Luis XIV como Apolo -en un ballet protagonizado por el rey-.
"Hijo mío, pronto seréis rey; no me imitéis en el gusto que he tenido por los edificios, ni en el que tenido por la guerra (...); intentad aliviar a vuestro pueblo".
Éstas fueron, según Saint-Simon, las hermosas y patéticas últimas palabras de Luis XIV a su hijo, el delfín (el príncipe heredero).
Luis XIV reconocía lo que otorgaba y manifestaba la grandeza a los dioses: la imposición de la voluntad soberana a través de la guerra, la construcción del mundo (la arquitectura) y el cuidado y la guía de los súbditos o los fieles. Reconocía que la arquitectura era una prerrogativa divina, de la que, en el lecho e muerte, asumiendo su condición mortal, adjuraba.
Se le conocía como el Rey-Sol. Este nombre o este sobrenombre, a través del cual el rey se igualaba con el astro-rey, venía de su absoluta identificación con el dios Apolo. Ya vimos en un texto anterior que la fusión entre Apolo y el Sol no se produjo hasta la cultura helenística, si bien para Homero, pese a que Apolo y Helios eran divinidades distintas, la luz era una emanación apolínea.
Como Apolo (al menos como el Apolo romano), Luis XIV era el protector de las artes (función que, en la grecia arcáica y clásica asumía más bien Atenea, tejedora y carpintera -la Minerva romana). Dispensaba la justicia. Iluminaba al pueblo. Y lo edificaba.
La asunción de las virtudes de Apolo por parte del Rey-Sol se inscribía y se desarrollaba en el espacio. Toda su obra (arquitectónica) manifestaba su equiparación con las funciones de Apolo, el dios ordenador del mundo. El palacio y los jardines de Versalles estaban bajo la entera advocación de Apolo (y de su hermana gemela, Diana -Ártemis, en Grecia): la efigie irradiante de Apolo coronoba puertas y ventanas. Distintas estancias palaciegas (el Salón de Apolo, por ejemplo) y distintos jardines (el estanque de Apolo, presidido por la estatua del dios que domina todos les elementos, incluso los acuáticos, confundido con Poseidón; la gruta de Apolo) estaban dedicados a Apolo y Diana. Al igual que el santuario apolíneo de Delfos (que, literalmente, significa vagina: engendrador o dispensador de vida), que constituía el centro (el ombligo, el onfalo) el mundo, el dormitorio de Luis XIV era considerado el centro de Francia, es decir de todo el mundo ilustrado. Los despertares al rey, al que solo los iniciados eran invitados a asistir temblorosos, eran signos celestiales que anunciaban los tiempos venideros. El humor y los primeros gestos matutinos del monarca, como los de la divinidad, debían ser interpretados, pues señalaban lo que iba a acontecer.
El palacio, con una geometría perfecta, instauraba el orden en el mundo desde un centro (vital, luminoso), mundo que se iba civilizando a medida que se acercaba al palacio -o que el palacio se adentreaba en la naturaleza, inicialmente selvática, como los bosques en la lejanía-. Del palacio, las estatuas y los jardines ordenados emanaba la gracia apolínea que debía metamorfosear la naturaleza selvática y las mentes y los cuerpos incivilizados. El orden reinaba gracias a la presencia y la irradiación de Versailles, que no era sino la extensión, la geometrización (perfecta) del cuerpo divino del rey.
Esta capacidad transformadora del universo se realizaba a través de la edificación. Luis XIV, como Apolo, era el supremo arquitecto. Ideaba y mandaba construir. Su gusto, infallible y universal -es decir, personal pero (o entonces) aplicable a todo el orbe- garantizaba la bondad de sus acciones.
Pero, al final de su vida, renunció a su voluntad de conformar el mundo.
¿Cuántos arquitectos, poco antes de bajar la mano ycerrar los ojos visionarios, han condenado la implacable tiranía de su obra, la inquebrantable voluntad de conformar, de organizar el mundo a su imagen?