaje cuya fama precisamente es la causa del monumento, fama que éste preserva o acrecienta. Una efigie de un militar, un conquistador, un monarca, en cualquier cultura, tiene como fin atender a las gestas de la figura, gestas que llevaron al dominio, o al exterminio de unos vencidos.
Si, por tanto, las cualidades morales del personaje representado o del comanditario, y no el talento del ejecutante y el resultado formal, la interpretación del encargo, determinan el mantenimiento o la retirada de un monumento, en este caso, éste debe ser retirado o destruido.
¿Caben entonces monumentos -aparte los elegiacos ? -incluso en estos casos, el carácter elegíaco puede estar sometido a debate: una estela funeraria ática en la que el fallecido y un familiar vivo se dan la mano para simbolizar la perdurabilidad de unos lazos familiares puede ser la expresión de un acto de violencia a través del cual se mantienen los lazos de sangre por encima de los posibles deseos de libertad del difunto, incluso a través de la muerte, retenido en un clan familiar por deseo suyo o a expensas de su voluntad de ruptura.
¿Qué hacer?
Podemos pensar en tres soluciones:
1) la prohibición o la destrucción de cualquier imagen cuya figura o cuyo finalidad es éticamente condenable: una figura que ha cometido actos de violencia, o un encargo que conlleva violencia en quien o quienes deben cumplir con el encargo. Será necesario nombrar un tribunal que juzgue la pureza de las intenciones y de los actor de todas las personas implicadas en la creación de la obra, desde quien la encarga hasa quien la ejecuta y de la persona a quien va destinada.
Estas decisiones implican censura política más que estética, como bien ha ocurrido a lo largo de la historia, que llevan a la condena de comanditario, obra, autor o modelo, desde la prohibición de las obras de Ovidio, en la Roma Imperial, hasta la retirada de estatuas "esclavistas", pasando por las condenas de Madame Bovary, de Flaubert, o de las Flores del Mal, de Baudelaire, las películas de Pasolini, y de los textos de Lutero o de Giordano Bruno, y las iconoclastias protestantes, puritanas, talibanas, maoístas, soviéticas, nazis, franquistas, etc.
Condenas legítimas si se supedita la calidad de la obra a la moralidad del modelo.
2) Solo se permiten obras bienintencionadas, que cantan la pureza o bondad del modelo. Este arte, que en francés se denomina "saintsulpicien", y que en español podríamos llamar de estampita de primera comunión, es un arte que solo representa a figuras bondadosas, sin dobleces, simples, fácilmente encasillables; es un arte de santos y de héroes, del que el matiz está proscrito, y que destaca sobre todo en la imaginería del santoral cristiano y del realismo socialista.
Un arte legítimo si se piensa que el arte debe adoctrinar o mostrar modelos de comportamiento incuestionables -y que no deben de ser cuestionados.
3) Finalmente, una posible tercera solución, implica que las obras que se preservan son aquellas que se consideran no desde presupuestos estéticos -independientemente de la moralidad del comanditario, el artista y el modelo- sino morales; en este caso, las artes religiosa y política son las únicas que se tienen que realizar y mantener, obras que no cuestionan dogmas de fe, sino que educan en una determinada fe o creencia, en la bondad de unos personajes, armados con convicciones inquebrantables, y en contra de creencias contrarias, ilustrando en la maldad del contrario, sea el vencido o el vencedor.
Que la finalidad del arte sea la elevación moral de los espectadores, la educación y el adiestramiento, no es una novedad. El arte ha glorificado al poderoso, armado con el yugo y las flechas, o el libro sagrado, al monarca y al mártir. De hecho, tal fue la finalidad de la creación humana, desde siempre, en cualquier cultura, hasta la Ilustración en Europa -aunque, entonces, el arte religioso y político o militante no dejó de existir: de hecho cobró virulencia precisamente porque apareció un arte cuyas cualidades estéticas ensombrecían sus valores morales -algo que ya Aristóteles anunció: un asesinato es condenable, la imagen de un asesinato puede ser hermosa, y aunque sea inaguantable, como el final de la película Saló de Pasolini, no deja de ser una puesta en escena, una recreación de una realidad espantosa, indefendible éticamente.
Si el arte ya no es una "manera" de recrear o reconsiderar el mundo, si ya no es una "interpretación" del mismo, desvelando las múltiples capas, luminosas y siniestras que lo componen, y si la función del arte ya no es la de darnos qué pensar deleitándonos (o "impresionándonos"), deteniendo acciones ciegas e irracionales, el arte debe de ser destruido, deformado o transformado en un arte edificante. Que acabemos más felices, sabios y reflexivos, ya es otro "cantar".
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