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miércoles, 17 de septiembre de 2025

Monumento

La palabra monumento, en una legua moderna de raíz latina, evoca un artefacto de grandes dimensiones que merece ser preservado y contemplado. Es objeto del orgullo de una comunidad. Tiene presencia. Se le considera y se le admira por lo que evoca -es un testimonio del pasado- pero también por su porte. Existen construcciones y estatuas que no sabemos bien qué significan y, sin embargo, son dignas de merecen nuestra atención por lo que son.

La palabra monumento deriva directamente del latín monumentum. Mas, esta palabra no designa exactamente lo mismo que nuestro moderno monumento. Un monumentum, en latín, es un artefacto que nos permite recordar. Diríamos que es un recordatorio. En sí mismo no tiene porque tener gran interés. Lo que cuenta es lo que trae a colación, el recuerdo de un hecho o una figura memorable, que sigue presente, que sigue viva gracias al monumentum: un activador de la memoria, al que solo se presta atención porque abre la puerta a lo que ya no está pero que debería estar.

Platón escribió -aunque parezca paradójico que lo pusiera paradójico- en el Fedro que el ejemplo de monumentum es la palabra oral. La palabra que se enuncia cuenta la verdad. La palabra apela a los seres y los enseres. Éstos acuden y se muestran a la llamada. La palabra invoca: monumentum también significa invocación, apelación, aviso y advertencia. La palabra enunciada llama a la presencia. Y las cosas y las personas invisibles, lejanas u olvidadas acuden. Y se muestran como son. La palabra oral no miente.

Por el contrario, Platón consideraba que la escritura, lejos de acercarnos a la verdad de las cosas y los seres, nos aleja de ellos. La escritura desdibuja, embellezca, oculta, se pavonea y miente. Pide ser considerada, evaluada, juzgada, no por lo que revela, sino por sus cualidades propias. Ante un texto escrito nos fijamos en su armonía, en la musicalidad de las palabras, y no en lo que dicen. Pueden no decir nada, ser vacuas, vacuas de sentido y, sin embargo, “sonar ” bien. La palabra escrita es bonita. Posee cualidades sensibles apreciables, detrás de las cuales posiblemente no haya nada.

 La palabra enunciada oralmente, en cambio, es bella. Tiene la rugosidad del tono, la sequedad de la precisión cortante. No se pierde en divagaciones. No usa digresiones ni soliloquios. No es zalamera. No busca despertar las pasiones. Se enuncia con voz fuerte. Tiene que llegar a muchos y despertar a quienes no están. Es una palabra que expone clara y certeramente lo que se tiene que saber. 

La escritura, mientras,  distrae. Levanta un muro, traza meandros, y el lector solo presta atención al sonido, no al sentido, sostenía Platón. 

La palabra enunciada exige atención. Se le debe prestar atención. Merece todas nuestras atenciones, porque, apenas pronunciada, desaparece. No deja una huella, como las negras trazas escritas o impresas, como pisadas de mosca, en una superficie. El oyente debe esforzarse en retener lo que oye. Si se distrae pierde el rumbo y el sentido de lo que se cuenta. Pero quien escucha, quien bebe las palabras, no olvidará lo que ha escuchado. Tratará por todos los medios de no perderse (nada), so pena de perder el hilo y confundirse. 

A un texto se puede volver en todo momento. No es necesario recordar nada, porque las palabras escritas están y seguirán estando ante nosotros. Las tendremos a mano. Para qué concentrase.

La letra, curiosamente, favorece el olvido. Leemos y apenas cerramos el libro o la pantalla, ya no sabemos lo que hemos leído. Y parece que no nos importe. Como si lo que hubiéramos leído no tuviera importancia. No tuviera nada que decirnos.

Verdad, la verdad a la que conduce la palabra enunciada, en griego se decía aletheia; una palabra que se opone a lethe. Lethe es el olvido. La verdad es la antítesis del olvido. La palabra escrita, que no merece ser recordada, es una palabra olvidable. Prescindible. Una palabra que se borra rápidamente de la memoria.

Por el contrario, la palabra enunciada es recordada. Abre a un mundo desconocido y lo pone a nuestro alcance, ampliando nuestro círculo. Abre la mente. Sea una palabra amable o no, hermosa o no, es una palabra que remite a lo que merece seguir estando entre nosotros. La escritura, por el contrario, alza un velo, atractivo, pero engañoso, pues recubre, embellece, y no cuenta, por tanto, la verdad, a veces difícilmente soportable. Miente sobre lo que nos afecta, sobre los hechos dolorosos, de los que podríamos aprender, si la escritura no nos los escondiera bajo un manto de palabras fútiles o inútiles .

Un monumento no se admira. Se admira su capacidad evocadora y lo que evoca. Es un medio, el medio para llegar a la verdad , casi siempre insoportable. Ante lo cual preferimos los cantos de sirena u desviar la mirada, como nos ocurre estos días, estos dos últimos años.


Para los estudiantes de cuarto curso de proyectos de la Escuela de Arquitectura en Barcelona, que deben estudiar un monumento, y para sus profesores y, en especial, para Félix Solaguren-Beascos, que nos ha forzado a pensar en lo que decimos cuando apelamos a la bondad de un monumento.