domingo, 9 de octubre de 2011
Pablo Picasso (1881-1973): La mesa del arquitecto (1912)
Óleo sobre tela, 72,6x59,7 cm
The William S. Paley Collection, Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York
Quizá el cuadro más importante del siglo XX.
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Estética y teoría de las artes,
Modern Art
La memoria y el olvido
La saga del rey mesopotámico Gilgamesh, de la ciudad sumeria de Uruk, sumadas las versiones sumerias y acadias del relato mítico, se construye a partir de la oposición entre la memoria y el olvido, que se resuelve o se simboliza en la figura del propio Gilgamesh. Éste posee una parte de divinidad y dos de humanidad. En tanto que dios es inmortal, mas el peso de su condición humana lo convierten en un ser mortal. Es esta dualidad, o este desgarro, que Gilgamesh trata de resolver, no solo para sí mismo, sino en tanto que representante de todos los seres humanos. En Mesopotamia -como ocurrirá también en Grecia-, los mortales eran considerados unas sombras: seres evanescentes, creados solo para servir penosamente a los dioses. Mas los humanos, moldeados con barro, poseían una espurna divina. La suerte de la humanidad estaba ligada a la de Gilgamesh y simbolizada por la de este rey.
Gilgamesh trata de perdurar para siempre, cultivando su lado divino. Sabe, empero, que deberá esforzarse, pues su destino es la muerte. Tiene, pues, que torcer el hado funesto.
Una primera tentativa pasa por la preservación del cuerpo, sede del lil, el espíritu o soplo. Parte, pues, en busca de la planta de la inmortalidad. No la busca para si mismo, ciertamente, sino para devolver a la vida a su fiel amigo y escudero Enkidu, recientemente fallecido por culpa de las ambiciosas aventuras de Gilgamesh. pero también sabe que esa planta podría redimir a todos los hombres: una planta dotada de espinas de la que Gilgamesh desconfiará -podría devolver los muertos a la vida, o envenenar- y que perderá para siempre.
Pero Gilgamesh también busca que su nombre perdure. Busca "hacerse un nombre", alcanzar el renombre.
Su partida hacia el intrincado Bosque de los Cedros, situado más allá de las siete montañas y los siete desiertos, donde moran los dioses, encabezados por el Dios del Espíritu (Enlil), vigilado por el monstruo divino Humbaba, solo tiene una finalidad: colocar (gar) su nombre (mu), emplazarlo (gub). Algunos intérpretes piensan que lo que Gilgamesh trata es de erigirse un monumento en el Bosque de los Cedros que celebre y recuerde su gesta: su enfrentamiento a muerte con Humbaba, y su victoria final. La búsqueda de la fama, que redima del olvido en el que le conduce su condición humana, impregna toda la saga. Una y otra vez, Gilgamesh trata de emprender acciones heroicas que sean dignas de ser recordadas para siempre.
A la vuelta de sus aventuras, cansado, tras haber perdido a Enkidu, y haber temido los efectos de la planta de la inmortalidad, Gilgamesh descubre que el monumento gracias al que su buen nombre perdurará ya existe: son las espléndidas murallas de la ciudad de Uruk, donde reina, levantadas bajo sus órdenes. Esta obra es como una estela funeraria. Recordará para siempre a todos los mortales la existencia de Gilgamesh, impedirá que su nombre caiga en el olvido, nombre, que una vez pronunciado o recordado, devolverá, por un momento a Gilgamesh a la vida. Su imagen aparecerá, se destacará de la penumbra infernal que atenaza a todos los mortales.
Las murallas de la ciudad se asentaban sobre unas sólidas fundaciones o cimientos. En éstos descansaba un texto. Unas tablillas de lapislázuli habían sido depositadas durante el ritual de fundación de la ciudad. en éstas estaba escrita la vida de Gilgamesh, el Poema que los lectores tienen aún en las manos. El texto está incluido en el texto. La narración cuenta o recuerda un ritual fundacional que contiene esta misma narración. Se trata de una narración circular, como el cuerpo de una serpiente inmortal cuando se vuelve sobre si misma.
Es, por tanto, el Poema de Gilgamesh lo que preserva para siempre el nombre de Gilgamesh, que lo mantiene en vida. Gilgamesh vivió para contar su vida. Y contándola, contando lo que vivió, alcanzó la inmortalidad.
La ficción venció a la realidad. El poder de la ficción es lo que nos mantiene en vida.
Gilgamesh trata de perdurar para siempre, cultivando su lado divino. Sabe, empero, que deberá esforzarse, pues su destino es la muerte. Tiene, pues, que torcer el hado funesto.
Una primera tentativa pasa por la preservación del cuerpo, sede del lil, el espíritu o soplo. Parte, pues, en busca de la planta de la inmortalidad. No la busca para si mismo, ciertamente, sino para devolver a la vida a su fiel amigo y escudero Enkidu, recientemente fallecido por culpa de las ambiciosas aventuras de Gilgamesh. pero también sabe que esa planta podría redimir a todos los hombres: una planta dotada de espinas de la que Gilgamesh desconfiará -podría devolver los muertos a la vida, o envenenar- y que perderá para siempre.
Pero Gilgamesh también busca que su nombre perdure. Busca "hacerse un nombre", alcanzar el renombre.
Su partida hacia el intrincado Bosque de los Cedros, situado más allá de las siete montañas y los siete desiertos, donde moran los dioses, encabezados por el Dios del Espíritu (Enlil), vigilado por el monstruo divino Humbaba, solo tiene una finalidad: colocar (gar) su nombre (mu), emplazarlo (gub). Algunos intérpretes piensan que lo que Gilgamesh trata es de erigirse un monumento en el Bosque de los Cedros que celebre y recuerde su gesta: su enfrentamiento a muerte con Humbaba, y su victoria final. La búsqueda de la fama, que redima del olvido en el que le conduce su condición humana, impregna toda la saga. Una y otra vez, Gilgamesh trata de emprender acciones heroicas que sean dignas de ser recordadas para siempre.
A la vuelta de sus aventuras, cansado, tras haber perdido a Enkidu, y haber temido los efectos de la planta de la inmortalidad, Gilgamesh descubre que el monumento gracias al que su buen nombre perdurará ya existe: son las espléndidas murallas de la ciudad de Uruk, donde reina, levantadas bajo sus órdenes. Esta obra es como una estela funeraria. Recordará para siempre a todos los mortales la existencia de Gilgamesh, impedirá que su nombre caiga en el olvido, nombre, que una vez pronunciado o recordado, devolverá, por un momento a Gilgamesh a la vida. Su imagen aparecerá, se destacará de la penumbra infernal que atenaza a todos los mortales.
Las murallas de la ciudad se asentaban sobre unas sólidas fundaciones o cimientos. En éstos descansaba un texto. Unas tablillas de lapislázuli habían sido depositadas durante el ritual de fundación de la ciudad. en éstas estaba escrita la vida de Gilgamesh, el Poema que los lectores tienen aún en las manos. El texto está incluido en el texto. La narración cuenta o recuerda un ritual fundacional que contiene esta misma narración. Se trata de una narración circular, como el cuerpo de una serpiente inmortal cuando se vuelve sobre si misma.
Es, por tanto, el Poema de Gilgamesh lo que preserva para siempre el nombre de Gilgamesh, que lo mantiene en vida. Gilgamesh vivió para contar su vida. Y contándola, contando lo que vivió, alcanzó la inmortalidad.
La ficción venció a la realidad. El poder de la ficción es lo que nos mantiene en vida.
viernes, 7 de octubre de 2011
jueves, 6 de octubre de 2011
Yoko Ono (1933): White Chess Set (Juego de ajedrez blanco) (1966)
Yoko Ono: PLAY IT BY TRUST aka WHITE CHESS SET (1966)
Play it for as long as you can remember
who is your opponent and
who is your own self.
Para Gregorio Luri (Blog El Café de Ocata)
Arte y Fetiche
Debe de ser una casualidad que las primeras expediciones arqueológicas en Egypto, y un poco más tarde, en el Próximo Oriente, a la búsqueda de obras antiguas singulares, empezaran cuando el arte en Europa dejara de tener sentido, o se convirtiera en algo decorativo o que tenía que ser contemplado desde cierta distancia, como un cuerpo un tanto extraño y un tanto prescindible.
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa, el arte, tal como lo entendemos hoy, no existía; no existían obras de arte que tuvieran que ser apreciadas por sus cualidades (superficiales). Las grandes obras de arte, religiosas o mitológicas (incluso las obras de género como los bodegones) eran considerados como unos fetiches. No importaba demasiado cómo habían sido manufacturados; fueran hermosos o feos (calificativos en los que pocos pensaban), lo importante era la capacidad de las obras de ser lo que representaban. Los crucifijos sanguinolentos, las pinturas de santos y mártires, eran, no admiradas, sino adoradas. Es cierto que lo que hubiera tenido que suscitan devoción era, no la imagen, sino la figura representada; ella era la que hubiera tenido que despertar pasiones; pero las obras más apreciadas eran las que eran capaces de transportan al espectador (o, más bien, al fiel) hasta los santos y los mártires, o eran capaces de que éstos se encarnasen ante los angustiados devotos. La obra era idéntica al modelo figurado. Tocando la estatua o la pintura, el devoto tenía la sensación de entrar en contacto con el cuerpo dolorido o transfigurado del santo, que se mostraba, como Cristo, ante los sentidos de los hombres, para redimirlos. El que la talla o la pintura hubiera sido habilidosa o hermosamente representada contaba poco a la hora de valorar la imagen. Ésta tenía que transportar al devoto, dándole la sensación que estaba ante el cuerpo presente del ser sobrenatural.
Esta creencia en la magia de la imagen decayó desde el Siglo de las Luces (aunque los vídeos de Lady Gaga y Justin Bierbier, como hace poco, los de Hannah Montana -que Dios la preserve- siguen suscitando el delirio, como si aquellos se hubieran materializado). Las imágenes, los fetiches, más bien, se convirtieron en obras de arte. Dejaron de estar imbuidos del poder, el aura de las figuras representadas (o, mejor dicho, encarnadas). Las obras ya no se podían tocar: eran inertes. Frágiles bibelots que se quebraban y se quiebran con el solo roce. ¿Cabe imaginar que los rudos fetiches tenían que vivir entre algodones? Su fuerza no aminoraba ante los ocasionales desperfectos. Si los fetiches no se tocaban no era porque se temiera dañarlos sino porque inspiraban terror: si se tocaban, sin la debida preparación, uno podía caer fulminado. Las efigies, los fetiches mataban; las obras de arte solo podían ser observadas, distraidamente y desde lejos (de cerca se descubría la superchería: eran falsos idolos, sin poder alguno, meros objetos planos) de modo que la factura, ahora sí, se convertía en un elemento que cualificaba la creación.
La creencia en el poder efectivo e inmemorial de las imágenes había disminuido o cesado. De algún modo, hacía falta hallar sustitutivos. Las imágenes de los astros (de la música y del deporte) aun no existían. Los nuevos fetiches no podían ser contemporáneos de los espectadores. Ya nada creía en la fuerza de las imágenes. Por necesidad, tenían que proceder de la antigüedad, de la remota antigüedad. El arte greco-latino era demasiado parecido al arte neoclásico. Pocos poderes, escaso magnetismo parecían poseer las estatuas de divinidades como Venus o Apolo, apreciadas mas bien por su belleza, no por su capacidad de reflejar la irradiación divina. El arte greco-latino eras eso, arte: poco tenía que ver con la magia.
Por ese motivo, los occidentales partieron en busca de imágenes que les devolvieran la inquietante prestancia de lo invisible. Excavaron en Egipto, en Oriente y, pronto, en África.
Exploraron las colonias. Conquistaron tierras, crearon colonias para extraer bienes (y obtener esclavos) y abrir mercados,. Pero también buscaron lo que los fetiches occidentales, reducidos a obras de arte, ya no podían ofrecerles: el temor, y el temblor, ante lo desconocido.
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa, el arte, tal como lo entendemos hoy, no existía; no existían obras de arte que tuvieran que ser apreciadas por sus cualidades (superficiales). Las grandes obras de arte, religiosas o mitológicas (incluso las obras de género como los bodegones) eran considerados como unos fetiches. No importaba demasiado cómo habían sido manufacturados; fueran hermosos o feos (calificativos en los que pocos pensaban), lo importante era la capacidad de las obras de ser lo que representaban. Los crucifijos sanguinolentos, las pinturas de santos y mártires, eran, no admiradas, sino adoradas. Es cierto que lo que hubiera tenido que suscitan devoción era, no la imagen, sino la figura representada; ella era la que hubiera tenido que despertar pasiones; pero las obras más apreciadas eran las que eran capaces de transportan al espectador (o, más bien, al fiel) hasta los santos y los mártires, o eran capaces de que éstos se encarnasen ante los angustiados devotos. La obra era idéntica al modelo figurado. Tocando la estatua o la pintura, el devoto tenía la sensación de entrar en contacto con el cuerpo dolorido o transfigurado del santo, que se mostraba, como Cristo, ante los sentidos de los hombres, para redimirlos. El que la talla o la pintura hubiera sido habilidosa o hermosamente representada contaba poco a la hora de valorar la imagen. Ésta tenía que transportar al devoto, dándole la sensación que estaba ante el cuerpo presente del ser sobrenatural.
Esta creencia en la magia de la imagen decayó desde el Siglo de las Luces (aunque los vídeos de Lady Gaga y Justin Bierbier, como hace poco, los de Hannah Montana -que Dios la preserve- siguen suscitando el delirio, como si aquellos se hubieran materializado). Las imágenes, los fetiches, más bien, se convirtieron en obras de arte. Dejaron de estar imbuidos del poder, el aura de las figuras representadas (o, mejor dicho, encarnadas). Las obras ya no se podían tocar: eran inertes. Frágiles bibelots que se quebraban y se quiebran con el solo roce. ¿Cabe imaginar que los rudos fetiches tenían que vivir entre algodones? Su fuerza no aminoraba ante los ocasionales desperfectos. Si los fetiches no se tocaban no era porque se temiera dañarlos sino porque inspiraban terror: si se tocaban, sin la debida preparación, uno podía caer fulminado. Las efigies, los fetiches mataban; las obras de arte solo podían ser observadas, distraidamente y desde lejos (de cerca se descubría la superchería: eran falsos idolos, sin poder alguno, meros objetos planos) de modo que la factura, ahora sí, se convertía en un elemento que cualificaba la creación.
La creencia en el poder efectivo e inmemorial de las imágenes había disminuido o cesado. De algún modo, hacía falta hallar sustitutivos. Las imágenes de los astros (de la música y del deporte) aun no existían. Los nuevos fetiches no podían ser contemporáneos de los espectadores. Ya nada creía en la fuerza de las imágenes. Por necesidad, tenían que proceder de la antigüedad, de la remota antigüedad. El arte greco-latino era demasiado parecido al arte neoclásico. Pocos poderes, escaso magnetismo parecían poseer las estatuas de divinidades como Venus o Apolo, apreciadas mas bien por su belleza, no por su capacidad de reflejar la irradiación divina. El arte greco-latino eras eso, arte: poco tenía que ver con la magia.
Por ese motivo, los occidentales partieron en busca de imágenes que les devolvieran la inquietante prestancia de lo invisible. Excavaron en Egipto, en Oriente y, pronto, en África.
Exploraron las colonias. Conquistaron tierras, crearon colonias para extraer bienes (y obtener esclavos) y abrir mercados,. Pero también buscaron lo que los fetiches occidentales, reducidos a obras de arte, ya no podían ofrecerles: el temor, y el temblor, ante lo desconocido.
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