Platón reflexionó acerca de lo que denominó la paradoja de la imagen mimética: ésta, para ser aceptable y aceptada, tenía -y tiene, véanse los recientes "Avatares"- que parecerse lo más posible al modelo del cual era un reflejo.
Sin embargo, ¿hasta dónde se podía forzar el parecido físico y psíquico? Una vez que la imagen tridimensional hubiera coincidido punto por punto con el modelo, asemejándose a una proyección en un espejo, y, a continuación, se hubiera dotado de habla, movimiento y vida -como le aconteció a la estatua de Venus que Pigmalión modeló-, ¿en qué se diferenciaba del modelo?
En nada. Por tanto, la diferencia "ontológica" (esencial) entre imagen y modelo desaparecía, y la creación de la imagen replicante se erigía como un problema casi de orden público, ya que doblaba la población de la tierra, y era la causa de que la confusión se instaurara. Nadie podía saber con qué o quien se las estaba viendo: con un ¿modelo? o un ¿replicante (un doble del modelo)? La realidad se doblaba, se multiplicaba, doblándose los problemas.
Es posible que esta reflexión ya rondara en Mesopotamia. Es cierto que la consideración que las estatuas (divinas y reales) merecían tenía que contribuir a una concepción mágica de la imagen mimética. Las estatuas eran dobles de los modelos, humanos o divinos, estaban dotadas de los mismos poderes y merecían idéntico trato. Maltratarlas era algo más que un sacrilegio: era un crimen o un atentado de lesa majestad, ya que el daño inflingido a la estatua se transmitía al modelo.
Así, imagen, en acadio, se decía gabarû: por ejemplo, el dios principal de Babilonia, Marduk, hijo del dios de la arquitectura Ea/Enki, podía exclamar: "Esagila ushaklil gabarî apsî ", es decir: "pude completar el Esagil -el zigurat del gran templo de Babilonia-, una copia de las aguas primordiales (Apsu)".
Gabarû, en acadio, se traduce por imagen o réplica. Este término procedía del sumerio gaba-ri. Este término tenía un significado secundario en relación con la imagen, ya que se traduce por copia de documento (ya nos referimos, en una entrada anterior al concepto de imagen en Mesopotamia, necesariamente mimético, ya que las mejores o más útiles imágenes artísticas eran las que un tampón, un sello o un molde, sobre una superficie blanda y lisa como una tablilla de arcilla húmeda, producían), pero su sentido primero no pertenecía al mundo del arte sino de la guerra: se traduce por rival u oponente. En efecto, gaba significa coraje (el coraje de un contendiente), o frente a -y hacía falta coraje para enfrentarse a cara limpia-, y ri, emplazar o proyectar.
Por tanto, gaba-ri denominaba a un igual con el que uno se veía las caras. Las luchas conllevaban un cara a cara: los luchadores se encaraban entre sí, como si el que tenían enfrente fuera una imagen de ellos mismos. Sabían, y por esto luchaban, que en nada se diferenciaban. El dios Ningirsu proclamaba, por el contrario: "en gaba-ri nu-tuku" (Cilindro A de Gudea, IX, 22); la traducción casi se percibe: No tengo (nu-tuku) señor (en) igual (gaba-ri), es decir, no tengo oponente; nadie me iguala; soy único.
La lucha solo se producía entre pares: una contienda entre desiguales conllevaba la deshonra del vencedor superior o un sacrilegio si quien ganaba la partida era el inferior. Solo seres jerárquica y, posiblemente, moralmente semejantes podían mirarse a los ojos, con cara de perro, y batirse en duelo. Eran casi hermanos (la contienda los hermanaba) que un problema separaba.
Por tanto, un gaba-ri constituía un peligro. La seguridad del reino se veía amenazaba. Se erigía en un pretendiente al trono. Precisamente porque poseía todas las cualidades físicas y morales para poner en jaque al rey, y suplantarlo.
Un gaba-ri se enfrentaba a vida o muerte con quien mandaba, con quien ordenaba, con el (o la) garante del orden (público).
Ciertamente, un gaba-ri era un doble de carne y hueso. Pero no se distinguía para nada de quien tenía en frente: podía ser considerado como un perfecto reflejo del rey, a quien, trataba, tras emplazarlo en el campo de batalla, de reemplazar.
El conflicto que la imagen mimética provoca en el mundo (como bien sabemos hoy), bien enunciado por Platón, ya estaba en germen en Mesopotamia, donde ya se sabía que no podían existir, sin rivalizar, dos entes (dos seres) iguales. En cuanto aparecían, el enfrentamiento, debido a la duplicación, era inevitable: el peligro acechaba y el derrumbe de todo lo instaurado amenazaba. Un igual introducía un desequilibrio; una desigualdad.
Pero sin la aparición de un digno rival, el valor no se ponía a prueba (como bien descubrió el rey Gilgamesh ante la aparición de Enkidu, su "alma gemela"). Éstos, como las imágenes, eran necesarios, para asegurar la fortaleza y la coherencia del mundo, para desvelarse, manifestarla. Como en una imagen mimética, un reflejo del mundo, que nos devuelve una imagen de lo que somos (y no queremos ver).
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