Fotos publicadas en diversos medios ayer y hoy
Apenas se aterrizaba en el aeropuerto de Damasco, lo que más sorprendía era la multiplicidad de imágenes -fotografías, pinturas y carteles, y estatuas- de una insólita trinidad: el padre, el primogénito y el benjamín, desplegadas por doquier.
El primero fue un sanguinario presidente. Le hubiera tenido que suceder su primogénito, que murió en una carrera de coches. Pero fue el benjamin quien accedió a la presidencia del país -en una no tan singular confusión entre república y monarquía. Éste acaba de ser depuesto.
Los retratos del presidente muerto, del sucesor también fallecido accidentalmente, y del nuevo presidente, todos pertenecientes a una saga familiar, eran omnipresentes, no solo en tamaños descomunales, sino en viñetas que cubrían los parabrisas de los coches, los contenedores de lis camiones y los depósitos de las motocicletas. No había pueblo sin un heroico mascarón de proa en forma de estatua de bronce alzada sobre un alto pedestal. Solo Libia y las efigies del presidente de por vida Ghadafi competían con la omnipresencia de la familia dictatorial. Respondía bien a una definición de lo que es una divinidad: mostrarse en cualquier sitio en cualquier momento. Estar a la vez en un lugar y en todos los lugares. Los retratos colgaban de las fachadas en el centro de Damasco. Estampaban banderas, se asomaban a todos los carteles, con la mirada dura y altiva de un pantocrator.
No era casual que el palacio presidencial ocupara un altozano que dominaba la capital, al que se llegaba por una estrecha y vigilada carretera de una sola vía.
Hoy la caída de la saga se simboliza por el derribo de sus efigies, que quizá sea no la consecuencia, sino la causa de la caída de los retratados. Perdido el respeto a las efigies, casi devocionales, ante las que uno pasaba la cabeza gacha o se cuadraba, éstas ya no transmiten el supuesto fervor y el muy real temor a los retratados.
El derribo de las figuras impide que los retratados multipliquen su presencia, como los dioses. Reducidos a seres mortales, la irritante y depresiva proliferación de sus jetas, objeto de un generoso culto divino, ya no tiene sentido.
Un retrato fija para la eternidad a un mortal. Las rajas , los derribos, las decapitaciones, los martillazos, y las mutilaciones de las imágenes reducen a los poderosos a ensoberbecidos, odiados y patéticas figuras. Una caída que todos los países conocen en un momento u otro.
Las imágenes son poderosas. Realzan, exalten, y destruyen a quienes se proyecten en ellas. Las imágenes son como los espejos de la madrastra. Revelan el verdadero rostro de quienes se asoman a ellas.
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