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viernes, 27 de noviembre de 2009
APOLO, LA ARQUITECTURA Y EL DELFÍN Parte I)
Borrador de la ponencia para el congreso sobre El animal y el espacio en la Grecia antigua, Universidad de Barcelona & Universidad Rovira Virgili, Tarragona, 3-4 de diciembre de 2009
EL DELFÍN, SEÑALANDO EL CAMINO, DE DELOS A DELFOS
Después del estudio monumental que Marcel Detienne dedicó a las relaciones entre Apolo y la arquitectura (o, más precisamente, con la organización del espacio), parece que poco se pueda añadir a este tema, si bien dicho estudio se centraba no solo o no tanto en Apolo en tanto que arquitecto sino más bien en tanto que carnicero, aunque ambas labores tenían una estrecha aunque curiosa relación, ya que recurrían a un mismo utensilio: el cuchillo, útil tanto para despedazar las víctimas sacrificadas, cuanto para abrirse camino en la intrincada selva que cubría Grecia, es decir el mundo entero, en los inicios de la creación, o antes de la planificación humana y la instalación de asentamientos, tal como se describe en el Himno homérico a Apolo.
Quisiera mostrar la relación lógica entre Apolo en tanto que arquitecto y urbanista y el delfín (terrenal y… celestial) que surca los mares delante de las naves de los colonizadores.
Apolo fue un dios rechazado, que no pudo nacer en el Olimpo, sino a escondidas, en los márgenes del mundo. Su madre, la diosa Leto, lo concibió con Zeus, despertando los celos de Hera, la diosa madre esposa del Crónida. Llegado el momento del parto, Leto tuvo que buscar un lugar donde dar a luz, mas ningún paraje se atrevía a oponerse a las advertencias de Hera en contra de quien o de lo que se atreviera a permitir que Leto descansara. Solo un paraje, dejado, literalmente de la mano de dios, rocoso y desabitado, accedió, con ciertas reticencias, a las súplicas de Leto, por razones familiares: la isla de Delos.
Ésta era un lugar abandonado. En su origen, era una estrella o un asteroide caído, una diosa, Asteria, hermana de Leto, que, para escapar al asedio de Zeus se convirtió en una codorniz (ortigia, nombre con el que también era conocida Delos), que se precipitó al mar. Delos era, pues, como Leto (y Apolo), una figura perseguida. Al caer, se convirtió en una isla. Extraña isla, ya que no estaba asentada, sino que bogaba a merced de las olas. Carecía de raíces (themelia), de fundamentos. Escapaba al asedio de las olas. Se desplazaba sin rumbo fijo, de un lado para otro. Desplazamientos erráticos, como si careciera de guía, de un camino prefijado, como si no tuviera un objetivo, una meta claramente señalados. Delos era una isla repudiada, condenada, como los desterrados, a no poder detenerse en ningún lugar, a no tener un lugar propio en el anchuroso mar. Sus movimientos erráticos eran similares a los de una persona encerrada en un laberinto, tal como los describe Apolodoro. Delos era un laberinto.
Fue en el momento mismo en que Apolo nació que la isla de Delos echó raíces. Se centró, se asentó. Los cimientos brotaron hasta fijarla en un punto determinado. Fue la primera acción arquitectónica, quizá aún involuntaria, del dios Apolo. Desde entonces, como se narra en el Himno a Delos de Calímaco, la isla guió, encabezó la procesión de islas Cícladas –como un ecista, un fundador de una expedición colonial alentado por Apolo-, que dibujaban una ronda, un círculo perfecto en la mar, y se convirtió en un hogar (hestia) para el resto de las islas. Pasó de ser un pedregal a ser un hogar –un lugar habitable-, gracias a la intervención de Apolo.
Apolo tenía unas pocas horas y ya se ufanaba en levantar un altar para dar gracias a su padre Zeus. Aquél fue construido con las cornamentas de ciervos que su hermana gemela, Ártemis (nacida también en Delos) –Diana la cazadora- le aportaba, cuyas ramas iba Apolo entretejiendo hasta configurar un cuerpo sólido y bien asentado, que descansaba sobre unos cimientos (themelia) previamente hincados en el suelo. Apolo se preocupaba de la solidez de lo que edificaba, de las bases o sustentos más que de lo que, posteriormente, se alzaba. La raíz del problema constructivo: tal era su preocupación. Los conocimientos para instalar cimientos, que son la base sobre la que se funda y se apoya toda obra arquitectónica –cuando no existen o fallan la construcción, ineludiblemente, se viene abajo- le eran, podríamos decir, consustanciales; le venían de nacimiento; los había “asumido” o “ingerido”. No tenía que realizar ningún esfuerzo. Instintivamente hallaba los gestos adecuados para labrar cimientos firmes. En efecto, en cuanto nació, Apolo no fue alimentado por su madre –lo que, desde el nacimiento, distinguía a Apolo de cualquier otro recién nacido, y justificaba su personalidad- sino por la diosa Temis. Ella le inculcó el aprecio por las themistoi, las leyes divinas, distintas aunque emparentadas con las leyes humanos, las nomoi, base de las normas de convivencia, de la organización social, entre las que destacaban las líneas maestras que se podrían instaurar o marcar con las latinas normae, que no eran unas leyes cualesquiera sino el sustrato de toda ley, de toda traza o marca recta, que indican hasta donde se puede llegar y por donde se puede ir: es decir, la escuadra (norma es escuadra en latín), considerado desde entonces como uno de los dos atributos, junto con el compás, del arquitecto. Con la ley se regulan las bases de la convivencia, como se trazan los límites de los espacios públicos y privados, y los de los espacios cultivados y civilizados, con la escuadra (y el cartabón), que permiten trazar líneas y ángulos rectos, símbolos del valor ético por excelencia, la rectitud. La arquitectura y la organización espacial o urbanística ordenan el espacio: instaurar un orden que impide que la vida selvática, la barbarie invada el espacio y se oponga a la vida comunitaria, ciudadana.
Su faceta constructora no debía extrañar. Como cualquier figura civilizadora y, posteriormente, fundadora, existían signos que lo designaban como apto para emprender dichas tareas, entre las que destacaba el haber podido convertir un islote rocoso en un lugar apto para la vida: tenía una hermana gemela. Pues hasta entonces, Delos estaba deshabitada. Su inicial aridez, un suelo que era un pedregal, la incapacitaba para poder ser cultivada. Calímaco la describía como atropos (v. 11), que significaba tanto “no cultivada o cultivable” cuanto intransitable: Delos no poseía caminos. Solo los marineros, que en el imaginario griego eran figuras semejantes a los pastores y los nómadas, incapaces de fundar un hogar, yendo de puerto en puerto sin descansar jamás, se acercaban, de tanto en tanto, a la orilla de Delos. Ésta, al igual que la isla de los Cíclopes (la antítesis de Ítaca, por ejemplo) era inhabitable. No se podía instalar ninguna morada. Su tierra no podía ser organizada. Esta situación cambió en cuanto Apolo pisó el suelo de Delos. No es que fundara ninguna ciudad: tan solo un santuario, y un altar, que se convirtieron no solo en un centro y un punto de partida –desde el que Apolo emprendió la exploración de la Grecia continental-, sino, en verdad, en un modelo de cualquier asentamiento, una ciudad, por ejemplo, cuya existencia daba lugar a procesiones que la circundaban, sin duda con ánimo de protegerla mágica o ritualmente, movimientos circulares que Apolo emprendió por vez primera alrededor del altar recién instituido en Delos, como Detienne observó agudamente. El altar era una construcción, incluso una ciudad en miniatura, con sus sólidos cimientos, sus paredes y un límite, semejante al que dibujan unas murallas, que se podía rodear sin problemas. El altar era un cuerpo en el espacio cuyo levantamiento había requerido la aplicación regulada de los mismos procedimientos técnicos necesarios para construir un edificio o una ciudad.
El resto de la historia es conocido. La isla de Delos se le vuelve pequeña a Apolo. Tiene apenas unos días de vida, cuando decide recorrer la Grecia continental. Parte a la búsqueda de un lugar donde fundar y construir su santuario principal. Su viaje se dirige hacia las cuatro direcciones del espacio. Asciende hacia el norte, se dirige hacia el este, hacia la isla de Eubea, cambia de rumbo hacia el oeste, se orienta hacia el norte hasta llegar a los pies del Parnaso, en Delfos. Durante este recorrido por tierras vírgenes –pobladas ya, ciertamente por humanos, en medio de la selva o, cuanto menos, de frondosos bosques, como el Himno homérico a Apolo lo recuerda una y otra vez, pero carentes de vecindarios, que se van organizando al paso de la divinidad, y de tierras cultivadas- el espacio se compone. No bien Apolo puso un pie en la llanura de Tebas, ésta adquirió caminos sin rodeos (atrapoi, v. 227): hasta su llegada, los accesos daban vueltas sobre si mismo, como los oscuros pasadizos de un laberinto. Apolo cree haber dado con el lugar perfecto, cabe una fuente. Pero como ésta le advierte, el ruido causado por el paso de las caravanas, no favorece la instauración de un santuario. Apolo retoma entonces la senda hasta alcanzar el lugar que considera perfecto. Éste, sin embargo, ya posee un santuario, dedicado a la diosa madre, Gea, y a su hija, la dragona Delfine (o a su nieta, Pitón), con la que tendrá que enfrentarse, en una lucha cósmica, a vida o muerte, antes de poder reducirla, y apoderarse del lugar. Solo entonces, Apolo, tan preocupado por instalar sólidas bases a todo lo que construye, puede instalar profundos cimientos (themelia) y la piedra del umbral (oudos, un término emparentado con odos, camino) que marca el límite entre los dos espacios, interior y exterior , límite que, con cuidado, puede ser franqueado permitiendo que ambos espacios entren en contacto. Posteriormente, míticos arquitectos, ya humanos, levantarán los muros y concluirán el templo. Según otras versiones, el templo de Apolo en Delfos pasó por fases sucesivas durante las cuales se emplearon diversos materiales, desde los más livianos, elementos vegetales, o cera de abeja, hasta los más sólidos, el bronce sonoro, y la piedra, en último lugar. En Homero, sin embargo, Apolo solo supervisa la erección de un único santuario de piedra.
Una vez edificado, el santuario necesita personal que atienda a los ritos que tengan que ser ejecutados. Pero Delfos no es una ciudad. No posee habitantes. A los pies del Parnaso nadie mora. Delfos es el primer asentamiento, el primer lugar edificado.
Apolo tiene entonces que partir, no solo en busca del personal adecuado sino porque debe purificarse del crimen cometido: la matanza de Delfine. Este tipo de crimen, sin embargo, no es extraño. Todos los héroes fundadores, de los que, en cierta medida Apolo era el prototipo, y en cuyas aventuras intervenía -ya que les indicaba, cuando los fundadores acudían, antes de emprender la expedición, al santuario délfico, el lejano lugar donde debían asentarse, o la dirección que debían tomar hasta hallar el lugar donde fundar una ciudad-, todos los héroes fundadores emprendían una lucha similar y cometían un mismo crimen, ya que todas las tierras en las que debían asentarse pertenecían a divinidades primigenias, ctócnicas, en forma de serpiente descomunal, guardianas de los ríos o las fuentes alrededor o cerca de las cuales se fundaría la ciudad y sin las cuales ésta no podría sobrevivir. La lucha con un monstruo serpentino, como ha sido estudiado reiteradas veces, constituyendo casi un lugar común, es un signo que indica que estamos ante una gesta fundacional que culminará con la erección de un edificio o una ciudad.
Sin embargo, por necesario que fuera, dicho crimen no podía quedar impune. La falta debía ser lavaba. Apolo, una divinidad tan cercana a las aguas (su hijo, Asklespios, dios de la medicina, tenía una relación particularmente intensa con las aguas –medicinales- y el mismo Apolo, al menos en Roma, estaba ligado a las fuentes que sanaban) tenía que purificarse. El viaje de Apolo debía reemprender y no podía llegar a buen término hasta que lograse reunir los sacerdotes necesarios para mantener el santuario recién fundado.
Como si su relación con el espacio en el que es más difícil orientarse, poniendo en evidencia su capacidad por abrir o por hallar vías de comunicación, guiara sus acciones, Apolo retornó al mar. Partió a Creta. Y desde allí reemprendió el camino de vuelta a Delfos. Rehacía el viaje que había emprendido al poco tiempo de nacer. Halló una nave veloz gobernada por “excelentes hombres, cretenses de la minoia Cnoso” que se dirigía a Pilos: “Febo Apolo les salió al encuentro en el ponto y, habiendo tomado la figura de un delfín, saltó a la nave veloz y en ella se echó como un monstruo grande y horrendo” (HhA, 395-398). Los marineros se quedaron mudos. Desde entonces, no pudieron controlar la nave. Ésta avanzaba sola (dirigida por Apolo, es decir, el delfín que yacía encubierta): “el soberano Apolo, el que hiere de lejos, la dirigía fácilmente con su soplo” (Ib., 424). Dirigía: hêgemoneue (v. 438): Apolo se comportaba como un “ecista”, un jefe de expedición que abría el camino a los que le seguían. La nave avanzaba en línea recta (ithunô, v. 421, es decir avanzaba con fundamento: el verbo anterior está emparentado con themis, la ley divina, y con themelia, como ya hemos visto, bases, fundamentos, cimientos). El manejo era tan preciso que el barco navegó incluso hacia atrás (apsorros, v. 436), algo sin duda imposible de lograr por medios convencionales –o en sentido inverso al curso del sol-. Al llegar al puerto de Crisa, Apolo recuperó su forma antropomórfica, saltó del barco, penetró en un templo, encendió un hogar, volvió a la nave ante los marineros pasmados, les ordenó descender a tierra y levantar un altar, y luego añadió: “como en el obscuro ponto salté primeramente a la veloz nave, parecido a un delfín (eidomenos, del verbo eidomai: parecer, asemejarse, mostrarse, hacerse visible, lo cual indica que Apolo se muestra bajo la forma de un delfín, una actitud semejante a la de cualquier dios homérico que para dirigirse a un humano adopta la forma de un ser visible, un humano, o un animal, en este caso), invocadme llamándome Delfinio; y el mismo altar, igualmente Delfinio, será siempre famoso” (vv. 496-497). Luego, los nombró encargados de su santuario, asegurándoles que nada les faltaría, algo de lo que no podían estar seguros ya que Delfos sólo era un santuario en un paisaje rocoso, cuyo suelo árido no podía ser cultivado –como la isla de Delos-, y no una próspera ciudad.
Entre Delfos, Delfine y el delfín, ¿qué relación existía? ¿Qué término estaba en el origen de un grupo aparentemente emparentado?: ¿delphus –matriz-, delphis –delfín, y “de Delphos”-, y Delphos –el nombre del santuario?. La relación que Somville estableció entre el delfín y una hipotética diosa madre cretense, matriz del universo, no me parecen creíbles. Puesto que, en los inicios, Delfos estaba al cuidado de una diosa madre, Gea, cuya hija o cuya nieta, Delfine, se enfrentó a Apolo, y dado que el santuario del hijo de Leto, convertido en el centro del mundo griego, se asentaba sobre un chasma, una falla infernal, y acogía el ónfalo, una piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, podemos pensar que Delfos no es sino la Matriz del mundo. Pero es muy posible que Delfos no esté emparentado con la matriz de la tierra ni con su hija Delfine, sino con el animal apolíneo por excelencia: el delfín. Delfos es el santuario del delfín. Apolo, como él mismo indicaba, era Apolo el delfín, Apolo Delfinio.
(continuará)
EL DELFÍN, SEÑALANDO EL CAMINO, DE DELOS A DELFOS
Después del estudio monumental que Marcel Detienne dedicó a las relaciones entre Apolo y la arquitectura (o, más precisamente, con la organización del espacio), parece que poco se pueda añadir a este tema, si bien dicho estudio se centraba no solo o no tanto en Apolo en tanto que arquitecto sino más bien en tanto que carnicero, aunque ambas labores tenían una estrecha aunque curiosa relación, ya que recurrían a un mismo utensilio: el cuchillo, útil tanto para despedazar las víctimas sacrificadas, cuanto para abrirse camino en la intrincada selva que cubría Grecia, es decir el mundo entero, en los inicios de la creación, o antes de la planificación humana y la instalación de asentamientos, tal como se describe en el Himno homérico a Apolo.
Quisiera mostrar la relación lógica entre Apolo en tanto que arquitecto y urbanista y el delfín (terrenal y… celestial) que surca los mares delante de las naves de los colonizadores.
Apolo fue un dios rechazado, que no pudo nacer en el Olimpo, sino a escondidas, en los márgenes del mundo. Su madre, la diosa Leto, lo concibió con Zeus, despertando los celos de Hera, la diosa madre esposa del Crónida. Llegado el momento del parto, Leto tuvo que buscar un lugar donde dar a luz, mas ningún paraje se atrevía a oponerse a las advertencias de Hera en contra de quien o de lo que se atreviera a permitir que Leto descansara. Solo un paraje, dejado, literalmente de la mano de dios, rocoso y desabitado, accedió, con ciertas reticencias, a las súplicas de Leto, por razones familiares: la isla de Delos.
Ésta era un lugar abandonado. En su origen, era una estrella o un asteroide caído, una diosa, Asteria, hermana de Leto, que, para escapar al asedio de Zeus se convirtió en una codorniz (ortigia, nombre con el que también era conocida Delos), que se precipitó al mar. Delos era, pues, como Leto (y Apolo), una figura perseguida. Al caer, se convirtió en una isla. Extraña isla, ya que no estaba asentada, sino que bogaba a merced de las olas. Carecía de raíces (themelia), de fundamentos. Escapaba al asedio de las olas. Se desplazaba sin rumbo fijo, de un lado para otro. Desplazamientos erráticos, como si careciera de guía, de un camino prefijado, como si no tuviera un objetivo, una meta claramente señalados. Delos era una isla repudiada, condenada, como los desterrados, a no poder detenerse en ningún lugar, a no tener un lugar propio en el anchuroso mar. Sus movimientos erráticos eran similares a los de una persona encerrada en un laberinto, tal como los describe Apolodoro. Delos era un laberinto.
Fue en el momento mismo en que Apolo nació que la isla de Delos echó raíces. Se centró, se asentó. Los cimientos brotaron hasta fijarla en un punto determinado. Fue la primera acción arquitectónica, quizá aún involuntaria, del dios Apolo. Desde entonces, como se narra en el Himno a Delos de Calímaco, la isla guió, encabezó la procesión de islas Cícladas –como un ecista, un fundador de una expedición colonial alentado por Apolo-, que dibujaban una ronda, un círculo perfecto en la mar, y se convirtió en un hogar (hestia) para el resto de las islas. Pasó de ser un pedregal a ser un hogar –un lugar habitable-, gracias a la intervención de Apolo.
Apolo tenía unas pocas horas y ya se ufanaba en levantar un altar para dar gracias a su padre Zeus. Aquél fue construido con las cornamentas de ciervos que su hermana gemela, Ártemis (nacida también en Delos) –Diana la cazadora- le aportaba, cuyas ramas iba Apolo entretejiendo hasta configurar un cuerpo sólido y bien asentado, que descansaba sobre unos cimientos (themelia) previamente hincados en el suelo. Apolo se preocupaba de la solidez de lo que edificaba, de las bases o sustentos más que de lo que, posteriormente, se alzaba. La raíz del problema constructivo: tal era su preocupación. Los conocimientos para instalar cimientos, que son la base sobre la que se funda y se apoya toda obra arquitectónica –cuando no existen o fallan la construcción, ineludiblemente, se viene abajo- le eran, podríamos decir, consustanciales; le venían de nacimiento; los había “asumido” o “ingerido”. No tenía que realizar ningún esfuerzo. Instintivamente hallaba los gestos adecuados para labrar cimientos firmes. En efecto, en cuanto nació, Apolo no fue alimentado por su madre –lo que, desde el nacimiento, distinguía a Apolo de cualquier otro recién nacido, y justificaba su personalidad- sino por la diosa Temis. Ella le inculcó el aprecio por las themistoi, las leyes divinas, distintas aunque emparentadas con las leyes humanos, las nomoi, base de las normas de convivencia, de la organización social, entre las que destacaban las líneas maestras que se podrían instaurar o marcar con las latinas normae, que no eran unas leyes cualesquiera sino el sustrato de toda ley, de toda traza o marca recta, que indican hasta donde se puede llegar y por donde se puede ir: es decir, la escuadra (norma es escuadra en latín), considerado desde entonces como uno de los dos atributos, junto con el compás, del arquitecto. Con la ley se regulan las bases de la convivencia, como se trazan los límites de los espacios públicos y privados, y los de los espacios cultivados y civilizados, con la escuadra (y el cartabón), que permiten trazar líneas y ángulos rectos, símbolos del valor ético por excelencia, la rectitud. La arquitectura y la organización espacial o urbanística ordenan el espacio: instaurar un orden que impide que la vida selvática, la barbarie invada el espacio y se oponga a la vida comunitaria, ciudadana.
Su faceta constructora no debía extrañar. Como cualquier figura civilizadora y, posteriormente, fundadora, existían signos que lo designaban como apto para emprender dichas tareas, entre las que destacaba el haber podido convertir un islote rocoso en un lugar apto para la vida: tenía una hermana gemela. Pues hasta entonces, Delos estaba deshabitada. Su inicial aridez, un suelo que era un pedregal, la incapacitaba para poder ser cultivada. Calímaco la describía como atropos (v. 11), que significaba tanto “no cultivada o cultivable” cuanto intransitable: Delos no poseía caminos. Solo los marineros, que en el imaginario griego eran figuras semejantes a los pastores y los nómadas, incapaces de fundar un hogar, yendo de puerto en puerto sin descansar jamás, se acercaban, de tanto en tanto, a la orilla de Delos. Ésta, al igual que la isla de los Cíclopes (la antítesis de Ítaca, por ejemplo) era inhabitable. No se podía instalar ninguna morada. Su tierra no podía ser organizada. Esta situación cambió en cuanto Apolo pisó el suelo de Delos. No es que fundara ninguna ciudad: tan solo un santuario, y un altar, que se convirtieron no solo en un centro y un punto de partida –desde el que Apolo emprendió la exploración de la Grecia continental-, sino, en verdad, en un modelo de cualquier asentamiento, una ciudad, por ejemplo, cuya existencia daba lugar a procesiones que la circundaban, sin duda con ánimo de protegerla mágica o ritualmente, movimientos circulares que Apolo emprendió por vez primera alrededor del altar recién instituido en Delos, como Detienne observó agudamente. El altar era una construcción, incluso una ciudad en miniatura, con sus sólidos cimientos, sus paredes y un límite, semejante al que dibujan unas murallas, que se podía rodear sin problemas. El altar era un cuerpo en el espacio cuyo levantamiento había requerido la aplicación regulada de los mismos procedimientos técnicos necesarios para construir un edificio o una ciudad.
El resto de la historia es conocido. La isla de Delos se le vuelve pequeña a Apolo. Tiene apenas unos días de vida, cuando decide recorrer la Grecia continental. Parte a la búsqueda de un lugar donde fundar y construir su santuario principal. Su viaje se dirige hacia las cuatro direcciones del espacio. Asciende hacia el norte, se dirige hacia el este, hacia la isla de Eubea, cambia de rumbo hacia el oeste, se orienta hacia el norte hasta llegar a los pies del Parnaso, en Delfos. Durante este recorrido por tierras vírgenes –pobladas ya, ciertamente por humanos, en medio de la selva o, cuanto menos, de frondosos bosques, como el Himno homérico a Apolo lo recuerda una y otra vez, pero carentes de vecindarios, que se van organizando al paso de la divinidad, y de tierras cultivadas- el espacio se compone. No bien Apolo puso un pie en la llanura de Tebas, ésta adquirió caminos sin rodeos (atrapoi, v. 227): hasta su llegada, los accesos daban vueltas sobre si mismo, como los oscuros pasadizos de un laberinto. Apolo cree haber dado con el lugar perfecto, cabe una fuente. Pero como ésta le advierte, el ruido causado por el paso de las caravanas, no favorece la instauración de un santuario. Apolo retoma entonces la senda hasta alcanzar el lugar que considera perfecto. Éste, sin embargo, ya posee un santuario, dedicado a la diosa madre, Gea, y a su hija, la dragona Delfine (o a su nieta, Pitón), con la que tendrá que enfrentarse, en una lucha cósmica, a vida o muerte, antes de poder reducirla, y apoderarse del lugar. Solo entonces, Apolo, tan preocupado por instalar sólidas bases a todo lo que construye, puede instalar profundos cimientos (themelia) y la piedra del umbral (oudos, un término emparentado con odos, camino) que marca el límite entre los dos espacios, interior y exterior , límite que, con cuidado, puede ser franqueado permitiendo que ambos espacios entren en contacto. Posteriormente, míticos arquitectos, ya humanos, levantarán los muros y concluirán el templo. Según otras versiones, el templo de Apolo en Delfos pasó por fases sucesivas durante las cuales se emplearon diversos materiales, desde los más livianos, elementos vegetales, o cera de abeja, hasta los más sólidos, el bronce sonoro, y la piedra, en último lugar. En Homero, sin embargo, Apolo solo supervisa la erección de un único santuario de piedra.
Una vez edificado, el santuario necesita personal que atienda a los ritos que tengan que ser ejecutados. Pero Delfos no es una ciudad. No posee habitantes. A los pies del Parnaso nadie mora. Delfos es el primer asentamiento, el primer lugar edificado.
Apolo tiene entonces que partir, no solo en busca del personal adecuado sino porque debe purificarse del crimen cometido: la matanza de Delfine. Este tipo de crimen, sin embargo, no es extraño. Todos los héroes fundadores, de los que, en cierta medida Apolo era el prototipo, y en cuyas aventuras intervenía -ya que les indicaba, cuando los fundadores acudían, antes de emprender la expedición, al santuario délfico, el lejano lugar donde debían asentarse, o la dirección que debían tomar hasta hallar el lugar donde fundar una ciudad-, todos los héroes fundadores emprendían una lucha similar y cometían un mismo crimen, ya que todas las tierras en las que debían asentarse pertenecían a divinidades primigenias, ctócnicas, en forma de serpiente descomunal, guardianas de los ríos o las fuentes alrededor o cerca de las cuales se fundaría la ciudad y sin las cuales ésta no podría sobrevivir. La lucha con un monstruo serpentino, como ha sido estudiado reiteradas veces, constituyendo casi un lugar común, es un signo que indica que estamos ante una gesta fundacional que culminará con la erección de un edificio o una ciudad.
Sin embargo, por necesario que fuera, dicho crimen no podía quedar impune. La falta debía ser lavaba. Apolo, una divinidad tan cercana a las aguas (su hijo, Asklespios, dios de la medicina, tenía una relación particularmente intensa con las aguas –medicinales- y el mismo Apolo, al menos en Roma, estaba ligado a las fuentes que sanaban) tenía que purificarse. El viaje de Apolo debía reemprender y no podía llegar a buen término hasta que lograse reunir los sacerdotes necesarios para mantener el santuario recién fundado.
Como si su relación con el espacio en el que es más difícil orientarse, poniendo en evidencia su capacidad por abrir o por hallar vías de comunicación, guiara sus acciones, Apolo retornó al mar. Partió a Creta. Y desde allí reemprendió el camino de vuelta a Delfos. Rehacía el viaje que había emprendido al poco tiempo de nacer. Halló una nave veloz gobernada por “excelentes hombres, cretenses de la minoia Cnoso” que se dirigía a Pilos: “Febo Apolo les salió al encuentro en el ponto y, habiendo tomado la figura de un delfín, saltó a la nave veloz y en ella se echó como un monstruo grande y horrendo” (HhA, 395-398). Los marineros se quedaron mudos. Desde entonces, no pudieron controlar la nave. Ésta avanzaba sola (dirigida por Apolo, es decir, el delfín que yacía encubierta): “el soberano Apolo, el que hiere de lejos, la dirigía fácilmente con su soplo” (Ib., 424). Dirigía: hêgemoneue (v. 438): Apolo se comportaba como un “ecista”, un jefe de expedición que abría el camino a los que le seguían. La nave avanzaba en línea recta (ithunô, v. 421, es decir avanzaba con fundamento: el verbo anterior está emparentado con themis, la ley divina, y con themelia, como ya hemos visto, bases, fundamentos, cimientos). El manejo era tan preciso que el barco navegó incluso hacia atrás (apsorros, v. 436), algo sin duda imposible de lograr por medios convencionales –o en sentido inverso al curso del sol-. Al llegar al puerto de Crisa, Apolo recuperó su forma antropomórfica, saltó del barco, penetró en un templo, encendió un hogar, volvió a la nave ante los marineros pasmados, les ordenó descender a tierra y levantar un altar, y luego añadió: “como en el obscuro ponto salté primeramente a la veloz nave, parecido a un delfín (eidomenos, del verbo eidomai: parecer, asemejarse, mostrarse, hacerse visible, lo cual indica que Apolo se muestra bajo la forma de un delfín, una actitud semejante a la de cualquier dios homérico que para dirigirse a un humano adopta la forma de un ser visible, un humano, o un animal, en este caso), invocadme llamándome Delfinio; y el mismo altar, igualmente Delfinio, será siempre famoso” (vv. 496-497). Luego, los nombró encargados de su santuario, asegurándoles que nada les faltaría, algo de lo que no podían estar seguros ya que Delfos sólo era un santuario en un paisaje rocoso, cuyo suelo árido no podía ser cultivado –como la isla de Delos-, y no una próspera ciudad.
Entre Delfos, Delfine y el delfín, ¿qué relación existía? ¿Qué término estaba en el origen de un grupo aparentemente emparentado?: ¿delphus –matriz-, delphis –delfín, y “de Delphos”-, y Delphos –el nombre del santuario?. La relación que Somville estableció entre el delfín y una hipotética diosa madre cretense, matriz del universo, no me parecen creíbles. Puesto que, en los inicios, Delfos estaba al cuidado de una diosa madre, Gea, cuya hija o cuya nieta, Delfine, se enfrentó a Apolo, y dado que el santuario del hijo de Leto, convertido en el centro del mundo griego, se asentaba sobre un chasma, una falla infernal, y acogía el ónfalo, una piedra que simbolizaba el ombligo del mundo, podemos pensar que Delfos no es sino la Matriz del mundo. Pero es muy posible que Delfos no esté emparentado con la matriz de la tierra ni con su hija Delfine, sino con el animal apolíneo por excelencia: el delfín. Delfos es el santuario del delfín. Apolo, como él mismo indicaba, era Apolo el delfín, Apolo Delfinio.
(continuará)
Patrick Bokanovski: Le canard à l´orange (2002)
Una de las películas experimentales más celebradas del mundo
jueves, 26 de noviembre de 2009
Lászlo Moholy-Nagy: Impresiones del Puerto Antiguo de Marsella (1929)
Extraordinario documental sobre el "Vieux Port" de la ciudad de Marsella -llamada la Chicago de Europa- que tanto fascinaba a los fauvistas como Matisse, fotografiado (desde la ventana del hotel) y filmado por Moholy Nagy
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miércoles, 25 de noviembre de 2009
La violencia homérica
La película de terror Saw VI acaba de ser prohibida, un tanto sorprendentemente, en España a los menores de dieciocho años por sus sádicas escenas.
La censura "platoniza": la condena de determinadas imágenes -Platón solo salvaba las figuras geométricas porque ayudaban a los débiles de espíritu a pensar en los cuerpos perfectos y, de allí, en el único creador que les dió forma o los utilizó, y, en último término, en el supremo valor que el Único Dios, el Uno, encarna: el Bien- es consecuencia de la creencia en el poder perturbador, o más bien, destructor, del arte mimético, ya que tiene éste la capacidad de suplantar la realidad, de anularla, por medio de lo que reproduce.
No valoraré tal decisión.
Sin embargo, en la Grecia antigua, toda persona culta debía saberse de corrillo la Ilíada de Homero; como comentaba ayer Félix de Azúa, la educación de los jóvenes incluía saber bailar la Ilíada, es decir, saber reproducir los movimientos casi coreográficos con los que los griegos se mataban sin contemplaciones.
Porque la Ilíada es una lancinante sucesión de actos mortíferos. Durante unos quince mil versos (unas cuatrocientas páginas en una edición moderna), aqueos y troyanos se masacran inmisericordamente, sin que se perciba ninguna evolución. La acción no avanza. Como si se tratara de sanguinolentos "tableaux-vivants", los héroes griegos se van eliminando mútuamente con una fiereza sorprendente. Si no fuera porque no existe redención final, se podrían comparar los cantos de la Ilíada con las estaciones de la cruz, en las que se desgranan una sucesión de torturas, de crímenes, de asesinatos.
No hay historia, narración, progresión, como en la tragedia. Cada canto narra lo mismo, sucesivos ataques y luchas fratricidas emprendidas con el fin de hacer el mayor daño posible. Los héroes solo piensan en la cantidad de sangre que van a verter.
La descripción del horror es minuciosa. Pero no es repetitiva. La imaginación con la que se describe las mil maneras de acabar con la vida es prodigiosa. La Ilíada se convierte en un encadenamiento de cantos hipnóticos, sin graduación alguna, ya que en cada escena, la violencia es absoluta, insuperable.
Homero enuncia morosamente dónde hiere el arma, qué miembros u órganos atraviesa o arranca, cómo cae el héroe y agoniza mientras sus manos se aferran al polvo y vomita cuajos de negra sangre antes de expirar. La narración es digna de un cirujano, o de un criminalista (pero la realidad que Homero debía ver cada día le proporcionaba sin duda tantos ejemplos como quisiera):
"logró envasarle la pica en la parte superior de la pierna, donde más grueso es el muslo; la punta desgarró los nervios..."; "... la punta desgarró el tendón de la parte superior del brazo y rompió el hueso..."; "le quitó la vida, hiriéndole en el cuello con la espada provista de emuñadura; la hoja entera se calentó con la sangre..."; "Penéleo hundió su espada en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero; la cabeza cayó a un lado, sostenida tan solo por la piel..."; "a Erimante Idomeneo le metió el cruel bronce por la boca, la lanza atravesó la cabeza por debajo del cerebro, rompió los blancos huesos y conmovió los dientes: los ojos se llenaron de sangre que fluía de las narices y de la boca abierta, y la muerte, cual si fuera oscura nube, envolvió al guerrero."; "le clavó desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se la hizo pasar por los dientes y lo levantó por encima del barandal; alzando la brillante lanza, Patroclo sacó del carro a Téstor con la boca abierta y le arrojó de cara al suelo...".
Esas citas son solo una ínfima parte de las descripciones de la rapsodia décimoquinta. La Ilíada comprende veinticuatro. En cada una de ellas se suceden, como en un mantra, una litanía con las más precisas degollaciones, decapitaciones, incluso sacrificios humanos. Sin que los héroes sientan el menor remordimiento. Antes bien, solo buscan hacer el mayor daño posible, ensartar, con los más variados refinamientos en la manera de atentar contra el cuerpo, el mayor número de enemigos.
Al caer la noche, cuando los ejércitos se recogen, no hallan espacios libres donde descansar: los cadáveres, comidos por los perros, desfigurados por el hormigueo de las larvas de las innumerables moscas que rondan las heridas sanguinolentas, cubren todo el extenso campo de batalla:
"temo que las moscas penetren por las heridas que el bronce causó a Patroclo, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo y corrompan el cadáver", exclamada Aquiles (Canto 19).
Sin embargo, esta impúdica exhibición, esta ostentación del horror no es gratuita. Tiene un sentido moral. Los seres humanos no se matan porque quieren, sino porque son marionetas en manos de los dioses. Son éstos los que otorgan valor o hacer retroceder a los héroes, tan humanos, presos de un súbito temor, los que les fuerzan a acometerse con la máxima crueldad sabiendo que lo que emprenden es "inhumano". Los dioses, a menudo, se disponen en lo alto para contemplar disciplinadamente la matanza y comentar las jugadas. Pues la guerra es un juego en el que los peones son los humanos manejados, movidos, abandonados por las divinidades, que se reparten los contendientes.
El horror, entonces, es el signo distintivo de los humanos. Los dioses no guerrean. En todo caso, se engañan, pero nunca se enfrentan. Dirimen sus diferencias discutiendo a cara descubierta o taimadamente. Los animales sí luchan ferozmente, pero parecen movidos por una fuerza ciega que les impele a actuar siempre del mismo modo. Los humanos, por el contrario, se ven sacudidos por brutales deseos de sangre, a veces inextinguibles, que los dioses les hacen brotar.
Los humanos saben que van a morir. Son conscientes de la inutilidad de las acciones que emprenden. También saben que no son verdaderamente responsables de aquéllas, y que el valor o el miedo que les poseen no son verdaderamente suyos sino fuerzas que les arrebatan desde arriba.
La violencia extrema, entonces, es necesaria. Describe la suerte de la humanidad, la condición humana. La Ilíada es un tratado sobre el trágico y futil destino del hombre. El hombre es un juguete, una peonza, derribados con saña, y sin justificación alguna, por el cielo.
No sé si Saw VI tiene la misma finalidad -o logra comunicarla. Desde luego, el horror que describe es incomparablemente más infantil -y más inútil, carente de "sentido"- que el que Homero va desgranando.
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El sueño de una sombra,
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Delfos y la constelación del Delfín
Agradecimientos a Alun Salt (Universidad de Leicester) por todos los valiosos datos y comentarios aportados
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