El gusto por el paisaje dantesco (montañas escarpadas, ríos desbordados, diluvios, tormentas que encogen el ánimo), ante el cual la vida peligra, pero que ponen a prueba nuestro "ánimo", se manifiesta en el siglo XVIII (Hume, retomado, sin mencionarlo apenas, por Kant).
Estas escenas de una naturaleza salvaje placen y se representan. Provocan sensaciones sublimes: lo sublime no es tanto una cualidad de la naturaleza indómita cuanto una sensación, turbadora, agradable, ante la fuerza que uno siente interiormente, una fuerza heróica, se podría decir, delante del peligro que la naturaleza acarrea.
Hasta entonces, estas vistas terribles se habían evitado, tanto en la realidad (el océano removido y los riscos, en tanto que fuerzas desmandadas, infundían pavor), como en el arte.
Lo sublime no es, sin embargo, una sensación nueva: ya el pensador tardo-helenístico Longino habísa escrito un tratado sobre lo subime en la naturaleza.
Longino debía conocer a la perfección a Homero. Del mismo modo, es difícil pensar que Hume (y Kant) no supieran, casi de corrillo, la Ilíada y la Odisea.
Se ha dicho a menudo que la poesía /y la pintura) griegas, pese a que los griegos no debían ser insensibles a la belleza y las sugerencias de la naturaleza percibida como un paisaje (los santuarios, por ejemplo, eran ubicados con mucha precisión atendiendo a las imágenes que la naturaleza circundante suscitaba), no ha reflejado la naturaleza, más allá de anotaciones convencionales en la poesía bucólica y la novela idílica helenística.
Sin embargo, tanto la Ilíada como la Odisea comprenden un gran número de descripciones de fenómenos naturales embravecidos capaces de suscitar sensaciones "sublimes" -aunque Homero no emplea este término-: no solo Homero anota con mucha precisión situaciones en las que la vida del héroe se halla realmente en peligro a causa de la fuerza de la naturaleza -situación de la que el héroe se repone al sacar fuerzas de flaqueza, así Ulises, extenuado, logrando llegar con vida a una playa después que las olas le hubieran una y otra vez malherido lanzándolo contra las rocas afiladas-, sino que las causas que ponen la vida en peligro (en una batalla, por ejemplo) siempre son comparadas con fenómenos naturales.
Es cierto que Hume y Kant precisaban que la elevación anímica, causa del sentimiento de lo sublime, acontecía cuando la vida no estaba realmente en peligro: el hombre se hallaba ante una tormenta aterradora, mas a buen recaudo. Y es su imaginación la que le hace concebir el peligro que correría si estuviera a la intemperie y le hace reaccionar, impidiéndole que se abandone a un midio irracional (ya que el techo bajo el que se halla le protege realmente).
Por el contrario, el héroe homérico se enfrenta a peligros reales. Pero éstos son causados por fenómenos naturales muy bien observados, o son comparados con aquéllos:
"Como en la desembocadura de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan bramando contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en torno: con un fragor tan grande marchaban los troyanos." (
Ilíada, XVII)
"Como viene a tierra la encina arrancada de raíz por el rayo del padre Zeus, despidiendo un fuerte olor a azufre, y el que se halla cerca desfallece, pues el rayo del gran Zeus es formidable, de igual manera, el robusto Héctor dio consigo en el suelo y cayó en el polvo." (Id., XIV).
La precisa anotación de sonidos y de olores solo puede reflejar una rendida y temorosa admiración por la naturalerza. No, ni los griegos no eran sensibles al mundo exterior ni eran incapaces de reflejar estas sensaciones en el arte, ni la naturaleza dantesca no fue percibida ni traducida plásticamente antes del siglo XVIII. Antes bien, quizá fuera la única naturaleza ante la cual las emociones del ser humano se despertaban.
Y, por eso, es muy posible, que lo sublime, definido en época tardo-helenística, y retomado en el Siglo de las Luces, tuviera, como tantos otros hechos, un origen homérico (el siglo XVIII recupera el arte griego y no solo romano) -y, por tanto, oriental.
Para apreciar escenas sublimes -o que despiertan sensaciones sublimes- debemos volver a Homero.